HOY CUANDO SE COMENTA A NIVEL INTERNACIONAL, SOBRE LA POSIBILIDAD DE
UNA TERCERA GUERRA MUNDIAL, provocada
por la radicalización del joven gobernante de Corea del Norte (Un provocador mundial, según por tener “La Madre de
las Bombas”) y la respuesta de otro señor - nada menos que “provocador profesional” - a todo el mundo, como es el Presidente de
Estados Unidos, quién dice tener “La
Madre de todas las Bombas”, situación de grave provocación e inestabilidad
mundial, y la intervención del “Nuevo
Zar” del capitalismo y la política mundial el señor Putin de Rusia de tener
“El padre de todas las bombas”, coyuntura
política mundial, donde hoy se forjan 2
ORDEN MUNDIAL MULTIPOLAR, - diferentes, separadas, hasta contradictorias -
con la finalidad no solo de salvar la “crisis
final” de la globalización neoliberal, y la presencia en “tablero mundial”
- el escenario global” - de la República de China con el Proyecto Global de “la
Nueva Ruta de la Seda”, que en
realidad es “una nueva alternativa” como salvar la globalización - el comercio
mundial - ante el retiro de los Estados Unidos de todos los Tratados Internacionales,
en especial del TTP y TLC, etc. Y cómo
salvar la grave Poli-crisis que hoy
hunde y destruye a Occidente, en especial a la Unión Europea. En este contexto un poco de HISTORIA UNIVERSAL es muy importante, para conocer - con una buena
lectura - que fue en realidad el TRATADO
DE PAZ DE VERSALLES, que puso fin a la Primera Guerra Mundial? O fue en
realidad un Tratado
de GUERRA, ante la grave humillación política a la cual fue sometida ALEMANIA y
que años después, fueron las condiciones económico-sociales y políticas que
generan el surgimiento del NAZISMO y el
Furher, ADOLFO HITLER.
“El Tratado de
Versalles fue un tratado de PAZ que se firmó en la ciudad de VERSALLES
(Francia) al final de la Primera Guerra Mundial por
más de 50 países. Este tratado terminó oficialmente con el estado de guerra
entre la Alemania del
segundo Reich y los Aliados de la Primera Guerra Mundial Fue
firmado el 28 de junio de 1919 en la Galería de los Espejos del Palacio de Versalles
exactamente cinco años después del atentado de Saravejo en
el que fue asesinado del archiduque Francisco Fernando la causa directa de la Primera Guerra Mundial. A pesar de que el armisticio fue firmado meses antes (11 de noviembre de 1918)
para poner fin a las hostilidades en el campo de batalla, se necesitaron seis meses de negociaciones en la Conferencia de Paz de París para concluir el tratado de paz. El Tratado de
Versalles entró en vigor el 10 de enero de 1920.
NOTA. Alemania, antes de la Primera Guerra Mundial, exigía a las Naciones un "nuevo reparto, económico-comercial" del mundo de ese entonces) ante el "gran desarrollo del capitalismo-imperialista de su país). Inglaterra. Francia y Estados Unidos, prácticamente tenían copado el mercado mundial, en plena era de posicionamiento económico-comercial y político de los países imperialistas. También en el mismo escenario está la crisis y caída del Imperio Zarista y el triunfo de la REVOLUCIÓN SOCIALISTA BOLCHEVIQUE.
Fin de la Gran Guerra y el
Tratado de Versalles.
Los términos impuestos a Alemania incluían
la pérdida de una parte de su territorio para un número de naciones
fronterizas, de todas las colonias en el océano y sobre el continente africano,
y una restricción al tamaño de su ejército. Alemania también pudo que reconocer
la independencia de Austria. El ministro del exterior alemán, Hermann Müller, firmo el Tratado de
Versalles en el 28 de junio del año 1919. El tratado fue ratificado por la Liga
de Naciones (o Sociedad de Naciones) el 10 de enero de 1920. En Alemania el Tratado
de Versalles causo estupor y humillación en la población, o que contribuyo
a la caída de la República de Weimar en el año 1933 y la ascensión del Nazismo
con Adolf Hitler como líder o Führer del III Reich alemán.
De
las muchas disposiciones del tratado, una de las más importantes y
controvertidas estipulaba que las Potencias Centrales (Alemania y sus aliados) aceptasen toda la responsabilidad
moral y material de haber causado la guerra y, bajo los términos de los
artículos 231-248, deberían desarmarse,
realizar importantes concesiones
territoriales a los vencedores y pagar exorbitantes indemnizaciones económicas
a los Estados victoriosos. El
Tratado de Versalles fue socavado tempranamente por acontecimientos
posteriores a partir de 1922 y fue
ampliamente violado en Alemania en los
años treinta con la llegada al poder de Adolf Hitler.
Condiciones del Tratado de
Versalles-
El
Tratado de Versalles también estipulo la creación de la Sociedad de Naciones (o
Liga de Naciones),
por iniciativa del presidente norteamericano Woodrow Wilson y sus famosos
"14 Puntos". La Sociedad de Naciones pretendía arbitrar las disputas
internaciones y por medio de eso evitar futuras guerras. El presidente francés Clemenceau era el más vigoroso en las
represalias contra Alemania, ya que
gran parte de la guerra había transcurrido en suelo francés.
Alemania liquidó el pago de las reparaciones de guerra en 1983, pero
todavía quedaba pendiente el abono de
los intereses generados desde la aprobación del tratado, que ascendían a 125 millones de euros (cambio de 2010).
Dichos intereses no podían ser abonados hasta que Alemania no estuviese reunificada, dándosele para ello 20 años a partir de ese momento. Por aquellos días se creía que nunca iban a
ser abonados, pero, tras procederse a la reunificación del país se fijó el 3 de
octubre de 1990 como fecha de inicio de esos 20 años. Finalmente, Alemania liquidó totalmente las reparaciones de guerra
el 3 de octubre del 2010.
/////
Clemenceau, Wilson y Lloyd en Versalles.
***
SOBRE EL TRATADO DE PAZ DE
VERSALLES.
*****
Soberanía
Digital.
Miércoles
15 de noviembre del 2017.
El
Tratado de Paz de Versalles,
que puso formalmente fin, en el verano de 1919,
a la guerra mundial, inspiró enseguida una serie de profecías. Mencionaremos a
continuación tres de ellas especialmente llamativas. La primera se debe al mariscal Foch:
“Esto no es un tratado
de paz, es un armisticio de veinte años.” La segunda se debe a la emperatriz
Eugenia, una anciana con profunda experiencia histórica, que después de
haber estudiado el Tratado, un libro entero, comentó: “Cada párrafo de esta
Obra anuncia una nueva guerra.” Y la
tercera se debe al historiador francés
Jacques Bainville, monárquico y nacionalista, lo cual en este caso no
quiere decir necesariamente que fuera tonto. En su obra Les conséquences de la
paix, auguró en 1920 que el
Imperio alemán empezaría por anexionarse Austria,
luego Checoslovaquia y, al final,
como había sucedido en otras ocasiones, acabaría por repartirse Polonia con los rusos. Bainville compartía con la viuda de Napoleón III la falta de fe en los
Estados sucesores de la monarquía del Danubio, con el precedente de los Estados
nacionales y puesto que no podían serlo.
¿En
qué situación estaban los alemanes durante ese “armisticio” de veinte años para
enfrentarse a una segunda guerra mundial? No es fácil contestar a esta pregunta. No habían
vivido el horror que trae consigo el enemigo cuando lo tienes en tu propia
casa. Pero tenían que lamentar 1.800.000
caídos, además de 4.000.000 de
heridos. A excepción de los muy ricos, en los últimos dos años y a consecuencia
del bloqueo decretado por los británicos, y desde 1917 también por los norteamericanos, que no permitía a los Estados
neutrales importar de ultramar más que lo que podían demostrar que necesitaban,
los alemanes habían padecido terribles hambres, y a consecuencia de las mismas,
toda clase de graves enfermedades. ¿Era
deseable que se repitiera semejante experiencia? Es de suponer que no. De
hecho, el Tratado de Munich de
septiembre de 1939, que pareció salvar una vez más la paz, fue acogido con igual
júbilo por alemanes y franceses. El único que estaba furioso era Hitler, al que se le había arrebatado,
al menos de momento, la espada de la mano, con el increíble regalo de la “región de los Sudetes”, acción cuyos
efectos no iban a durar sin embargo demasiado. Pero en el primer día de su
campaña militar contra Polonia,
evitó al menos la palabra “guerra”;
sólo “se rechazó el ataque”. Hubo que esperar a la declaración de guerra por
parte británica, que los franceses suscribieron de mala gana, para que se
pusiera de manifiesto la realidad de esta acción.
Pero
el derrocamiento de la monarquía en noviembre de 1918 no había sido una verdadera
revolución, sino simplemente una crisis de nervios, una rendición de la propia
monarquía y de quienes hasta entonces habían estado a su servicio. Los socialdemócratas asumieron, de mala
gana y sin estar preparados para ello, el Gobierno en Berlín. Poquísimas cosas
cambiaron en la sociedad alemana. El espíritu, la tradición de los militares,
en el ejército de cien mil hombres que el Tratado
de Paz permitía, siguió siendo lo que había sido antes. Lo mismo ocurrió
con la Justicia: ni un solo juez fue destituido. Nada cambió en las Universidades. Los profesores siguieron
pensando y comportándose como lo habían hecho anteriormente; el 99 por 100 de
los estudiantes procedían de la clase burguesa media y alta. Ciertamente hubo
“golpes de Estado” entre 1919 y 1923. A los golpistas de izquierda los pasaron
por las armas o, en el mejor de los casos, los condenaron a largas penas de prisión;
los portavoces de la extrema izquierda, como Karl Liebknecht o Rosa Luxemburgo, fueron asesinados por soldados,
sin que sus verdugos fueran procesados. El más interesante de los golpistas de
derechas, Adolfo Hitler, se ganó un
par de años de “arresto”, la forma más inocua de encarcelamiento que existía y
que por otra parte sólo tuvo que cumplir a medias. Más tarde, él mismo se burló
de este tipo de castigo: le habían regalado unos estudios universitarios
privados y gratuitos, que aprovechó para leer algunas cosas y dictar su libro Mein Kampf.
Lo que estaba ocurriendo en el seno
de la mayor parte de la burguesía –y de la nobleza– era lo siguiente: se
pensaba que la guerra de 1914-1918
no se había perdido realmente. El hecho de que el Imperio alemán no hubiera
resultado vencedor era un malentendido de la historia. Y había que corregir
esté malentendido, si no con una segunda guerra, al menos a través de medios de
presión políticos y diplomáticos. El
Tratado de Paz de Versalles no tenía validez moral y, lo que es más
importante, al haber transcurrido algunos años, ya no correspondía a la
auténtica relación de fuerzas. Estados
Unidos, que acabó por inclinar la balanza en un sentido, se había recluido
en su tradicional aislamiento y había perdido todo interés por Europa. Al
enemigo del Este, Rusia, la “Unión
Soviética”, le pareció que tenía ya bastante con sus propios problemas,
cosa que por otra parte favoreció al Imperio alemán, por ejemplo en la medida
en que permitió al Ejército germano hacer prácticas sobre su territorio con
tanques y carros de combate, lo que, según las condiciones del Tratado de Paz,
le estaba prohibido hacer en su propio país. ¿Acaso no estaba permitido actuar de manera ilegítima en una situación
histórica ilegítima?
Fue a finales de los años veinte
cuando los estudiantes de la Universidad
de Munich erigieron en el centro de la ciudad un “monumento a la
exhortación”: un bloque de mármol con la inscripción INVICTIS VICTI VICTURI. “A
los invictos los vencidos, que serán los vencedores”. Cuentan que les ayudó
un profesor de Filología clásica
pues solos no lo habrían conseguido. El sentido: Vosotros, no los muertos,
caísteis invictos. Nosotros somos los vencidos, porque entonces éramos
demasiado jóvenes para poder luchar a vuestro lado. Pero la próxima vez seremos
los vencedores. Ni la ciudad de Munich
ni el Estado libre de Baviera tuvieron nada que objetar contra este
monumento. Después de la “toma de poder”
por parte de Hitler, todo el que pasaba por delante del monumento tenía que
hacer el correspondiente saludo. El que no lo hacía, se revelaba como enemigo
de la patria.
Durante el período de tiempo
comprendido entre 1925 y 1929, dio
la impresión de que se estrechaban las relaciones entre Francia y Alemania, gracias a los ministros de Asuntos Exteriores, Bryant y Streseman: nos referimos al
rapprochement franco-allemand en el que el autor de estas
líneas, entonces en plena juventud, creía fervientemente. Fue la crisis
económica del otoño de 1929, que tuvo unas repercusiones inmediatas debido a la
precariedad de la economía alemana, la que puso fin a este breve sueño. Y ésa
fue la suerte de Adolfo Hitler. Su
partido había obtenido doce escaños en el Parlamento en mayo de 1929; apenas
año y medio más tarde, en septiembre de
1930, obtuvo 107. Fue el paro o el temor al mismo, el miedo ante la amenaza
de la bancarrota, lo que en aquel momento hizo que la clase media se adhiriera
en masa al führer. Tenía razón cuando había acusado al “vergonzoso Diktat de Vesalles”,
a los traidores demócratas del interior, ya fueran judíos o no, de causar la
miseria que ahora existía y que él ya había augurado. ¿A quién le importaba
que la crisis hubiera empezado en un país tan próspero como Estados Unidos y
que allí provocara una miseria igual de profunda que en Alemania? En las nuevas
elecciones, en el verano de 1932, el
número de votantes de Hitler volvió
a multiplicarse por dos, de modo que su fracción pasó a ser, con mucha
diferencia, la más numerosa en el Parlamento
(Reichstag). De momento eso tenía escasa importancia, pues el Reichstag
no tuvo absolutamente ningún poder durante el período comprendido entre los
años 1930 y 1933.
La Firma del Tratado de Paz de Versalles, que realmente fue la firma de un Tratado de Guerra.
***
Los
Gobiernos eran nombrados y cesados por Von Hindenburg, un anciano políticamente nulo,
presidente del Imperio, elegido en 1925 en circunstancias totalmente distintas;
en realidad, no por él directamente, sino por la camarilla, de cuyos consejos
dependían sus decisiones. Esta camarilla no tenía en absoluto propósitos
revolucionarios, ni tampoco “nazis”,
sino ultraconservadores. Pensaban poder servirse de Hitler, al que infravaloraron lamentablemente, para alcanzar sus
propios objetivos. Para colmo, no se soportaban los unos a los otros, así que
uno de ellos, el general Von Schleicher, derrocó al otro, Franz von Papen, para
ser a su vez derrocado, en enero de 1933, por este mismo Von Papen, que
consiguió convencer al inútil de Hindenburg para que nombrara a Hitler
canciller del Imperio, pensando que así él y sus amigos se harían los amos del
Gabinete: “Se equivocan, a Hitler lo
hemos contratado.” En pocas semanas quedó claro quién tenía de verdad las
riendas del poder. Un par de días después de su nombramiento, dispuso que los
generales alemanes se reunieran. Todavía no había nada seguro, explicó, pero lo
más probable era una guerra en el Este con el fin de conquistar un nuevo y
amplio Lebensraum (espacio vital) para la nación alemana, e imponer una
germanización sin miramientos.
Sin embargo: “Ahora se
verá si Francia tiene dirigentes. En caso afirmativo,
se nos echarán encima antes de que hayamos acabado de armarnos.” Estas palabras
ponen de manifiesto cuál era su visión del mundo. Un par de días después habló
ante el Parlamento. Se rumoreaba que el regente de Polonia, Pilsutski, se había trasladado a París para proponer una
guerra preventiva contra Hitler. Había que neutralizar ese peligro, tanto si
era real como si no. Así fue como Hitler
se dirigió al Parlamento, que a partir de aquel momento no sería más que una
asamblea con la única misión de escuchar sus discursos. Precisamente porque él
mismo era nacionalista, también tenía en gran estima al resto de las naciones,
en particular aquellas como la polaca, que, a pesar de todos sus avatares,
había demostrado que merecía vivir… Semejantes teorías se creyeron en Alemania y también en Francia. Creyeron
en él porque les convenía creer en él.
No
cabe la menor duda de que Hitler deseó la guerra desde el primer momento. Ni
austriaco –odiaba a Austria– ni
auténtico alemán, había elegido a Alemania
para poner en práctica sus nefastas ideas. Siendo soldado, entre 1914 y 1918,
hizo sus primeras observaciones. Alemania no tenía objetivos bélicos que
hubiesen podido justificar un sacrificio. Ni hacía propaganda contra sus
enemigos, como sabían hacerlo los británicos, sobre todo para ganarse a Estados Unidos. Alemania tenía un mando
militar eficaz, pero no ocurría lo mismo con el poder político. El kaiser, que debía haber
encarnado a éste, fracasó estrepitosamente. Conclusión: el mando político y el
militar debían ser idénticos. Y sólo él, única y exclusivamente, era digno de
desempeñarlo.
“Antes
fue el kaiser, ahora soy yo.”
No cabe la más mínima duda de que quería la guerra, ahora que era el amo de Alemania. Pero eso no significa que
quisiera precisamente la guerra que obtuvo: de nuevo la gran coalición: Inglaterra, Rusia, Estados Unidos; sólo
Francia quedó fuera de la misma. La Segunda Guerra Mundial, repetición,
continuación y ampliación de la primera, estaba servida. Quería hacerla palmo a
palmo, hasta julio de 1940 abrigó la
esperanza de conseguir atraerse a Inglaterra.
Pocos días antes de la declaración de guerra inglesa en 1939, aún había rogado a los británicos que “garantizaran” su
imperio, cualquiera que fuera o pudiera ser el significado de esto. Dentro del
país, se trataba de hacer que la nación se fuera preparando para su guerra: no quedaba lugar para
quienes se atrevieran a criticar su política, para los pacifistas, los demócratas, los judíos. Todos merecían, si no la
horca, desde luego el campo de concentración; nada de periódicos libres, nada de
literatura contraria al régimen, aunque lo fuera de la forma más sutil. En 1933 todo eso ya era un hecho.
Siendo un oportunista nihilista,
para él sólo existía un enemigo definitivo: la Unión Soviética, Rusia. De allí y sólo de allí era de donde había
que conseguir el Lebensraum que
sus compatriotas necesitaban. La ocasión era propicia, más propicia que en 1914. En efecto, Rusia estaba siendo gobernada por comunistas judíos, y eran por lo
tanto, una fruta madura lista para ser cogida sin necesidad de sacrificios
excesivos. Así lo anticipaba en su primer libro Mein Kampf, y en junio de 1941 seguía creyendo en ello. Con Polonia hubiese estado dispuesto a
llegar a un acuerdo; en cualquier caso, dejó que su ministro de Asuntos
Exteriores negociara con Polonia entre
1938 y 1939, ofreciéndole condiciones que no eran tan malas, sobre todo si
se tenía en cuenta la verdadera relación de fuerzas. Los polacos no aceptaron.
Su Gobierno tenía por aquel entonces puestas grandes esperanzas en una promesa
de ayuda en caso de guerra, reiterada por los británicos desde la primavera de 1939, sin que se pudiera decir cuál iba
a ser la naturaleza de dicha ayuda. Y menuda ayuda, porque los polacos fueron
víctimas: primero, de los alemanes, la víctima más terriblemente hostigada que
hubo en la guerra de Hitler, y luego, también de los rusos. Si hubiesen llegado
a un acuerdo con Hitler, al menos
sólo habrían sido víctimas de los rusos. Si ha existido un tirano que haya
creído en el crímens laese majestatís ha sido, desde luego, Hitler. El hecho de que los polacos se
hubieran atrevido a resistirse se merecía el más terrible de los castigos;
ningún pueblo sufrió tanto durante los seis años que duró la guerra. Al final,
cuando las tropas alemanas tuvieron que abandonar el país, ordenó que no se “dejara piedra sobre piedra” en la
ciudad de Varsovia, que hasta aquel momento había permanecido intacta. Sus
instrucciones se siguieron al pie de la letra. Le encantaba esta expresión de “no dejar piedra sobre piedra”, tan de otras
épocas. En el otoño de 1941 ordenó que
no se dejara piedra sobre piedra en Leningrado y en Moscú.
Cuando en el verano de 1944 las
tropas aliadas se aproximaban a París, tampoco debía quedar piedra sobre piedra
en la capital francesa; en este caso fue el general alemán al mando de la plaza el
que saboteó la orden.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario