Para poder salir del peligroso callejón en el que el sistema
económico capitalista
nos ha metido será fundamental comprender que los problemas de pobreza y
desigualdad existentes hoy en el mundo reposan, al fin y al cabo, sobre una
realidad biofísica relacionada con un desigual reparto de los recursos
proporcionados por los ecosistemas del planeta. Esta injusta situación, a partir de la cual se explican innumerables
conflictos ecológico-distributivos a lo largo y ancho del mundo
(Martínez-Alier, 2005), es fomentada intencionadamente por aquellos núcleos de
poder que se benefician del actual status quo: básicamente las clases capitalistas de las naciones
occidentales cuyas opulentas ganancias se basan en la explotación de
ecosistemas y seres humanos. Así, a
través de lo que David Harvey llamó acumulación por
desposesión (Harvey, 2003), estos selectos grupos
sociales empujan a millones de personas a malvivir dentro de trampas socio-ecológicas de pobreza y
degradación ambiental para poder seguir disfrutando, en sus bunkerizados países de origen, de unos estilos de vida
despilfarradores y desenfrenados que encuentran en el paradigma del crecimiento continuo su
justificación y respaldo.
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EL ROSTRO SOCIO-AMBIENTAL DE LA VIOLENCIA
ESTRUCTURAL DEL CAPITALISMO.
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Mateo
Aguado.
Revista
Iberoamérica Social.
“No hay en la biosfera bienes
ambientales ni espacio ecológico suficiente para satisfacer las necesidades
creadas por la cultura capitalista, excepto si restringimos semejante bienestar
a una pequeña fracción de la humanidad”.
Jorge Riechmann.
Rebelión jueves 3 de diciembre del
2015.
Como ha puesto de manifiesto recientemente el
economista Thomas Piketty a través de su best-seller internacional El
capital en el siglo XXI, los engranajes del libre mercado han tendido a
concentrar durante el último siglo la riqueza mundial en torno a una reducida
fracción de la humanidad, impulsando con ello un incremento de la desigualdad
global como nunca antes se había visto (Piketty, 2014). Este proceso ha
provocado que, a día de hoy, según datos del ranking mundial de millonarios de la
revista Forbes, las 58 personas más ricas del mundo posean una fortuna
equivalente a la riqueza acumulada del 50% más pobre de toda la población
mundial (unos 3.600 millones de personas). Según ha calculado la ONG Oxfam
Intermón, aplicando una tasa de tan sólo el 1,5% a este pequeño
grupo de milmillonarios se podría recaudar una suma de dinero que, debidamente
invertida en atención sanitaria, equivaldría a salvar 22,8 millones de vidas
humanas en los 49 países más pobres del mundo.
Estas escalofriantes cifras nos dan una idea del
perverso modelo civilizatorio bajo el cual vivimos; un modelo codicioso que,
promovido fundamentalmente por los lobbys capitalistas de los
países ricos, ha ejercido una violencia estructural -encubierta
y premeditada- contra buena parte de la humanidad, así como contra los
ecosistemas de cuyo funcionamiento depende, en última instancia, nuestra
supervivencia y bienestar. No sorprende en este sentido que estos dos aspectos
(la degradación antropogénica de los ecosistemas del planeta y el aumento
global de las desigualdades entre ricos y pobres) hayan sido identificados por
diversos trabajos científicos como las dos causas más probables a través de las
cuales podríamos alcanzar el colapso de la civilización humana (Motesharrei et
al., 2014) (lo cual, dicho sea de paso, equivale a señalar directamente al
capitalismo como la principal amenaza para la supervivencia de nuestra
especie).
El relato político de la injusticia desde la noción
de la violencia estructural.
Popularizado por el sociólogo y matemático noruego
Johan Galtung, el término de violencia estructural (o
violencia institucional) se refiere a aquel tipo de violencia que, siendo
infringida de forma difusa e indirecta por las estructuras dominantes de poder,
tiene efectos negativos sobre las oportunidades de supervivencia, bienestar y
libertad de otras personas o grupos sociales (Galtung, 1969). Por lo tanto,
este tipo de violencia, directamente relacionada con la privación de las
necesidades humanas más básicas, no involucra la producción de daños físicos
mediante el empleo directo de la fuerza sino que, más bien, es equivalente a
las nociones de injusticia, desigualdad, iniquidad, pobreza y exclusión social
(La Parra y Tortosa, 2003).
El concepto de violencia estructural introduce de
este modo una carga valorativa clave que empuja el debate sobre la (in)justicia
a la arena semántica del poder, dificultando con ello que las
estructuras vencedoras, responsables de impulsar situaciones de penuria y
dolor, puedan articular mecanismos que permitan su legitimación (La Parra y
Tortosa, 2003). Abordar la insatisfacción de las necesidades humanas a escala
mundial desde el prisma de la violencia estructural tiene así una clara
utilidad política que puede ayudar a construir relatos contra-hegemónicos
orientados a disputar el sentido del poder en una sociedad capitalista cada día
más globalizada y voraz.
Las raíces ecológicas de la desigualdad global.
Para poder salir del peligroso callejón en el que
el sistema económico capitalista nos ha metido será fundamental comprender que
los problemas de pobreza y desigualdad existentes hoy en el mundo reposan, al
fin y al cabo, sobre una realidad biofísica relacionada con un desigual reparto
de los recursos proporcionados por los ecosistemas del planeta. Esta injusta
situación, a partir de la cual se explican innumerables conflictos
ecológico-distributivos a lo largo y ancho del mundo (Martínez-Alier, 2005), es
fomentada intencionadamente por aquellos núcleos de poder que se benefician del
actual status quo: básicamente las clases capitalistas de las
naciones occidentales cuyas opulentas ganancias se basan en la explotación de
ecosistemas y seres humanos. Así, a través de lo que David Harvey llamó acumulación
por desposesión (Harvey, 2003), estos selectos grupos sociales empujan
a millones de personas a malvivir dentro de trampas socio-ecológicas de pobreza
y degradación ambiental para poder seguir disfrutando, en sus bunkerizados países
de origen, de unos estilos de vida despilfarradores y desenfrenados que
encuentran en el paradigma del crecimiento continuo su justificación y respaldo
(González et al., 2007).
Si aceptamos que los recursos de los que dispone
nuestro planeta son finitos y limitados, resulta obvio entender que la
redistribución de la riqueza es la única manera real de avanzar hacia la
justicia; lo cual significa, a su vez, admitir que jamás será posible acabar
con la pobreza en el mundo si paralelamente no se lucha de forma contundente
contra la riqueza excesiva (Herrero, 2014). Reconocer este hecho,
convenientemente ignorado por los países ricos (incluidas sus agencias de
cooperación internacional), convierte el noble propósito de la justicia global
en una cuestión socio-ecológica intrínsecamente ligada al ejercicio de la
política (Aguado y González, 2014).
Como decía Antonio Gramsci, vivir significa
tomar partido. Y tomar partido en pleno siglo XXI significa romper con los
silencios y las indiferencias existentes en el mundo para adoptar compromisos
políticos y estrategias pedagógicas convincentes que nos ayuden a recorrer una auténtica
transición global hacia horizontes civilizatorios de mayor justicia social y
sostenibilidad ecológica; horizontes que, en definitiva, pongan fin a las
diversas formas de abuso y violencia estructural hoy existentes permitiéndonos
a todos vivir una vida buena y digna dentro de los límites biofísicos del
planeta.
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Referencias.
Aguado, M., & González, J. A. (2014). Raíces
socio-ecológicas del fracaso de la cooperación Norte-Sur. En Los
inciertos pasos desde aquí hasta allá: alternativas socioecológicas y
transiciones postcapitalistas (pp. 201-222). Universidad de Granada.
González, J. A., Montes, C., & Santos, I.
(2007). Capital natural y desarrollo: por una base ecológica en el análisis de
las relaciones Norte-Sur. Papeles de relaciones eco-sociales y cambio
global,100, 63-77.
Harvey,
D. (2003). The new imperialism.
Oxford University Press.
Herrero, Y. (2014). Vivir y trabajar en un mundo
justo y sostenible. El Ecologista, (80), 21-23.
La Parra, D. & Tortosa, J. M. (2003). Violencia
estructural: una ilustración del concepto. Documentación social, 131,
57-72.
Martínez-Alier, J. (2005). El ecologismo de
los pobres. Conflictos ambientales y lenguajes de valoración. Barcelona:
Icaria.
Piketty, T. (2014). El capital en el siglo
XXI. Fondo de Cultura Económica.
Para citar este artículo: Aguado,
M. (2015). El rostro socio-ambiental de la violencia estructural del
capitalismo. Iberoamérica Social: revista-red de estudios sociales.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso
del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando
su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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