Las zonas de subhumanidad son zonas de no ser, donde quien no es
verdaderamente humano no
puede reclamar ser tratado como tal, es decir, ser sujeto de derechos humanos.
A lo sumo, es objeto de discursos de derechos humanos por parte de los que
viven en las zonas de humanidad. A éstos
no les pasa por la cabeza que las zonas donde viven no serían lo que son si
no existiesen las zonas donde los “otros” “subviven” y de las que quieren salir
desesperadamente movidos por la escandalosa aspiración a una vida digna. Y no les pasa por la cabeza porque la
historia no les pesa; por el contrario, les confirma que sólo los
emprendedores victoriosos (individuales y colectivos, pasados y presentes)
merecen la humanidad de la que disfrutan. La
filantropía les hace bien, pero no tienen deudas que saldar con nadie.
Sólo que no hay historia de vencedores sin historia de
vencidos y éstos, a menudo, no perdieron por ser humanamente menos dignos, sino
sólo por no saber o poder defenderse de las atrocidades y saqueos a que fueron
sometidos. En la sangre que corre en los
dos extremos de África hay mucha injusticia histórica y muchas historias
entrelazadas. El
colonialismo europeo no terminó con la independencia de muchos de los países de
los que huyen los inmigrantes.
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BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS.
LA EXTRAÑA LEVEDAD DE LA HISTORIA.
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Boaventura de Sousa Santos.
Doctor en Sociología.
Página /12 lunes 18 de mayo del 2015.
Hay gente demasiado pequeña para ser humana. Tal vez
siempre haya sido así, pero desde que la modernidad occidental se expandió por
el mundo gracias al colonialismo y al capitalismo la contradicción entre la
igual dignidad de todos los seres humanos y el trato inhumano dado a algunos
grupos sociales tomó la forma de una fractura abismal. Una fractura por la que
corrió mucha sangre y se destiló mucha hipocresía. Las zonas de subhumanidad
fueron teniendo varias poblaciones (salvajes, indígenas, mujeres, esclavos,
negros) pero nunca fueron clausuradas; por el contrario, se renovaron con
nuevas poblaciones que ahora sustituyen a las antiguas. La zona más reciente es
la de los inmigrantes indocumentados. Por eso, la sangre derramada en el
Mediterráneo viene de muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio. Y no es
casualidad que hoy se vierta tanto en el extremo norte como en el extremo sur
del mismo continente, en Sudáfrica.
Las zonas de subhumanidad son zonas de no ser, donde
quien no es verdaderamente humano no puede reclamar ser tratado como tal, es
decir, ser sujeto de derechos humanos. A lo sumo, es objeto de discursos de
derechos humanos por parte de los que viven en las zonas de humanidad. A éstos
no les pasa por la cabeza que las zonas donde viven no serían lo que son si no
existiesen las zonas donde los “otros” “subviven” y de las que quieren salir
desesperadamente movidos por la escandalosa aspiración a una vida digna. Y no
les pasa por la cabeza porque la historia no les pesa; por el contrario, les confirma
que sólo los emprendedores victoriosos (individuales y colectivos, pasados y
presentes) merecen la humanidad de la que disfrutan. La filantropía les hace
bien, pero no tienen deudas que saldar con nadie.
Sólo que no hay historia de vencedores sin historia de
vencidos y éstos, a menudo, no perdieron por ser humanamente menos dignos, sino
sólo por no saber o poder defenderse de las atrocidades y saqueos a que fueron
sometidos. En la sangre que corre en los dos extremos de África hay mucha
injusticia histórica y muchas historias entrelazadas. El colonialismo europeo
no terminó con la independencia de muchos de los países de los que huyen los
inmigrantes.
Continuó bajo la forma de controles militares y
económicos, de fomento de rivalidades entre grupos étnicos para garantizar el
acceso a las materias primas o para asegurar posiciones en la Guerra Fría.
Muchos de los estados fallidos fueron activamente producidos como fallidos por
los poderes occidentales. El caso más reciente y trágico es Libia. ¿No era Libia
una de las fronteras más seguras al sur de la Unión Europea? ¿Mereció la pena
destruir un país para garantizar más fácil acceso al petróleo y servir a los
intereses geoestratégicos de Israel y Estados Unidos?
Pero la historia del colonialismo europeo es mucho más
compleja de lo que se puede imaginar y sólo esta complejidad puede ayudar a
explicar lo que está sucediendo en Sudáfrica. ¿En qué medida los colonizados
aprendieron con los colonizadores la arrogancia de racismo? Formalmente, un
país independiente, Sudáfrica fue, desde el inicio del siglo XX y hasta 1994,
gobernado por una de las formas más crueles de colonialismo interno, el régimen
del apartheid.
El racismo institucionalizado, mucho más allá de una
relación de poder basada en la inferioridad inherente de los negros, se
convirtió en una forma general de ser y saber (racismo cognitivo) que
insidiosamente se fue liberando de las grandes diferencias del color de la piel
para ejercerse. ¿Es por eso que los negros sudafricanos son considerados el pueblo
más intolerante de África hacia los extranjeros pobres y negros? ¿Acaso ellos,
que se liberaron del apartheid, no se liberaron totalmente del régimen de ser y
saber en el que se basaba? ¿Será que, como es propio de la ideología racista,
un tono más oscuro de piel corresponde a un grado más bajo de humanidad? ¿Es
que la solidaridad de mozambiqueños y zimbabuenses en la lucha contra el
apartheid es una parte de la historia que los sudafricanos no quieren recordar
para no tener que pagar deudas? ¿O acaso los sudafricanos corren el riesgo de ser europeos
fuera de lugar?
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Traducción:
Antoni Aguiló.
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