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El problema es que hablar de
«globalización» en general es poco riguroso. La globalización capitalista,
la única existente, con sus efectos
colaterales contradictorios e irreversibles, ha significado una agresión
sin precedentes contra los recursos materiales e inmateriales de los pueblos
del mundo, como lo demuestra la
contracción modernísima, a veces también peligrosa, hacia formas identitarias o religiosas mucho más
antiguas que el propio capitalismo. Pero es que la globalización capitalista no
es, al contrario que la Ilustración,
una campaña filosófica contra las
supersticiones, los parentescos estrechos y los vínculos tribales, sino un procedimiento de acumulación
económica y de conquista territorial y cultural que reproduce las mismas
diferencias de clase y las mismas asimetrías internacionales (con sus relaciones
de dominio neocolonial).
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Postmodernas del cosmopolitismo y las contraponen al internacionalismo....
Cosmopolitismo e
internacionalismo (25 años de la creación de Askapena).
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Atilio Boron, Santiago Alba Rico |
Sociólogo, filósofo.
GARA Lunes 15 de octubre del 2012.
En
el 25 aniversario de Askapena, que «juega un papel
decisivo en la lucha por Euskal Herria», los autores analizan las ilusiones
post-modernas del cosmopolitismo y las contraponen al internacionalismo, lo
«más natural y propio» de un proyecto liberador, la fusión del derecho de
autodeterminación y el principio de solidaridad internacional.
Una
de las ilusiones postmodernas más peligrosas ha sido la de creer que, tras la
derrota de la Unión Soviética en la Guerra Fría y a favor de la llamada
globalización, era posible por fin la construcción de -según la famosa
propuesta de Kant- «una historia universal en clave cosmopolita». La erosión
irresistible de los estados como vehículos de la acumulación y la gestión
económica, junto a la interdependencia antropológica derivada del uso de las
nuevas tecnologías de la información, nos habría convertido a todos en «ciudadanos del mundo», en livianos «consumidores cosmopolitas» por encima
de las identidades culturales y las fronteras nacionales. Nada menos cierto.
El
problema es que hablar de «globalización»
en general es poco riguroso. La globalización capitalista, la única existente,
con sus efectos colaterales contradictorios e irreversibles, ha significado una
agresión sin precedentes contra los recursos materiales e inmateriales de los
pueblos del mundo, como lo demuestra la contracción modernísima, a veces
también peligrosa, hacia formas identitarias o religiosas mucho más antiguas
que el propio capitalismo. Pero es que la globalización capitalista no es, al
contrario que la Ilustración, una
campaña filosófica contra las supersticiones, los parentescos estrechos y los
vínculos tribales, sino un procedimiento
de acumulación económica y de conquista territorial y cultural que reproduce
las mismas diferencias de clase y las mismas asimetrías internacionales (con
sus relaciones de dominio neocolonial).
Es
inmoralmente absurdo pretender que el «derecho
nacional de autodeterminación» -la conexión entre la historia y el
territorio- habría quedado de hecho suspendido por una «evolución civilizatoria» puramente ilusoria: basta pensar, por
ejemplo, en el papel de Alemania dentro de la UE para comprender que los mercados se limitan a repartir de manera
desigual, sin negarla o superarla, la soberanía nacional. Pero es que además no
puede haber ninguna «evolución civilizatoria»,
ninguna «etapa superior» de la civilización, si deja a sus espaldas cuestiones
de principio sin resolver: no podemos pasar de los estados -suponiendo que ese
fuera el caso- sin dar satisfacción a las demandas nacionales de los pueblos
invadidos, ocupados y/o oprimidos. Es el
Estado de Israel, y no la globalización, el que niega a Palestina su liberación; son los Estados
francés y español, y no la racionalidad cosmopolita, los que niegan a Catalunya y Euskal Herria su independencia.
Se
tiende a creer que lo contrario del cosmopolitismo
es el nacionalismo. Pero no es verdad. El cosmopolitismo no es la
superación de la nación sino el privilegio de las naciones -y las clases- dominantes. Antes
de la crisis, incluso las clases medias españolas podían pasar el fin de semana
en París o Londres, hacer tres viajes exóticos al año, comer hoy sushi japonés
y mañana fajitas mexicanas, y hacerse la ilusión de que el mundo no tenía
confines ni barreras.
Para
eso hacía falta cerrar los ojos a dos realidades de acero: la primera es que la libertad
de desplazamiento de los turistas europeos estaba garantizada por la posesión
de un pasaporte de clase A, y no por la Declaración de DDHH; y que a
los verdaderos «cosmopolitas», ciudadanos
del mundo sin más identidad que la de su condición humana desnuda, se les
retenía o asesinaba en las fronteras -se les retiene y asesina- porque ninguna
nación concreta y soberana los reconoce, los protege o los respalda. La diferencia entre turistas y emigrantes, en efecto, desmiente por completo el
carácter cosmopolita de la globalización.
¿Los israelíes son más cosmopolitas
que los palestinos? No,
lo que pasa es que los israelíes son ciudadanos de un estado que ejerce
suficiente violencia -y saquea suficiente riqueza- como para olvidar que son la
violencia y el robo, y la complicidad
internacional con tales crímenes, los que les permiten viajar alegremente por
el mundo -mientras que los palestinos no
podrían abandonar sus casas sin perderlas para siempre- ¿Son más cosmopolitas los franceses que los senegaleses? No, es que los franceses pertenecen
a una nación tan fuerte y tan injusta que pueden, al mismo tiempo, visitar
sin obstáculos Senegal, antigua colonia, e impedir a los senegaleses
que visiten Francia. Bajo la globalización
capitalista, mecanismo feroz de conquista territorial y de sustracción de
bienes materiales e inmateriales, solo hay jerarquía de clases y jerarquía de
naciones y por lo tanto el objetivo prioritario de cualquier proyecto
emancipatorio de izquierdas debe ser
la autodeterminación individual y colectiva en el marco de la soberanía
nacional.
El cosmopolitismo
es el nombre convenientemente edulcorado del nacionalismo de las clases y las naciones dominantes; el nacionalismo de los pueblos negados
u oprimidos es, por su parte, un imperativo de justicia universal. Aún más: la
autodeterminación de las clases oprimidas -como ocurre en Latinoamérica y el Caribe- adopta
inevitablemente, en el contexto de la globalización capitalista, una dimensión
nacionalista. Las clases populares venezolanas, por ejemplo, no pueden
liberarse de la pobreza y la opresión sin oponerse a los EEUU y sin reivindicar, por tanto, la soberanía de Venezuela y de
la Patria Grande.
Lo contrario del cosmopolitismo es,
en realidad, el internacionalismo. El internacionalismo como principio y como
práctica presupone un doble reconocimiento: el de que no podemos
defendernos de la globalización capitalista sino desde el territorio, definido como
conjunto de bienes materiales e inmateriales que pertenecen a una población;
y el de que no podemos defender el territorio
sin recibir y prestar apoyo a todos aquellos que luchan, en cualquier lugar del
mundo, contra las clases y las naciones dominantes. La solidaridad es mucho más que un impulso moral o un
instrumento pragmático: es una vacuna infalible contra las quimeras del cosmopolitismo
y contra los potenciales fascismos
de las identidades étnicas, ontológicas o raciales. Por eso la izquierda ha
aceptado siempre como lo más natural y lo más propio de su proyecto liberador
la fusión entre el derecho de autodeterminación de los pueblos y el
principio de la solidaridad internacionalista.
En
este sentido, Askapena ha jugado
siempre un papel decisivo en la lucha por la independencia de Euskal
Herria: sus campañas en solidaridad con Cuba, con Nicaragua, con la
revolución bolivariana o con la campaña BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones) en favor de la liberación
de Palestina dan testimonio -a un
precio a veces muy alto- del firme anclaje socialista
del proyecto abertzale. Debe seguir jugando ese papel ahora que, 25 años después de su nacimiento, la fuerza electoral del independentismo vasco, la crisis del Estado español y
el lento pero inexorable desmoronamiento del sistema imperialista, del cual
la crisis europea es uno de sus más dramáticos indicadores, abren nuevas
perspectivas y, por eso mismo, hacen más necesario que nunca mantener el
vínculo orgánico entre transformación
económico-social y liberación nacional.
Después
de todo, como lo demostró el Che Guevara, los
únicos verdaderos cosmopolitas -porque están interesados en todas las luchas
locales- son precisamente los revolucionarios.
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