¿Qué clase de escritor era
Perón? Porque sin dudas, escribe. Ya treintañero, con el grado de mayor,
escribe a pedido del general Sarobe,
una memoria sobre el golpe del 30. Las titula como testigo, lo que en verdad no
fue. El escrito es animado y tiene
aspectos indudablemente humorísticos, provocados por la impericia y desorganización
de los conspiradores. Perón toma con su habitual socarronería “criolla” estos deslices pero se pone serio
al señalar ante la falta de lo que sería uno de los lemas de lo que privilegió
siempre: “sin organización ni
preparación...” y luego explotar el éxito, nunca se llegará a nada. Se pueden cotejar otros momentos de la
escritura de Perón, ceñida a cierta
elegancia protocolar militar, con alguna cortesanía de salón que no obstante
sabe adquirir matices de furia cuando la situación lo exige, con ceremonialismos diversos que pronto
lo vuelven a poner en la vía sentenciosa y, por cierto, un tanto solemne de la
prosa que cultiva, que tiene por dentro, también, sólidos andamios de orden. Los que acompañaron al peronismo lo
hicieron con distintos tipos de actitudes, cuya historia hoy no está
plenamente escrita. Jauretche ya
había fijado desde los años treinta una lengua gauchi-política, cuya máxima
expresión había sido el Paso de los libres prologado por Borges en 1933. Scalabrini era el discípulo antibritánico de Macedonio Fernández, su lenguaje era el del “colectivo
profético de comunidad” y su metodología provenía de una teoría moderna del
imperialismo.
/////
LA LETRA POR PERÓN.
Perón: una filosofía política.
*****
Horacio González.
Página/12
domingo 12 de noviembre del 2017.
La figura de
Perón aparece indudablemente asociada a la obra, la acción política y la puesta
en marcha del gran movimiento de masas que todavía hoy se identifica con su
nombre. Pero también hay un legado suyo que aparece en sus textos, muchos de
ellos de doctrina e historia militar, otros escritos programáticos, filosóficos
e innumerable correspondencia con notables intelectuales como Cooke, Jauretche
o Scalabrini Ortiz. Perón: una filosofía política (Paso de los libres) reúne
una serie de artículos recopilados por Juan José Giani que indagan en los
secretos de esta obra escrita, en sus lecturas formativas y su estilo, en su
relación con la cuestión indígena, el pensamiento nacional o el
continentalismo. Radar reproduce aquí fragmentos de algunos de los artículos de
esta obra que abarcan los debates entre Perón y los intelectuales de su tiempo.
No era,
evidentemente, un populista. Por lo menos en lo que dejan trasuntar sus textos
canónicos –sus clases preparadas bajo el impulso del viejo profesor que había
sido–, que condenan el caudillismo y todo síntoma de acción política que no se
base en reglas y preceptos. En ese sentido decía haber llegado para interrumpir
los ciclos caudillistas, sofocados por fin por un acceso específico a las
fuentes sistemáticas del saber político. Había sin duda cierto positivismo en
ese tipo de percepción de los efectos de la razón práctica –una obediencia
racional y libre– antes que en el nebuloso acatamiento a un caudillo.
En los Apuntes de Historia militar
(1931) se perciben muchos rasgos de este estilo profesoral, del maestro
clausewitziano. Se sabe bien. Clausewitz fue su lectura mayor y su numen a la
distancia, como el de tantas generaciones militares argentinas. La idea de
batalla, de lucha de voluntades, de la esencialidad de ese encuentro violento y
pasional que son los movimientos de masas armadas que confluyen en un punto del
destino, la conflagración. Como Lenin, estudió a Clausewitz, el fundador
austriaco de la escuela militar prusiana. A diferencia de Lenin, que a la luz
de la Lógica de Hegel había leído a Clausewitz -en lo que Carl Schmidt declaró
como el mayor acontecimiento lectural del siglo XX, Perón fue más sumario en
los elementos de filosofía de la historia con los que acompañó aquel tratado de
Clausewitz, que tenía casi una renovada fuerza aristotélica en la consideración
del orden de las pasiones.
De joven había leído la
vasta historia providencialista de Cantú, probable regalo de su padre, el
perseverante agricultor Mario Perón y seguramente de allí obtuvo un cuño
providencialista que en Cantú era cristiano y Perón convirtió en una referencia
laica que terminó plasmada en la idea del “hombre del destino”, y en general a
la referencia al destino con toques renacentistas, lo que incluía una pócima de
infortunio necesario y la aptitud para “soportar” los más furiosos “golpes de
la fortuna”.
De sus lecturas Perón
obtiene esencialmente proverbios, un uso performativo, chacotero y de ambigua
socarronería de la lengua política, y lo mismo hace con el célebre Vom Kriege,
donde –nada inhabitual en la educación militar–, todo suele tornarse un tipo de
frase aforístico y conductista, a los que también Perón solía llamar con un
remoto vocablo helenístico, “apotegmas”. “Nada deseo más que una batalla” se le
atribuye a Napoleón, pero es posible que redactado de otra manera también esté
en Clausewitz o en Von Schlieffen. Juntos a estos y otros numerosos textos de
formación militar –que son en su fondo último escritos sobre un mundo
honorífico y no pocas veces sacrificial–, Perón lee de adolescente un
libro que Mario Perón, el padre, se empeña especialmente que conozca: los
consejos de Lord Chesterfield a su hijo. Aquí también hay fuertes indicios de
cuál era la otra veta formativa de quien sería un brillante cadete de “perfil intelectual”
del Ejército. Este libro es una recopilación de aforismos para el
comportamiento “en la vida y en los salones” donde sobrevolaba cierta picaresca
en relación al momento preciso en que se podía decir algo y cuando convenía
llamarse a silencio, todo en tren de una sabiduría adquirida en un mundo
galante de convivencia, en el cual cierta suavizada manera de la “lucha por la
vida” debía ser conocido por el principiante.
La armazón genérica de
lecturas del cadete y luego oficial Perón era la Biblioteca del Oficial, nunca
bien estudiado repositorio de toda la bibliografía militar de la época, que
durante varias décadas informó el debate militar argentino a la luz de las
guerras mundiales. Iniciada a principios del siglo XX, en el ejército de
Ricchieri, aún sigue saliendo. En su época de oro debería ser estudiada como lo
fue Sur, y podría decirse que fue la Sur de los militares, un poco anterior
pues en verdad coincidió en su mejor momento con todo el ciclo de la revista
Nosotros (1907-1943). En esos años se publicaron las obras fundamentales de von
Clausewitz, von Schlieffen, el Mariscal Foch, el Mariscal Montgomery, Füller,
Liddle Hart (citado por Borges en “El jardín de senderos que se bifurcan”),
Guderian, Bradley, Bouthoul, Huntington, Jomini (un teórico suizo, napoleónico)
no faltaba la Ciropedia de Jenofonte (por la que Perón no pasará indiferente) y
uno de sus volúmenes en la célebre La Nación en armas de Von der Goltz, que
muchos vieron el texto más cercano a lo que después fue el diccionario básico
peronista: allí se encontraba la idea de que una Nación es un sistema de
movilización general de sus entes económicos, culturales y anímicos. Otros
autores de esta Biblioteca sin la cual dudosamente Perón hubiera encarnado su
vivaz lengua citadora, con Leopoldo Lugones, Juan José Güiraldes, José Pacífico
Otero (el historiador de San Martín) y, desde luego, el propio Juan Domingo
Perón.
En cuanto a Perón, sus
publicaciones son sobre la Guerra Franco-Prusiana (1871) y la guerra
Ruso-Japonesa (1905), una de ella en colaboración, y dígase que no dejaron de
causarle cierto disgusto, pues obtuvo una acusación de plagio de otro militar
que motivó que debiera aclarar el caso ante un tribunal militar.
¿Qué clase de escritor
era Perón? Porque sin dudas, escribe. Ya treintañero, con el grado de mayor,
escribe a pedido del general Sarobe, una memoria sobre el golpe del 30. Las
titula como testigo, lo que en verdad no fue. El escrito es animado y tiene
aspectos indudablemente humorísticos, provocados por la impericia y desorganización
de los conspiradores. Perón toma con su habitual socarronería “criolla” estos
deslices pero se pone serio al señalar ante la falta de lo que sería uno de los
lemas de lo que privilegió siempre: “sin organización ni preparación...” y
luego explotar el éxito, nunca se llegará a nada.
Se pueden cotejar otros
momentos de la escritura de Perón, ceñida a cierta elegancia protocolar
militar, con alguna cortesanía de salón que no obstante sabe adquirir matices
de furia cuando la situación lo exige, con ceremonialismos diversos que pronto
lo vuelven a poner en la vía sentenciosa y, por cierto, un tanto solemne de la
prosa que cultiva, que tiene por dentro, también, sólidos andamios de orden.
Los que acompañaron al
peronismo lo hicieron con distintos tipos de actitudes, cuya historia hoy no
está plenamente escrita. Jauretche ya había fijado desde los años treinta una
lengua gauchi-política, cuya máxima expresión había sido el Paso de los libres
prologado por Borges en 1933. Scalabrini era el discípulo antibritánico de
Macedonio Fernández, su lenguaje era el del “colectivo profético de comunidad”
y su metodología provenía de una teoría moderna del imperialismo.
No fue fácil la
convivencia, aun bajo el signo de acuerdos comunes muy amplios. Los que venían
desde armazones intelectuales que ya estaban consolidadas en los años 20,
mostraron con la lengua diseminada colectivamente por Perón, distintas
disparidades. Jauretche muy tempranamente, Scalabrini después, guiado por la
discordancia con la política petrolífera postrera del primer peronismo.
Surrealistas, anarquistas, católicos sociales, socialistas y comunistas
–Rodolfo Puigrós, Bramuglia, Elías Castelnuovo, César Tiempo, Xul Solar,
Marechal. Gálvez-tuvieron distintos matices en cuanto a su relación con el
linaje del cual provenían y la lengua masiva que había creado el peronismo. La
“izquierda nacional” buscó sus antecedentes con Manuel Ugarte –que había sido
embajador de Perón en Cuba y que también provenía del modernismo rubendariano,
latinoamericanista-socialista, no enteramente asimilable por la rítmica y la
retórica identitaria de Perón, plantea algunas diferencias hasta hoy no muy
estudiadas– y, en general, trazó una línea histórica que en el fondo podía no
haberle desagrado a Perón, identificándolo con un supuesto estatismo y
anticlericalismo de Roca.
El golpe del 55 suavizó
estas cuestiones que se hacían cada vez más pesarosas a mediados de los 50, y
nada obsta para que hoy volvamos a preguntar sobre ellas. El esfuerzo por
atenuar la diferencia entre la diversidad de corrientes intelectuales
argentinas y el modo en que el peronismo opta primero llamarse laborista,
después Partido de la Revolución Nacional hasta apoyarse exclusivamente en la
unicidad del nombre del conductor, en una historia específica que sigue siendo
perentorio analizar. De alguna manera se puede decir que la “doctrina del
Conductor” mostró su fracaso en el magno encuentro y confrontación dramática de
Ezeiza en 1972, cuando el regreso de Perón. También ahí se estaba elaborando un
conflicto subsidiario entre la izquierda nacional del peronismo que rechazaba
la lucha armada y los grupos armados que provenían de distintas izquierdas que
el Perón exilado hizo esfuerzos por retener con distintos virajes que siempre
tenían recursos disponibles en su sistema de locución y su régimen
provocativo de señales, lo que se expresa bien en la revista que dirigía
Hernández Arregui, un marxista nacionalista que provenía del radicalismo
cordobés, que pasa de llamarse Peronismo y Socialismo a Peronismo y Liberación,
luego de la muerte de Perón.
Habla de las dificultades
de la identidad de los socialistas del “marxismo nacional” ante la percepción
de que los hechos aconsejaban cierta retracción aspiracional de los nombres más
platónicos que se utilizaban. Perón exilado, a su vez, hace una opción
contraria a esta: abre su gabinete de palabras y con los cortinados más
receptivos calla o aprueba cuando escucha los nombres de Tercer Mundo, maoísmo,
castrismo, montonerismo, hasta la crucial discusión, también de índole retórica
–no por ello menos mezclada con la sangre– entre el concepto de “formaciones
especiales” y el de “vanguardias armadas”.
Volvamos a la formación
inicial. En una de sus bibliotecas, que se conserva en el Archivo Histórico
Nacional, está el libro de Gustav Le Bon sobre la evolución de la materia
subrayado por Perón posiblemente hacia fines de los años 30. Allí se encuentran
explicaciones que seguramente le parecieron útiles sobre la congregación,
separación y mutua atracción entre átomos. Perón, sin duda, no bebe agua de una
única fuente conceptual. Pero hay una huella, que a veces se hace nítida y
otras se volatiliza, de un primer positivismo de sustrato biológico en su
inicial formación, que sin dudas provenía de la influencia familiar –Tomás, el
abuelo era un médico biólogo que pertenecía a los núcleos positivistas de la
época, José Ingenieros incluido–, y el Ejército que lo acoge imparte nociones
honoríficas tanto como higienistas, tomadas también del acervo intelectual en
que esa fuerza militar se está modulando.
Y otros nacionalistas
católicos que lo acompañaron (junto al primer y decidido apoyo de la iglesia,
del que al cabo de menos de una década, sólo quedaba la interesante figura del
padre Benítez), ya lo habían abandonado. Sin contar el golpismo de Lonardi,
ostensiblemente colector del nacionalismo católico que toma toda clase de
temas, incluso el de las concesiones petrolíferas (por lo cual casi llegan a
interesar a Scalabrini). Y al que durante mucho tiempo, aunque en el exilio muchos
intentan volver a acercarse, los considera “piantavotos”, expresión habitual en
él.
El caso de la “doctrina
peronista” como lengua primera aglutinante de un blasón político, planteó
siempre y sigue planteando un especial problema a la vida intelectual autónoma que vio y sigue
viendo con interés las tribulaciones y el equilibrismo de esta extraña pero
perseverante y oscilatoria identidad política.
Fragmentos
del artículo “Perón en la vida intelectual argentina” Perón: una filosofía
política (Paso de los libres), recopilación de Juan José Giani.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario