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Lo que vino después, tras la muerte del
dictador, fue un adoctrinamiento enfrentado. La delegación de las competencias en educación a las comunidades
autónomas supuso, y quizá afortunadamente, que
desde el País Vasco, Cataluña, Galicia, etc., se difundiese la represiva y
adoctrinadora imagen del concepto España, ya por fin, sin censura. Una imagen que, bien es cierto, se había
ganado a pulso un ente que pretendió eliminar las raíces culturales,
idiomáticas, etc., de las naciones expuestas. A pesar de todo, con este sistema educativo, cabe hacerse la pregunta
de si no apareció, desde dentro, una nueva casta, una élite reducida, que
supo leer bien la coyuntura y aprovechar
la oportunidad de continuar con sus privilegios a base de promulgar un
nacionalismo que, una vez con el poder en la educación, además de
explicar los años represivos con los que
ganar votos, olvidase contar, deliberadamente, qué fueron esas naciones, con quiénes tuvieron contacto y qué
provecho sacaron de ello en los siglos precedentes a la modernidad. Es
posible que fuese así, pero no solo en los espacios que reivindicaban la
autodeterminación. Las reformas
educativas surgidas durante el post franquismo no resultaron ser
integradoras en ninguna del resto de comunidades autónomas, donde se seguía proclamando la imagen
arcaica y deformada de España: « una, grande y libre». Con todo ello, el enfrentamiento ideológico
estaba servido.
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De la globalización a los nacionalismos.
“Empecemos
a tener conciencia global de nosotros mismos y de nuestros problemas, que son
los de todos”.
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Kike Gómez.
Rebelión. Jueves 25 de octubre del 2012.
El movimiento antiglobalización o altermundista, allá por la década de 1990, nos mostró la
perversión de los objetivos de las multinacionales, la agresividad de sus
movimientos de comercio a lo largo y ancho del mundo explotando trabajadores,
contaminando mares, ríos y océanos o bombardeando el aíre con químicos
perjudiciales no ya solo para la raza humana, si no para el resto de la
biodiversidad del planeta. Advertencias con las que hizo patente que los
problemas que nos atenazan, a cualquiera de nosotros, dejaron de ser locales.
La antes manida frase de: ante un mundo
tan gigantesco y complicado lo único que puedo haces es procurar el bien a mí
alrededor, dejó de ser válida y eficaz desde entonces.
Nuestro planeta necesita que empecemos a tener
conciencia global de nosotros mismos y de nuestros problemas, que son los de
todos. Tratar de buscar la vía fácil y rápida de replegarnos en nuestro
espacio, no es la dirección que piden los tiempos. Es posible que siempre haya
sido así, pero hoy en día las posibilidades de comunicación y actuación de la
red, nos deja sin excusas para eliminar de nuestra conciencia ese egoísmo.
El estado
español, en lo que se ha dado en llamar como España, surge como tal en la
segunda mitad del siglo XIII a través de el rey Alfonso X el sabio.
Anteriormente existieron el Estado romano, el visigodo y el andalusí [1]. En
este espacio peninsular existe una casuística muy particular para ejemplificar
lo expuesto anteriormente. Los
nacionalismos, que llevan décadas promulgando su auto-determinación,
muestran ese tipo de egoísmo -a pesar de todo comprensible- que olvida que, de
forma indeleble, su pasado como nación ya contiene rasgos inconfundibles y
aprovechables de lo que ellos ven, no sin razón en muchos ejemplos, como un
represor.
La época franquista, sin lugar a dudas, supuso una persecución para
todo aquello que no figurase dentro de sus cánones fascistoides del Estado
Español nacional. Acabó con la diversidad que debía ser enriquecedora de las
comunidades que hoy reivindican su independencia. Pero no solo eso, también
supuso una sacudida en contra de todos los que no pensaban como ellos,
independientemente de haber nacido en Bilbao, Barcelona o Madrid. En esos años
hubo tiempo para que surgiesen agrupaciones, terroristas incluso, que se rebelaron
contra el régimen que coartaba la libertad de pensamiento y, por tanto, de
expresiones culturales, artísticas e intelectuales.
Lo que vino después, tras la muerte del dictador, fue un adoctrinamiento enfrentado. La delegación
de las competencias en educación a las comunidades autónomas supuso, y quizá
afortunadamente, que desde el País Vasco, Cataluña, Galicia, etc.,
se difundiese la represiva y adoctrinadora imagen del concepto España, ya por
fin, sin censura. Una imagen que, bien es cierto, se había ganado a pulso un
ente que pretendió eliminar las raíces culturales, idiomáticas, etc., de las
naciones expuestas. A pesar de todo, con este sistema educativo, cabe hacerse
la pregunta de si no apareció, desde dentro, una nueva casta, una élite reducida,
que supo leer bien la coyuntura y aprovechar la oportunidad de continuar con
sus privilegios a base de promulgar un nacionalismo que, una vez con el poder
en la educación, además de explicar los años represivos con los que ganar
votos, olvidase contar, deliberadamente, qué fueron esas naciones, con quiénes
tuvieron contacto y qué provecho sacaron de ello en los siglos precedentes a la
modernidad. Es posible que fuese así,
pero no solo en los espacios que reivindicaban la autodeterminación. Las
reformas educativas surgidas durante el post franquismo no resultaron ser
integradoras en ninguna del resto de comunidades autónomas, donde se seguía
proclamando la imagen arcaica y deformada de España: « una, grande y libre». Con todo ello, el enfrentamiento
ideológico estaba servido.
Fermentado
durante décadas, parece llegar a su punto álgido en este comienzo del siglo
XXI, aun con visos de ser un tema longevo. Las dos o tres «españas», no
separadas por fronteras sí por ideologías, quedan divididas por su poca capacidad
de raciocinio. Cuando desde pequeños nos dicen qué es lo que debemos pensar,
ese planteamiento se convierte en una creencia. Una creencia que se hace casi
imposible de romper o de borrar si no se apela al sentido común. En los tiempos
de crisis en que vivimos esto aún se hace más difícil, por el hecho de que ese
enfrentamiento se acrecienta al echarnos las culpas unos a otros de todos
nuestros males, sobre todo económicos —otro de los errores modernos es
reducirlo todo a términos o conclusiones económicas.
Cualquier
proceso represivo es reprobable y hay que luchar contra ello; sin duda. Estos
procesos pueden durar años, como ha sucedido en España. Tiempo suficiente para
que el nuevo pensamiento cuaje en la mentalidad de las nuevas generaciones
procurando que lo aprendido desde la cuna forme parte de la historia y vida de
los nuevos individuos de forma inalterable.
En un tiempo
tan largo, por negro que sea, existen cosas aprovechables y otras muchas
deleznables. Una persona inteligente, con sentido común, mirando el pasado con
frialdad y tratando de comprender los hechos, no rechazaría de pleno las
aportaciones positivas, a pesar de que procedan de oscuros pasados. De hecho,
hoy seguimos usando coches Volkswagen —creados por el nazismo en Alemania—, el
castellano en Cataluña o País Vasco —lengua que se supone invasora, incluso
para los propios españoles, ya que desciende del Latín—, e incluso en países de
América Central y del Sur. Un ataque indiscriminado contra el ente opresor es
un ataque descerebrado contra la propia historia, contra el propio individuo.
Esto no es una defensa a las políticas asesinas de Franco. No tiene nada que
ver. En Alemania se prohíben símbolos Nazis, en ex repúblicas soviéticas (como
Polonia) los símbolos comunistas. Cualquier simbología franquista debería
desaparecer, pero no por ello hacer
borrar del mapa las carreteras, aeropuertos o pantanos que se construyeron bajo
su mandato.
Esa batalla ideológica es ridícula en el
interior de un territorio compartido. Ha sido inducida y azuzada desde los ministerios de educación y cultura
de los últimos treinta años. Es lógico, por tanto, que hoy en día cualquier
castellano que vaya a Cataluña se pueda sentir agredido, como los catalanes se
puedan sentir cuando vayan a Madrid. Nuestros gobiernos han obviado recordarnos
–quizá ellos han querido olvidar— que la historia es cambiante, que la historia
está caracterizada por el mestizaje y el aprendizaje mutuo entre «diferentes»,
entre vecinos de un planeta finito. Nuestros ministros de educación nos han
enfrentado, cuando ya, después de 800, o los años que sean, formamos parte de
una misma cultura.
El error
también es nuestro. Tampoco hemos sido capaces de darnos cuenta de que luchamos
contra el mismo enemigo: la ignorancia; y que sus cabecillas son los mismos
para todos. Es normal que hoy catalanes, vascos, canarios o andaluces quieran
pelear por su cuenta apelando a culturas ancestrales y excluyentes que no hacen
más que negar parte de su ser y su cultura —lo quieran o no—.
La
globalización procuró unir el mundo con estrechos lazos que borrasen las
distancias y las diferencias. Crear un mundo homogéneo. Hoy, una vez que la
globalización pierde fuerza, que los ataques contra las democracias se hacen
evidentes y desvergonzados, nosotros, los pueblos, nos volvemos a equivocar y
escondemos la cabeza debajo del ala más cercana, buscando la salida más fácil y
reducimos nuestras fuerzas a la mínima expresión. Los nacionalismos surgen con
fuerza pensando que lo único importante es que yo —mi nación— me salve. Pero
eso ya no vale. No podemos engañarnos. Los problemas de uno, hoy, son los
problemas de todos. El mundo, para salvarse, necesita de unión y mestizaje, de
cooperación y solidaridad entre los pueblos.
En los
últimos meses, en España, se ha producido una criminalización del
funcionariado, sin precedentes, acrecentando su fama de vagos e incompetentes
para que los ataques contra su calidad laboral sean vistos sin recelo por parte
de los trabajadores asalariados, autónomos o parados. Estos últimos tampoco han
salido mejor parados con argumentos parecidos sobre la ayuda de los 400€ que
reciben. También hemos visto cómo la policía se ha sobrepasado en la contención
de las protestas de forma descaradamente brutal, enfrentando a los ciudadanos
que creen que los agentes son salvaguardas del estado y a los que los ven como
una figura represiva. Después, ha surgido el empuje oportunista y demagógico
del nacionalista Artur Mas en Cataluña. ¿Cómo es posible que miles de personas
sigan a una persona por las calles de Barcelona coreando eslóganes a favor del
independentismo y contra las políticas de Rajoy, cuando fue él, Mas, quién las
implantó allí primero?
La única
respuesta es que el capitalismo, nuestros dirigentes —siempre los mismos
erigidos en un clan—, y las empresas y bancos cada vez más ricos, quieren
dividir las fuerzas de su oponente para hacerle olvidar cuál es el camino que
debería seguir para luchar por un mundo más justo, libre y honesto.
Divide et vince —Divide y vencerás—, es la máxima que parecen seguir en España y en el
resto del mundo los malos de esta película que nunca parece tener final.
La
globalización, la crisis económica, el ataque a las democracias exigen una
acción global no excluyente, regida por el sentido común. Lo primero es no fragmentarnos,
no dejar que nos dividan. Reunir fuerzas y empezar a pensar más con nuestra
propia cabeza, con nuestros medios, en lugar de hacerlo a través de los
sistemas de comunicación de masas y adoctrinamiento. Es normal que todos
quieran abandonar un barco que se hunde; tonto el último. Pero, ¿porqué no nos amotinamos todos
juntos contra el patrón inepto que lo gobierna?.
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