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“El
representante Henry Thomas Rainey lee en el parlamento un cable de Washington:
“El
pueblo de Panamá, aparentemente por unanimidad, ha resuelto disolver sus lazos
con la República de Colombia retomando su independencia…”. El mismo Rainey
aclara: “No creo que nada de esto sea cierto. El pueblo de Panamá no logró nada
por sí solo… Cuando ocurrió la Revolución,
apenas diez o doce rebeldes sabían de los planes, aparte de los gerentes de la Panamá
Railroad and Steamship Co.”
“Será
necesario esperar hasta 1977 cuando el gobierno de Jimmy Carter firme un acuerdo
según el cual Estados
Unidos devolvería el canal
al país centroamericano el último
día de 1999, tres años antes de que se venza el plazo de alquiler obligatorio. Un año
antes, en un evento en Texas, el ex
gobernador de California y futuro candidato
a la presidencia, Ronald
Reagan, afirmará: “No importa qué dictador carnero esté en el
poder en Panamá. ¡Nosotros lo construimos! ¡Nosotros pagamos por el canal! Es
nuestro y nos vamos a quedar con él”.
Omar
Torrijos será el dictador aludido por Reagan. Torrijos reclamará la soberanía del Canal y morirá, como otros líderes rebeldes del sur, en un accidente aéreo. El imperialismo es una
enfermedad que no solo mata a
quienes lo resisten, sino que tampoco deja vivir a quienes lo llevan
dentro.
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EL
CANAL DE PANAMÁ Y LOS TRATADOS MALTRATADOS.
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Por Jorge Majfud | 26/12/2024 | América Latina y Caribe, EE.UU.
Fuentes Revista
Rebelión. Jueves 26 de diciembre
Fuentes: Rebelión - Imagen: Canal de Panamá
(1914), Foto del Museo del Historia del Canal de Panamá
El 18 de noviembre de 1903 durante el gobierno de Roosevelt (y siguiendo órdenes del presidente
demócrata), se firma en Washington el tratado Hay-Bunau-Varilla, por el cual “Estados Unidos garantiza la libertad de Panamá” a cambio de que Panamá le ceda a Estados Unidos
todos los derechos sobre el canal y las zonas contiguas, libre de cualquier
impuesto.
El
22 de diciembre de 2024,
el presidente electo de Estados Unidos
Donald Trump anunció que le exigirá
a Panamá «que le devuelvan el canal». El imperialismo es una enfermedad que no solo mata a
quienes lo resisten, sino que tampoco deja
vivir a quienes lo llevan dentro.
Washington DC. 22 de enero de 1903 – El secretario de Estado John Hay y el agregado comercial de Colombia en Estados Unidos, Tomás Herrán, firman el tratado que le daría a Estados Unidos el derecho a retomar las construcciones del canal de Panamá que los franceses habían abandonado cuando llevaban casi la mitad de la obra. Por este tratado, Colombia se comprometería a ceder a Estados Unidos y por cien años una franja en su apéndice norte a cambio de diez millones en un solo pago y 250 mil dólares por año. A pocas millas de las costas de Panamá, el buque de guerra Wisconsin permanece varado para dar apoyo moral a las negociaciones.
El
Congreso en Washington
aprueba el tratado de inmediato, pero rebota en Bogotá. Hay dudas sobre las consecuencias sobre la soberanía del país y sobre los beneficios derivados de este acuerdo.
Por si fuese poco, las matemáticas,
que también se practican en aquel país, dicen que al pueblo colombiano le llevaría 120
años recibir la misma compensación
que se le había ofrecido pagar de una sola vez a la New Panamá Canal Company.
El
Congreso colombiano no
es el único obstáculo. El 15 de abril,
el enviado de Estados Unidos Mr.
Arthur Beaupre le envía un telegrama
al Secretario de Estado sobre el ánimo de sospecha creciente en el pueblo colombiano.
“Hay por lo menos un hecho que es
claro”, escribe Mr.
Beaupre. “Si el tratado se pusiera a la libre consideración del pueblo, no
sería aprobado”. Atendiendo a la fuerte opinión pública en contra del tratado Hay-Herrán, el Senado colombiano vota por unanimidad en
contra de su ratificación.
Sin
haber puesto
nunca un pie fuera de su país, el 27 de
agosto Roosevelt escribe tres cartas describiendo a los colombianos como
“ignorantes”, “avaros”, “hombrecitos
despreciables”, “corruptores
idiotas y homicidas”. El desprecio por los pueblos de raza inferior no es nuevo ni
será nunca superado. “Nunca podría
respetar un país lleno de ese tipo de gente”, escribe Roosevelt. “Intentar
relacionarse con Colombia como quien trata con Suiza, Bélgica u
Holanda es simplemente un absurdo”.
Ya
en 1849, a un año de haber terminado la guerra en México y
probablemente informado de los planes de
Francia para un nuevo canal en
Suez, el presidente Zachary Taylor todavía
era de la misma opinión. Ante el
Congreso había insistido en la necesidad de la construcción de un canal, tal vez en Nicaragua, y había advertido que
“una obra de esa envergadura debe ser
realizada bajo la supervisión y protección de todas las naciones para un beneficio
equitativo”.
Ahora,
en plena hegemonía naval
de la raza nórdica en los trópicos, no hay acuerdo y el presidente Theodore Roosevelt no duda: una república de América del Sur no va a
interferir con sus planes. Inmediatamente envía algunos paquetes con dólares
para organizar una revuelta que se llamará Revolución. El problema dura menos que lluvia
de verano. El 18 de noviembre, se
firma en Washington el tratado Hay-Bunau-Varilla, por el cual
“Estados Unidos garantiza la
libertad de Panamá” a cambio de que Panamá le ceda autoridad y todos los derechos a Estados Unidos sobre el canal y las zonas contiguas en
carácter de monopolio y libre de cualquier impuesto. Como es costumbre, los
panameños no son invitados a la firma del nuevo tratado.
El
nuevo tratado establece que los 250 mil dólares anuales ofrecidos antes a Colombia ahora no serían pagados
sino hasta una década después de la apertura del canal. No hay nada como
tener una armada poderosa para hacer
buenos negocios. También viola el anterior Tratado
de Paz y Comercio, conocido como
Tratado Bidlack, firmado por Colombia y Estados Unidos en 1846 por el cual Colombia le garantizaba a Estados Unidos el derecho a transitar por
el istmo a cambio de proteger la
provincia de Panamá de
cualquier revuelta o intento de separación.
Como en Cuba, como en Puerto Rico,
ahora el artículo 136 del tratado de
1903 le asegura a Washington la
potestad de intervenir y resolver lo que mejor le parezca ante cualquier situación inconveniente. Cuando algunos panameños protestan, Roosevelt los amenaza con entregarlos a la justicia de Colombia. La práctica es
vieja: las leyes están hechas por los poderosos para que los débiles las
cumplan. Si un país más débil
viola un acuerdo, el poder imperial
de turno lo invade;
si el país más débil reclama que se
cumplan los tratados firmados, es
invadido para que se firme uno mejor.
A
poco de firmado el nuevo tratado, en el contra lo que varios Congreso
de Estados Unidos se levantan voces congresistas
llaman deshonestidad e imperialismo. El senador Edward Carmak
protesta:
“la idea de una revolución en Panamá es una burda mentira; el único hombre levantado en armas fue nuestro presidente”. El senador George Frisbie Hoar, miembro de la comisión que investiga los crímenes de guerra que quedarán impunes en Filipinas, rechaza las versiones sobre la Revolución en Panamá y agrega: “espero no vivir lo suficiente para ver el día en que los intereses de mi país sean puestos por encima de su honor”.
Claro
que eso del honor tiene arreglo. El presidente echa mano al viejo recurso de “fuimos
atacados primero”. Como hiciera James
Polk para justificar la invasión
de México en 1846 o McKinley para ocupar Cuba en
1898, Roosevelt
inventa una historia sobre ciertas amenazas a la seguridad de ciertos ciudadanos estadounidenses en la zona. Como lo hará Henry Kissinger cuando niegue frente a las cámaras de televisión cualquier
intervención en el golpe militar de
Chile en 1973, Roosevelt asegura ante el Congreso y la opinión
pública que, de todas formas, Washington
no ha tenido ninguna participación en la Revolución en Panamá.
Lo cual no quita que sea una buena idea.
El 6 de diciembre de 1904, Roosevelt
dará su discurso anual ante el Congreso
sobre la necesidad de expandir, una vez más, la Doctrina Monroe de 1823
“para ver a nuestros vecinos
estables, ordenados y prósperos”. De otra forma “será necesaria la intervención de parte de
una nación civilizada… En dicho caso, los Estados Unidos deberán, aunque
no lo quieran, intervenir para solucionar cualquier grave problema ejercitando
el poder de la policía internacional”. Si lo vamos a hacer, que sea todo de
forma legal.
En
1906 Roosevelt visitará las obras en Panamá. Será el primer presidente estadounidense en toda su historia que se atreva a salir
de su país. Las rebeliones son más
bien inocuas porque Washington ha
decretado que los ciudadanos de ese país
no
pueden adquirir armas, lo que
también afecta a la policía panameña
que debe recurrir a los marines cada
vez que las cosas se salen de sus manos.
A bordo del USS Luisiana, el 20 de
noviembre Roosevelt le escribe a su hijo Kermit:
“con admirable energía, hombres y máquinas trabajan juntos; los blancos supervisan las obras y operan las máquinas mientras decenas de miles de negros hacen el trabajo duro donde no vale la pena usar maquinas”. A pesar del trabajo duro de los panameños, por alguna razón es necesario representarlos como haraganes. El periodista Richard Harding Davis, como cualquier periodista razonable y correcto, ya se había hecho eco del sentimiento de la época: “[Panamá] tiene tierras fértiles, hierro y oro, pero ha sido maldecida por Dios con gente haragana y por hombres corruptos que la gobiernan… Esta gente es una amenaza y un insulto para la civilización”.
El
26 de enero de 1909, el comité de Asuntos
Internacionales del Senado de
Estados Unidos, en base a las declaraciones jactanciosas de Roosevelt ante una clase llena de estudiantes en una universidad de California, investigará
“la decisión unilateral de un ex
presidente de tomar Panamá de la República de Colombia sin consultar
al Congreso”. Considerando las insistentes
peticiones de Colombia ante el Tribunal de la Haya, la comisión
interrogará a diferentes protagonistas
de la época. Según estas declaraciones,
el 6 de noviembre de 1903, tres días después de la Revolución de Independencia de Panamá,
el Departamento de Estado le había
enviado un cable al cónsul de Estados Unidos en Colombia informando
que “el pueblo de Panamá, aparentemente por unanimidad, ha resuelto disolver
sus lazos con la República de Colombia…”
El
representante Henry Thomas Rainey lee en el parlamento un cable de Washington:
“El pueblo de Panamá, aparentemente
por unanimidad, ha resuelto disolver sus lazos con la República de
Colombia retomando su independencia…”. El mismo Rainey aclara: “No creo
que nada de esto sea cierto. El pueblo de Panamá no logró nada por sí solo…
Cuando ocurrió la Revolución, apenas diez o doce rebeldes sabían
de los planes, aparte de los gerentes de la Panamá Railroad and Steamship Co.”
Será
necesario esperar hasta 1977 cuando el gobierno de Jimmy
Carter firme un acuerdo según el cual Estados Unidos devolvería el canal al país
centroamericano el último día de 1999, tres años antes de que se venza el plazo de alquiler obligatorio. Un año
antes, en un evento en Texas, el ex
gobernador de California y futuro candidato
a la presidencia, Ronald Reagan, afirmará:
“No importa qué dictador carnero esté en el poder en Panamá. ¡Nosotros lo construimos! ¡Nosotros pagamos por el canal! Es nuestro y nos vamos a quedar con él”.
Los presidentes Carter y Torrijos el día de la entrega definitiva del canal de Panamá.
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Omar
Torrijos será el dictador aludido por Reagan. Torrijos reclamará la soberanía del Canal y morirá, como otros líderes rebeldes del sur, en un accidente aéreo.
El
imperialismo es una enfermedad que no solo mata a quienes
lo resisten, sino que tampoco deja vivir a quienes lo llevan
dentro.
Fragmento
del libro La frontera salvaje: 200 años de fanatismo anglosajón en América
latina, de Jorge Majfud.
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