miércoles, 1 de noviembre de 2017

LOS COSTES VERDADEROS (Y FALSOS) DE LA DESIGUALDAD.

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LA DESIGUALDAD. UNA “IDEA” CENTRAL. DR. T. PIKETTY- “La cuestión de la desigualdad y la redistribución está en el centro del conflicto político. A grandes rasgos, podemos decir que tradicionalmente el conflicto central opone dos vertientes. Por un lado, la posición liberal de derecha nos dice que solo las fuerzas de mercado, la iniciativa individual y el crecimiento de la productividad permiten mejorar en el largo plazo los ingresos y las condiciones de vida —en especial, de los menos favorecidos—, y que por lo tanto la acción pública de redistribución, además de ser moderada, debe limitarse a herramientas que interfieran lo menos posible con ese mecanismo virtuoso; por ejemplo, el sistema integrado de retenciones y transferencias (impuesto negativo) de Milton Friedman (1962). Por otra parte, la posición tradicional de izquierda, heredada de los teóricos socialistas decimonónicos y de la práctica sindical, nos dice”



“Que solo las luchas sociales y políticas pueden aliviar la indigencia de los más necesitados producida por el sistema capitalista, y que la política pública de redistribución, por el contrario, debe llegar hasta la médula del proceso de producción para cuestionar la manera en que las fuerzas de mercado determinan tanto las ganancias apropiadas por los poseedores del capital como las desigualdades entre asalariados, por ejemplo, nacionalizando los medios de producción o fijando escalas salariales, y no debe limitarse a establecer impuestos que financien transferencias fiscales. En principio, este conflicto derecha/izquierda muestra que los desacuerdos sobre la forma concreta y la oportunidad de una política pública de redistribución no se deben necesariamente a principios contradictorios de justicia social, sino antes bien a análisis contradictorios acerca de los mecanismos económicos y sociales que producen las desigualdades. De hecho, hay cierto consenso”.

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Un hombre pide limosna en la calle Gardiner, de Dublín. GIUSEPPE MILO.
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LOS COSTES VERDADEROS
(Y FALSOS) DE LA DESIGUALDAD.

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Kate Pickett y Richard Wilkinson.

CTXT.

Martes 31 de octubre del 2017.


La calidad de las relaciones sociales esenciales  para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad empeora en aquellos países en los que las diferencias de ingresos entre ricos y pobres son más acusadas.


En la década de los setenta se publicaron los primeros trabajos de investigación que mostraban que los indicadores de salud eran peores y la violencia más común en las sociedades con grandes diferencias de ingresos. Desde entonces se han reunido numerosas pruebas que demuestran los efectos nocivos de la desigualdad.

Los países en los que las diferencias de ingresos entre ricos y pobres son más acusadas tienden a padecer en mayor medida una gran variedad de problemas sociales y sanitarios. La salud física y mental empeora, la esperanza de vida disminuye, la tasa de homicidios aumenta, las calificaciones de los niños en matemáticas y lectoescritura tienden a ser más bajas, la drogadicción es más común y hay un mayor número de encarcelamientos. Todos estos elementos guardan una estrecha relación con los niveles de desigualdad, tanto en el plano internacional como entre los 50 estados que conforman EEUU.

A menudo causa sorpresa la larga lista de problemas que se agravan en los países con mayor desigualdad. La clave para entender estos datos es que en ellos hay gradientes sociales que los hacen más comunes a medida que bajamos peldaños en la escala social. Esto permite entender fácilmente el patrón básico: los problemas que sabemos ligados al estatus social dentro de las sociedades empeoran cuando aumentan las diferencias de estatus. El aumento de las diferencias materiales conlleva que la distancia social entre nosotros sea mayor. La dimensión vertical de la sociedad –la pirámide de clase y las diferencias de estatus social-- cobra mayor importancia. Las diferencias materiales proporcionan el marco o andamiaje al que se adscriben todos los indicadores culturales de estatus y clase –desde donde vivimos hasta el gusto estético y la educación infantil–.

Una desigualdad generalizada.

La escala de la desigualdad de ingresos no debería considerarse un nuevo factor determinante de problemas sociales y de salud; más bien, nos proporciona información adicional acerca del consabido gradiente de clase en los resultados que siempre hemos reconocido. Poca gente ignora que las zonas más pobres de nuestras sociedades tienden a experimentar la peor salud, así como el rendimiento académico más bajo de los niños en edad escolar, y generalmente los índices más elevados de violencia. La información adicional es, sencillamente, que todos estos problemas se agravan cuando aumenta la diferencia de ingresos. Sin embargo, estos problemas no se agravan levemente. En los análisis que llevamos a cabo en países desarrollados ricos, hallamos que la enfermedad mental y la mortalidad infantil eran al menos dos veces más frecuentes en países más desiguales, y en algunos análisis, la tasa de homicidios, los encarcelamientos y la tasa de natalidad en adolescentes resultaron ser diez veces más frecuentes en sociedades más desiguales –por ejemplo en EE.UU., Reino Unido y Portugal- comparadas con sociedades más igualitarias como los países escandinavos o Japón.

La explicación a estas importantes diferencias es que la desigualdad no afecta únicamente a los pobres, las consecuencias son peores entre la vasta mayoría de la población. Aunque los pobres padecen los peores efectos de la desigualdad, las ventajas de vivir en una sociedad más igualitaria revierte incluso en los muy acomodados. No disponemos de datos que nos indiquen si los millonarios también sufren las desventajas de la desigualdad, pero parece poco verosímil creer que en las sociedades más desiguales son inmunes al aumento de los índices de violencia, drogadicción o alcoholismo.


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Ricos pero desiguales.

Que las consecuencias de la desigualdad alcanzan la cima de la escala de ingresos encaja con el concepto de gradientes sociales. Los problemas que entrañan los gradientes sociales raramente atañen únicamente a los pobres. Al igual que las consecuencias de la desigualdad, afectan al conjunto de la sociedad: incluso la salud de las personas que están situadas justo debajo de los más ricos es un poco peor que la de los que son más acomodados que ellos. En efecto, si se suprime lo que aporta la pobreza a la mala salud, en general, el patrón de las desigualdades en materia de salud permanecería.

Los políticos, incluso algunos conservadores, han declarado sus deseo de crear una sociedad sin clases, pero pruebas de diferentes tipos demuestran que esto no se puede llevar a cabo sin disminuir las diferencias de ingresos y riqueza que nos divide. Numerosos indicios señalan que una mayor diferencia de ingresos anquilosa la estructura social: la movilidad social es más lenta en sociedades más desiguales; hay menos matrimonios entre diferentes clases sociales; la segregación residencial entre ricos y pobres aumenta; y la cohesión social disminuye. Un aumento de las diferencias materiales logra que la dimensión vertical de la sociedad se convierta en un separador social cada vez más efectivo.

El miedo al otro.

El peaje que se cobra la desigualdad en la inmensa mayoría de la sociedad es una de las limitaciones más importantes en la calidad de vida –en particular en los países desarrollados. Perjudica la calidad de las relaciones sociales esenciales para alcanzar la satisfacción vital y la felicidad. Numerosos estudios han demostrado que la vida comunitaria es más sólida en sociedades más igualitarias; es más probable que la gente se involucre en grupos locales y organizaciones de voluntarios; es más probable que aumente su confianza en los demás; y un estudio reciente ha demostrado que también están más dispuestos a ayudarse mutuamente –a ayudar a los ancianos o discapacitados. Sin embargo, a medida que aumenta la desigualdad, la confianza, la reciprocidad y la implicación en la vida comunitaria se atrofian. En su lugar –como lo han demostrado numerosos estudios– llega un incremento de violencia, que normalmente se mide por la tasa de homicidios. En resumen, la desigualdad hace a las sociedades menos cohesionadas y más antisociales.

Si observamos a algunas de las sociedades más desiguales como Sudáfrica o México, es evidente, a juzgar por el modo en que las casas están atrincheradas con barrotes en ventanas y puertas, y verjas y jardines rodeados de alambradas, que la gente se tiene miedo. Esto lo confirma con contundencia un indicador distinto de exactamente el mismo proceso: diferentes estudios han demostrado que en las sociedades más desiguales, la proporción de mano de obra empleada en lo que se clasifican como “trabajos de vigilancia” –es decir, personal de seguridad, policía, funcionarios de prisiones, etc.– es mayor. En definitiva, ocupaciones que las personas utilizan para protegerse unas de las otras. 

 

El yo y los otros.

A medida que la dimensión vertical de la sociedad adquiere mayor relieve, parece que nos juzguemos más en función del estatus, el dinero y la posición social. La tendencia a juzgar la valía interior de una persona a partir de su riqueza exterior se hace más acusada y, con ella, aumenta nuestra preocupación por cómo nos ven y nos juzgan los demás. Una serie de estudios psicológicos muestran que somos particularmente sensibles a las preocupaciones de este tipo. Un análisis de los resultados de más de 200 estudios muestra que entre los factores estresantes que aumentan más los niveles de hormonas del estrés –como el cortisol– se encuentran las “amenazas a la autoestima o al estatus social por el que los demás pueden juzgarte negativamente”. Este tipo de estresantes son esenciales para determinar los mecanismos causales que empeoran los resultados en las sociedades más desiguales. Por ejemplo, los actos violentos muy a menudo están provocados por la pérdida de prestigio, gente que se siente poco respetada y menospreciada. De forma similar, el estrés prolongado pone en peligro muchos sistemas fisiológicos y sus efectos en la salud se han ligado a un envejecimiento más rápido.

Para comprender las consecuencias de la desigualdad es importante incidir en el modo en que afecta a la salud mental. Un estudio internacional ha demostrado que en las sociedades más desiguales, los niveles de ansiedad a causa del estatus son más altos –no solo entre los pobres, sino en todas las clases económicas, incluido el decil más rico. Vivir en sociedades en las que hay personas que parecen muy importantes y otras que son consideradas casi despreciables hace que aumente nuestra preocupación por cómo nos ven y nos juzgan los demás. Las personas hacen frente a estas preocupaciones de dos modos muy distintos. Pueden sentirse abrumadas a causa de la falta de seguridad, la desconfianza y la baja autoestima, de modo que las reuniones sociales resultan demasiado estresantes y se convierten un suplicio que hay que evitar, y se retraen hasta caer en la depresión. Otra posibilidad, que sigue siendo una respuesta frecuente a las mismas inseguridades, es que inicien un proceso de mejora personal y autobombo al tratar de autoensalzarse a los ojos de los demás. En lugar de ser modestas respecto a sus logros y habilidades, estas personas alardean de ellas mismas, y encuentran el modo de traer a colación en las conversaciones cualquier asunto que les ayude a presentarse como personas competentes y de éxito.

Puesto que el consumismo en parte trata de la apariencia y la competitividad por alcanzar cierto estatus, también se agudiza con la desigualdad. Ciertos estudios muestran que si se vive en una zona con mayor desigualdad, es más probable que gastes dinero en productos que den estatus y en un coche llamativo.

Sin embargo, la verdadera tragedia no se reduce a los costes que suponen tantas medidas de seguridad adicionales o a los costes humanos en relación con el aumento de la violencia. La verdadera tragedia es, tal y como ponen de relieve las investigaciones, que el compromiso social y la calidad de las relaciones sociales, las amistades y la implicación en la vida comunitaria son poderosos factores determinantes tanto de la salud como de la felicidad. La desigualdad socava los cimientos que sustentan la calidad de vida. La inseguridad y competitividad por alcanzar cierto estatus hacen que la vida social sea más estresante: nos preocupamos cada vez más por la apariencia y el modo en que nos juzgan. En lugar de fomentar las relaciones de amistad y reciprocidad que aportan tanto a la salud y a la felicidad, la desigualdad implica que nos apoyemos en adquisiciones narcisistas o bien que nos retiremos de la vida social. Aunque le convenga a los negocios y ventas, no es una base adecuada para aprender a vivir dentro de los límites del planeta.

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Traducción de Paloma Farré.

KATE PICKETT es profesora de Epidemiología en la Universidad de York. RICHARD WILKINSON es investigador especializado en el análisis de los determinantes sociales de la salud. Es profesor visitante honorario en la Universidad de York. Picket y Wilkinson son autores del ensayo The Spirit Level: Why More Equal Societies Almost Always Do Better.

Este artículo se publicó en Social Europe.

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