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“Decía
Karl Polanyi, en un lejano 1943, en su libro “La gran
transformación”, que nos esperaban todo tipo de males si pasábamos del mercado como uno
de los elementos de funcionamiento de la economía,
a una sociedad de mercado en que todo, la naturaleza, el trabajo, las relaciones, se mercantilizaran. Ahora, viendo lo que está pasando en Estados
Unidos y en otros países,
estamos a las puertas de la
mercantilización definitiva de la política.
Podemos tratar de cambiar esta
dinámica. Y esto exige de entrada un giro en las dinámicas digitales para que no sean sólo controladas por los nuevos oligarcas. Una presencia
pública en Internet y en las redes
que garantice accesibilidad y
control público. Para avanzar en mayor capacidad de respuesta, más
alianzas sociales, más protagonismo civil y en nuevas formas de hacer política. Europa
tiene ahora la necesidad de reforzar
su integración y articulación
interior, su soberanía digital,
tratando así de resistir el envite que la nueva
administración Trump-Tech
va a provocar. El dilema central
puede desplazarse al binomio
globalización y democracia, y solo desde
una Europa más articulada y con más compromiso en la defensa de la igualdad y los valores fundamentales de
la democracia se podrá recuperar la confianza de la ciudadanía en la política.
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AL
NUEVO CAPITALISMO LE MOLESTA CADA VEZ MÁS LA DEMOCRACIA.
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Por Joan Subirats Humet | 07/12/2024 | Economía
Fuente. Revista Rebelión sábado 7 de diciembre del 2024.
Hay una desincronización entre política y economía, y ello se
observa en la concentración de decisiones en el ejecutivo, en los bancos
centrales y en las instituciones financieras (que no son precisamente
democráticas)
El nuevo
capitalismo surgido de la combinación entre digitalización,
globalización y financiarización está arramblando con todo lo que se le
pone al paso. La clásica
tensión entre capitalismo y democracia
se reformula con nuevas claves. Al nuevo capitalismo surgido de la fusión entre magnates tech y políticos sin amortiguadores sociales le molesta la
democracia,
sus reglas, sus cortafuegos institucionales, tanta intermediación y tanta monserga
políticamente correcta. La competencia
manda. Y si enfrente está un gigante
como China,
que opera en un escenario mucho más
expeditivo, la solución está clara; menos democracia, más tecnosolucionismo autoritario.
Tradicionalmente, la crítica a la compatibilidad entre la economía competitiva de mercado y el sistema político democrático provenía principalmente desde el lado de la democracia, argumentando que las desigualdades inherentes al funcionamiento del capitalismo contradicen los principios de igualdad y justicia social propios de un sistema democrático. Esta crítica se centraba en la idea de que la concentración de riqueza y poder en manos de una minoría privilegiada, resultado natural del funcionamiento del libre mercado, socava gravemente la igualdad de oportunidades y la capacidad de los ciudadanos para participar de forma equitativa en la vida política. El informe de un liberal como Beveridge hace poco más de 80 años puso las bases de lo que fue el paradigma de la coexistencia entre la economía de mercado y el sistema democrático y su combinación de representatividad y de defensa de la igualdad y la dignidad para todos a través de políticas redistributivas pagadas con los impuestos de los que más tenían.
Lo de
Thatcher y Reagan fue un entremés ligero si lo comparamos con lo
que nos trae la alianza de Trump con Elon
Musk y su imperio Tesla,
Starlink, X y Neuralink, más empresas como Palantir o Anduril y los fervientes defensores de las criptomonedas que nunca lo habían visto tan claro. Para ellos la democracia
y el sistema de intermediación que
incorpora, con sistemas de garantías,
impuestos y regulaciones de todo tipo, es un obstáculo para el funcionamiento
óptimo del libre mercado, del individualismo competitivo (e
innovador, claro). El argumento
clave es que la deliberación y los procesos democráticos, por su naturaleza lenta y compleja, son inadecuados para responder a los retos de un mundo globalizado que exige soluciones
rápidas y eficientes, cuando,
además, hay otros que tiran millas
sin tanta pompa y circunstancia.
El eslogan es que la democracia
frena la innovación y la competitividad.
No tiene nada que ver la velocidad
con que se toman las decisiones en
el ámbito económico, con lo que
acontece en el escenario institucional
de los países democráticos. La desregulación y la financiarización del capitalismo han dado lugar a una enorme concentración de poder económico en manos de una élite global que choca cotidianamente con la regulación que los Estados realizan para preservar
el equilibrio social y ético que fundamenta el sistema democrático. En este contexto, la democracia es percibida obviamente
como un obstáculo para la libre
circulación de capitales y la maximización de los beneficios, lo
que alimenta
la idea de que un sistema más autoritario,
capaz de tomar decisiones rápidas y contundentes, sería más favorable
para el desarrollo económico.
La tensión entre capitalismo
y democracia sigue siendo la misma. Lo que ocurre es que ahora se han invertido los roles. El capitalismo ya no es un obstáculo inevitable para
avanzar en un sistema socialmente
más justo, sino que es la democracia la que está complicando la vida a quiénes quieren mayor eficiencia y dinamismo. Decía
Pedro
Sánchez este fin de semana en Sevilla, en el Congreso del PSOE:
“¿Quién va a defender la democracia, sino los
socialistas? ¿Quién va a defender el trabajo y salario dignos, la vejez digna,
la igualdad, el derecho a la vivienda, la justicia social y el final de los
privilegios?”. Pero no es ya un problema de los
socialistas, es un problema estructural. La financiarización del capitalismo ha aumentado la vulnerabilidad del Estado en los
bancos, los fondos de inversión libre y los grandes inversores. Y ha obligado a los Estados a navegar
en esas aguas e incluso a salvarles los muebles cuando el daño causado es “too big to fail”, como ocurrió en el 2008.
La velocidad,
el volumen, la complejidad y el alcance
de las transacciones financieras en
la globalización superan la capacidad de las instituciones para deliberar
y legislar eficazmente. Hay una desincronización
entre política y economía, y ello se observa en la concentración de decisiones en el ejecutivo, en los bancos centrales y en las instituciones
financieras (que no son precisamente democráticas)
y en la constante sensación de ir a
salto de mata tras los acontecimientos
que no controlas. El capitalismo global
ha ido socavando los marcos sociales y reguladores, y ahora está
en disposición de hacer Nada de ello
es ajeno a la erosión que sufre la confianza en la democracia
en muchos países. La creciente
desigualdad, la percepción de que los intereses
económicos dominan la política y la falta de respuesta efectiva a los problemas sociales generan desafección
y apatía entre la ciudadanía.
Esto abre la puerta al auge de movimientos populistas y autoritarios
que prometen soluciones simples a problemas complejos, casi siempre a expensas de los principios democráticos.
Decía Karl Polanyi, en un lejano 1943, en su libro “La gran transformación”, que nos esperaban todo tipo de males si pasábamos del mercado como uno
de los elementos de funcionamiento de la economía,
a una sociedad de mercado en que todo, la naturaleza, el trabajo, las relaciones, se mercantilizaran. Ahora, viendo lo que está pasando en Estados
Unidos y en otros países,
estamos a las puertas de la
mercantilización definitiva de la política.
Podemos tratar de cambiar esta
dinámica. Y esto exige de entrada un giro en las dinámicas digitales para que no sean sólo controladas por los nuevos oligarcas. Una presencia
pública en Internet y en las redes
que garantice accesibilidad y
control público. Para avanzar en mayor capacidad de respuesta, más
alianzas sociales, más protagonismo civil y en nuevas formas de hacer política. Europa tiene ahora la necesidad de reforzar su integración y articulación interior, su
soberanía digital, tratando así de
resistir el envite que la nueva
administración Trump-Tech
va a provocar. El dilema central
puede desplazarse al binomio
globalización y democracia, y solo desde
una Europa más articulada y con más compromiso en la defensa de la igualdad y los valores fundamentales de
la democracia se podrá recuperar la confianza de la ciudadanía en la política.
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