“La universalización del uso de fertilizantes químicos a partir de
la fórmula simplificada NPK ha incrementado enormemente la producción de
alimentos en todo el mundo, permitiendo alimentar a miles de millones de
personas con un incremento de la tierra cultivable relativamente modesto.
Sin embargo, el coste social y ambiental de este logro ha sido gigantesco. Más
de la mitad de los productos utilizados terminan disueltos en las aguas del
planeta, generando diversos tipos de contaminación. Uno de los más
conocidos, la eutrofización, es el desarrollo masivo de algas que terminan por
ahogar otras formas de vida, tal como ha ocurrido en los últimos años en el Mar
Menor de Murcia”.
“Pero hay muchos
otros: desde la intoxicación de mujeres embarazadas y bebés que provoca por ejemplo
el llamado “Síndrome del niño azul” (una anomalía en la hemoglobina
que dificulta el transporte de oxígeno, causado por el exceso de nitratos en el
agua) hasta el incremento de emisiones de gases de efecto invernadero. Al bloquear otros micronutrientes,
estos fertilizantes acaban empobreciendo el suelo, que necesita cada vez
más dosis mayores para poder mantener estables los niveles de producción. Una espiral que implica tanto un incremento del coste,
lo que incide en el endeudamiento y concentración propios de la agricultura
industrial, como de la contaminación. Pero la generalización del uso de los
fertilizantes químicos (y en general, del uso de combustibles fósiles) ha
creado además una situación insólita en la historia: que la agricultura pase
a depender de la minería y de otras actividades extractivas, es decir, que
el suministro mundial de alimentos dependa a su vez del suministro de
recursos limitados y desigualmente repartidos. Es,
por tanto, totalmente vulnerable a su escasez y agotamiento”.
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LA
AGRICULTURA MUNDIAL EN LA CUERDA FLOJA DE LOS FERTILIZANTES QUÍMICOS.
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Helios
Escalante.
El
Salto miércoles 5 de febrero del 2020.
LA Historia de la agricultura moderna es, en gran
medida, la historia de la dependencia de los fertilizantes químicos.
La
creciente preocupación por el cambio climático y, en menor medida, por el
agotamiento de los combustibles fósiles, han dirigido el foco del debate
público hacia los impactos y la disponibilidad de los recursos energéticos. Sin
embargo, los problemas de escasez a los que tendrán que hacer frente las
sociedades industriales en las próximas décadas afectan a muchos ámbitos
distintos. Uno de los que destaca por su gravedad, y que sigue estando
relativamente desatendido en el debate público, es el de la producción de
alimentos. Bajo el modelo de agricultura actual, ésta depende de enormes
aportes externos de energía, pero también de otros insumos que se han vuelto
igual de imprescindibles: los fertilizantes químicos. La historia de la
agricultura moderna es, en gran medida, la historia de esta dependencia. Una de
las claves de su innegable éxito es, también, una de las principales causas de
su ruina.
El suelo es una fina capa
formada por la acumulación e interacción de partículas minerales, materia
orgánica y minúsculos seres vivos, que permite el crecimiento de los vegetales.
Si bien tarda cientos o miles de años en formarse, sus nutrientes pueden
agotarse muy rápidamente, y la necesidad de reponerlos ha sido una preocupación
constante, consciente o no, desde el surgimiento de la agricultura. Antes de
que la moderna química del suelo explicara con detalle su funcionamiento, ya
tenían lugar por todo el mundo prácticas que reducían o compensaban la pérdida
de nutrientes: barbecho, rotación de cultivos y, especialmente, la vinculación
entre ganadería y agricultura, que garantizaba la reposición de parte de estos
elementos mediante el estiércol.
El desarrollo capitalista
en el siglo XIX, con sus enormes necesidades de abastecimiento de fibras y
alimentos hacia las ciudades y la industria, aceleró el consumo y la dispersión
de estos nutrientes del suelo más allá de su capacidad de renovación. Marx señaló este fenómeno, indicando que la producción
capitalista, y la concentración urbana generada por ella,
“perturban el metabolismo
entre el hombre y la tierra; es decir, el retorno a la tierra de los elementos
de esta consumidos por el hombre en forma de alimento y de vestido, que
constituye la condición natural eterna sobre la que descansa la fecundidad
permanente del suelo”.
Estas observaciones venían
tras el estudio de la obra del químico alemán Justus von Liebig, que
expuso el carácter fundamental de tres compuestos minerales para el desarrollo
de las plantas: nitrógeno, fósforo y potasio, los cuales constituyen la base de
los modernos fertilizantes químicos (la conocida fórmula NPK).
LA
FÓRMULA NPK Y LA HISTORIA DE LA FRACTURA METABÓLICA GLOBAL
La escala de esta pérdida
de nutrientes llevó a las potencias industriales del momento, principalmente
Inglaterra, a buscar formas de compensarla mediante la importación de abonos
desde distintas partes del mundo. Uno de los más codiciados y valiosos fue el
guano, resultado de la acumulación de excrementos de aves marinas o
murciélagos. Como han explicado distintos autores, como Bellamy Foster y
Brett Clark al desarrollar el concepto de “fractura metabólica”, durante
la segunda mitad del siglo XIX millones de toneladas de este recurso fueron
extraídas en Perú y embarcadas hacia Inglaterra
y Estados Unidos principalmente, pero también a Holanda, Bélgica,
Francia, Suecia, etc.
Gran parte de esta
extracción se llevó a cabo utilizando trabajadores chinos en condiciones de semiesclavitud,
muchos de los cuales morían por las terribles condiciones de trabajo. A la
extracción de guano siguió la de los nitratos. La disputa por el control de los
yacimientos de nitratos de Atacama y de guano de Antofagasta provocó una
guerra entre Chile, por un lado (con el apoyo de Inglaterra) y la
alianza formada por Bolivia y Perú por otro: la llamada “Guerra del
Salitre”, que se extendió entre 1879 y 1884.
La victoria chilena
garantizó a Inglaterra un suministro estable de estos recursos, que sin embargo
entraron a partir de entonces en un declive constante: no solamente se extraían
a un ritmo mucho mayor que el que hubiera permitido su reposición, sino que, en
el caso de los guanos, ésta se veía imposibilitada físicamente: las aves que
originaban esta sustancia con sus deposiciones eran esquilmadas o espantadas
durante el proceso de extracción.
En la década de 1840
John Lawes descubrió
el procedimiento de fabricación de superfosfatos mediante la aplicación
de ácido sulfúrico a rocas fosfatadas: se trataba del primer
fertilizante artificial, que pronto empezó a fabricarse de manera industrial.
Para su desarrollo a la escala vertiginosa que requería la agricultura europea
no bastaba con las reservas europeas de estas rocas, y pronto comenzaron a
explotarse minas de fosfato en Florida, y décadas más tarde en Marruecos
y el Sahara. De hecho, el control de este recurso fue una de las
principales motivaciones del colonialismo francés y español en el norte de África.
Posteriormente la
creación de industrias nacionales de fertilizantes en la URSS y en China llevó
a la explotación de otros yacimientos de estos minerales, ubicados en las zonas
árticas, Kazajistán o Jordania.
En cuanto al potasio, hasta
la generalización del uso de potasa mineral la principal fuente artificial
había sido la ceniza vegetal, utilizada en diversos lugares a lo largo de la
historia. Autores clásicos griegos y romanos, como Virgilio, Estrabón o
Columela, ya se refieren a este uso por parte de los agricultores de su
época. Durante el s. XVIII había un mercado floreciente de cenizas de abedul
provenientes del norte y este de Europa, así como de algas y plantas
costeras ricas en sales en la zona mediterránea. La creciente demanda llevó a
elevadas tasas de deforestación, hasta que en 1861 abrió sus puertas la primera
fábrica de potasa mineral, a partir de la explotación de los recién
descubiertos yacimientos potásicos de Stassfurt. Posteriormente se
fueron explotando otros yacimientos de importancia, como los de Alsacia,
entonces bajo control alemán, o los de Suria, en Cataluña. Actualmente
la mayoría de las reservas mundiales se concentran en Canadá, Bielorrusia,
Rusia, China e Israel.
A principios del siglo XX
el químico alemán Fritz Haber descubrió la forma de extraer nitrógeno
del aire mediante la síntesis del amoniaco. Hasta entonces la única forma en
que este elemento pasaba al suelo era mediante descargas eléctricas de rayos o
mediante la fijación que llevan a cabo diversos microorganismos. El vínculo de
algunos de ellos con las plantas leguminosas (como la soja, el guisante o el
trébol) hace que su cultivo resulte útil para el aporte de este mineral.
Más de la mitad de los productos
utilizados terminan disueltos en las aguas del planeta, generando diversos
tipos de contaminación
Karl Bosch perfeccionó el método de Haber para
la obtención de amoniaco sintético, que se extendió mundialmente tras las
primera Guerra Mundial y pasó a conocerse como “proceso de
Haber-Bosch”. Este procedimiento permitió disponer de una fuente
abundante de fertilizante artificial, pero supuso al mismo tiempo que la
producción de alimentos dependiera absolutamente de los combustibles fósiles,
ya que la materia prima utilizada para proporcionar el hidrógeno necesario en
la reacción es fundamentalmente el gas natural, y en menor medida el petróleo.
Esta dependencia se agudizó dramáticamente tras la Segunda Guerra Mundial
y, especialmente, tras la llamada “Revolución Verde”, el paquete
tecnológico impulsado por Estados Unidos a partir de 1960 que incluía
utilización de semillas híbridas, extensión de la mecanización, uso masivo de
pesticidas (muchos de ellos derivados directamente del petróleo) e irrigación.
Todo ello acompañado del establecimiento de flujos de alimentos cada vez más
globales, absolutamente dependientes de los combustibles fósiles para el
transporte, el envasado y la refrigeración.
El Instituto de Estadísticas
Europeo, Eurostat,
ha publicado las cifras de venta de plaguicidas en los países de la Unión Europea el 2016. . Según
estas cifras, el Estado español se encuentra a la cabeza de todos lo
Estados miembros en la venta y uso de pesticidas. La venta de este tipo de
químicos, según la agencia, también es utilizado como indicador del consumo de
plaguicidas en el sector de la agricultura.
***
LOS CUELLOS DE BOTELLA DE LA VIDA
La universalización del uso
de fertilizantes químicos a partir de la fórmula simplificada NPK ha
incrementado enormemente la producción de alimentos en todo el mundo,
permitiendo alimentar a miles de millones de personas con un incremento de la
tierra cultivable relativamente modesto. Sin embargo, el coste social y
ambiental de este logro ha sido gigantesco. Más de la mitad de los
productos utilizados terminan disueltos en las aguas del planeta, generando
diversos tipos de contaminación. Uno de los más conocidos, la
eutrofización, es el desarrollo masivo de algas que terminan por ahogar otras
formas de vida, tal como ha ocurrido en los últimos años en el Mar Menor de
Murcia.
Pero hay muchos otros:
desde la intoxicación de mujeres embarazadas y bebés que provoca por ejemplo el
llamado “Síndrome del niño azul” (una anomalía en la hemoglobina que
dificulta el transporte de oxígeno, causado por el exceso de nitratos en el
agua) hasta el incremento de emisiones de gases de efecto invernadero.
Al bloquear otros micronutrientes,
estos fertilizantes acaban empobreciendo el suelo, que necesita cada vez
más dosis mayores para poder mantener estables los niveles de producción. Una
espiral que implica tanto un incremento del coste, lo que incide en el
endeudamiento y concentración propios de la agricultura industrial, como de la
contaminación. Pero la generalización del uso de los fertilizantes químicos (y
en general, del uso de combustibles fósiles) ha creado además una situación
insólita en la historia: que la agricultura pase a depender de la minería y de
otras actividades extractivas, es decir, que el suministro mundial de
alimentos dependa a su vez del suministro de recursos limitados y
desigualmente repartidos. Es, por tanto, totalmente vulnerable a su escasez y
agotamiento.
Casi la tercera parte de la energía
del sector agrícola se destina a la fabricación de fertilizantes inorgánicos
En este sentido, el potasio
no tiene perspectivas de limitaciones inmediatas en el abastecimiento. Según
la investigadora Alicia Valero su cénit de extracción, es decir, el momento
a partir del cual el nivel de las reservas empezaría a ser descendente, no se
alcanzaría hasta la década de 2070, siempre que se sigan explotando
nuevos yacimientos. Esto significa además incrementar los impactos ambientales
de este tipo de extracción, así como la contaminación del agua por vertidos o
la acumulación de residuos salinos. Uno de los ejemplos más conocidos de este
problema en nuestra geografía es la montaña de sal del Cogulló, en Sallent
(Barcelona), con 500 metros de altura y una extensión de 50 hectáreas,
formada por toneladas de vertidos procedentes de las minas de potasa.
El destino del
nitrógeno, por su parte, está vinculado al de los combustibles fósiles, no sólo por el suministro de gas
natural necesario como materia prima sino por la cantidad de energía que hace
falta emplear en el mencionado “proceso Haber-Bosch”. En conjunto, casi
la tercera parte de la energía del sector agrícola se destina a la fabricación
de fertilizantes inorgánicos. El pico del gas natural está mucho más
próximo que el del potasio, y se sitúa entre la década en la que
entramos ahora, 2020, y la siguiente. Su disponibilidad para la
fabricación de abonos estará condicionada por la competencia con otros usos,
tales como la producción de electricidad. En los últimos años la demanda para
este objetivo ha venido creciendo de manera importante, acompañada de una
propaganda que lo presenta como una fuente energética “limpia”, o al menos,
“de transición” (ver “La trampa global del gas. Un puente a ninguna parte”).
El macronutriente
inorgánico que más
cerca está del agotamiento es el fósforo, que el escritor Isaac Asimov
denominaba “el cuello de botella de la vida”, por su importancia para el
crecimiento de las plantas. Tal y como Asimov señaló insistentemente, no existe
ningún otro elemento que pueda sustituir su uso. Ya en 1938 el presidente
estadounidense Franklin Roosevelt había subrayado su importancia fundamental en un
mensaje dirigido al Congreso, en el que defendió que la administración de los
depósitos de fosfato debería ser considerada un asunto de interés nacional.
Existe actualmente un
debate científico sobre el momento en que se alcanzará su pico de extracción,
el máximo global de producción a partir del cual sus existencias irán
decreciendo. Algunos autores consideran que este se produjo a finales del
siglo XX, otros que ha tenido lugar en algún momento de esta década. Sea
como sea, la conciencia de que las reservas son cada vez más escasas va ganando
terreno, lo cual no ha implicado ninguna medida sería para reducir su
utilización, que no ha dejado de aumentar en todo el mundo.
Más del 80% de los recursos mundiales
de fosfatos se encuentran en el Sahara Occidental
Tras una breve caída en
2008 por la recesión económica internacional, según la FAO el consumo mundial de fertilizantes
fosfatados pasó de 35 millones de toneladas a 45 millones en 2017. Al
igual que ocurre con otros recursos limitados, la tendencia que se observa ante
sus perspectivas de escasez o agotamiento no es el cuestionamiento de su uso
(lo que implicaría, a su vez, otros cuestionamientos más profundos del modelo
social y económico imperante), sino la ampliación de las fronteras
extractivas, en un intento de apurar todas las reservas posibles.
Una de las zonas de
interés estratégico en este sentido es el norte de África. Más del 80% de los recursos mundiales de fosfatos
se encuentran en el Sahara Occidental, cuya importancia supone uno de
los intereses principales de la ocupación marroquí, al igual que lo fueron para
el colonialismo francés y español en la zona. Cerca de allí, las minas de Argelia
han atraído recientemente el interés de las empresas chinas para su explotación
de forma conjunta con la compañía energética estatal argelina, Sonatrach,
mientras que la producción de Túnez ha entrado ya en declive. En
Siria los yacimientos de fosfatos han jugado, según parece, un papel en el
conflicto que se mantiene desde 2011; de hecho, compañías rusas han
firmado en estos años contratos con el gobierno sirio para su extracción y
procesamiento.
La preocupación por el
suministro de este recurso ha llegado incluso hasta el punto de que se
multipliquen las solicitudes de proyectos para la explotación de yacimientos submarinos en
distintos lugares del planeta, desde Sudáfrica hasta la Baja
California Mexicana. Hasta ahora una gran parte de los permisos de este
tipo han sido rechazados por sus impactos ambientales, incluyendo los que
afectan a los recursos pesqueros, pero a medida que se agudicen las
dificultades de abastecimiento de fosfatos las presiones para permitirlos serán
mayores.
Se trata del equivalente a
la búsqueda de yacimientos “no convencionales” (arenas bituminosas,
fracking, prospecciones submarinas, etc.) en el caso de los combustibles
fósiles, mucho más costosos, contaminantes e ineficientes: una prueba más de
que los recursos baratos y fáciles de extraer son cosa del pasado.
La escasez de los
minerales con los que se fabrican los fertilizantes químicos, especialmente el
fósforo, se añade a
la de una larga lista de recursos no renovables (desde el petróleo hasta el
carbón o el uranio) que marcan un límite físico al mantenimiento de los
actuales modelos de producción, consumo y formas de habitar. Una auténtica
crisis civilizatoria que tiene su origen en la lógica capitalista que empuja al
crecimiento continuo.
Sólo una transformación
completa de la agricultura mundial, que vuelva hacia prácticas agroecológicas
de cierre de los ciclos
de nutrientes a escala local y regional, que sustente la fertilización en
fuentes orgánicas y regenere los suelos, puede esquivar el desastre que
supondría para millones de personas el corte de suministro de fertilizantes
químicos, así como evitar los tremendos impactos de su uso. ¿Es aún posible, en un mundo con centros urbanos cada vez
mayores y una agricultura campesina amenazada?
@HELIOS_EM
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