ALLENDE EL CAMBIO Y LA CODICIA.- Página/12 11 de setiembre del
2013.- Martín Granovsky.-
La
reunión fue en Washington. Se realizó cuando el ataque de los Estados Unidos al
gobierno de Salvador Allende
estaba por conseguir el jaque mate. Por los Estados Unidos participaron siete
funcionarios del Departamento de Estado, con su jefe William Rogers al frente.
Por Chile otros siete. Encabezaba la delegación chilena el entonces embajador
en Washington, el socialista Orlando Letelier, que terminaría como ministro de
Defensa de Allende y en 1973 sufriría prisión y tortura antes de que una
campaña internacional obtuviese su liberación y le permitiese viajar al
exterior. También participó un joven diputado de la Unidad Popular, Luis Maira.
El encuentro fue áspero y duro. Por si alguno tenía dudas, al final de dos días
de discusiones bilaterales, Rogers y Kissinger mantuvieron una reunión a solas
con Letelier. Como consejero de Seguridad Nacional, el cargo desde donde
Washington articula la política exterior y la de inteligencia de la presidencia, Kissinger no tenía
obligación funcional de encontrarse con los chilenos. Pero quiso hacerlo.
Rogers
se quejó del trato de Allende a las
empresas norteamericanas nacionalizadas. Y luego de Rogers, Kissinger habló sin vueltas:
“América latina es una región de casi ninguna
importancia... Chile no tiene ningún valor estratégico. Nosotros podemos
recibir cobre de Perú, Zambia, Canadá. Ustedes no tienen nada que sea decisivo.
Pero si hacen ese proyecto de camino al socialismo del que habla Allende, vamos
a tener problemas serios en Francia e Italia, donde hay socialistas y comunistas
divididos, que con este ejemplo podrían unirse. Y eso afecta sustancialmente el
interés de Estados Unidos. No vamos a permitir que tengan éxito. Tengan eso en
cuenta”.
Maira, que fue embajador del gobierno de la
Concertación en la Argentina,
suele contar el episodio para ilustrar hasta qué punto la situación chilena era
clave para Washington en el tablero mundial de la Guerra Fría. Y también cuenta Maira
que pocos meses después de esa reunión en Washington, él y otros sobrevivientes
del golpe de Augusto Pinochet terminaron en el exilio. (Refugiado primero en
Caracas y después en los Estados Unidos, Letelier fue asesinado por un comando
pinochetista en Washington el 21 de septiembre de 1976.)
Un día, cenando en Buenos Aires con Ricardo Lagos y
un grupo de argentinos, narró Maira:
“Cuando llegamos a México nos dimos cuenta de que
nos había derrocado una potencia a la que no conocíamos bien por dentro. En
1974 fundamos el Centro de Investigación y Docencia Económicas, el CIDE. Y nos
pusimos a estudiar todo. Todo. Desde la Constitución de los Estados Unidos
hasta su historia. Desde sus mecanismos de decisión hasta el papel del
Congreso. No podíamos seguir ignorando en detalle una realidad tan decisiva”.
No solo los exiliados chilenos se hicieron cargo de analizar en profundidad qué
había ocurrido en Chile y por qué. También
la izquierda europea buscó entender el mensaje enviado por Washington sobre
todo a Italia, donde el Partido
Comunista había crecido hasta ser el más grande de Occidente y ya
representaba a uno de cada tres votantes.
Enrico Berlinguer era el secretario general del PCI. En 1980,
diez años después del triunfo de la Unidad Popular y siete años después del
golpe, Berlinguer analizó el papel
obligatoriamente bivalente de Allende. Primer papel: el Compañero Presidente
debía ser “el supremo aval de la
legalidad vigente”. Segundo papel: estaba obligado a convertirse en “el líder
del movimiento popular para su profunda renovación”.
Según Berlinguer, esa contradicción que el propio Allende
encarnaba en sí mismo
“podía resolverse en la medida en que la Unidad Popular hubiese logrado mantener
aislado al ‘enemigo principal’, por un lado, y por el otro fundir en la
sociedad la alianza entre las masas inorgánicas, el proletariado y las capas
medias, además de mantener en el Parlamento un entendimiento mínimo entre las
fuerzas que habían elegido a Salvador
Allende”. De ese modo, “la realización del programa habría dado origen al
nacimiento de una mayoría social –antes que electoral–, o sea la formación de un
bloque histórico que, en su proceso de desarrollo, fundaría la nueva legalidad,
la nueva democracia chilena”.
Para Berlinguer, un gran mérito de Allende es que “murió
ejerciendo su papel de magistrado supremo de una legalidad pisoteada por
traidores, por fascistas”, y su ejemplo significó lo contrario de lo que el
dirigente italiano llama “grandes cinismos”.
Y otra virtud del gobierno de la Unidad Popular que
señalaba el secretario del PCI fue
“haber
abstraído por primera vez la noción de ‘justo provecho’ del contexto
ético-religioso medieval, precapitalístico, en que nació, para instalarlo como
principio jurídico internacional: con la ley de nacionalización del cobre
chileno, que fija en el 12 por ciento anual los márgenes de provecho reconocido
a las compañías que habían explotado las minas, sustrayendo de la indemnización
debida a raíz de la nacionalización lo que ellas habían percibido más allá de
ese plafond”. Leída desde hoy, parece una crítica a la agresión contra la
humanidad por parte de un sistema financiero hipertrofiado.
El
mundo es otro, pero dos desafíos parecen vigentes a cuarenta años del golpe en Chile y el suicidio de Allende, el 11 de
septiembre de 1973: cómo lograr una gobernabilidad que permita cambiar las cosas
y cómo colocar un límite a la codicia desenfrenada.
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CHILE: EL LEGADO DE SALVADOR ALLENDE.
GOBIERNO DE UNIDAD POPULAR.
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Editorial de “Punto Final”.
Rebelión lunes 11 de setiembre del 2017.
Derrocado el 11 de septiembre de 1973 mediante un
cruento golpe militar que ni su gobierno ni los partidos populares estaban en
condiciones de enfrentar, Salvador
Allende entró en la historia, sin embargo, con el talante de un líder
victorioso. Su legado político y moral
entrega enseñanzas valiosas para los revolucionarios de hoy. En primer lugar,
su consecuencia política y su coraje personal, que le hicieron empuñar un fusil
para resistir en La Moneda junto a un puñado de valientes. En sus propias
palabras: pagaba con su vida la lealtad
del pueblo. Su inmolación fue un acto consciente de rebeldía para no
humillarse ante la traición y felonía de los generales y almirantes. En otras
circunstancias seguramente habría encabezado la resistencia de un pueblo armado
y de unidades militares constitucionalistas. Lo único que no pasó por la mente
de Allende en el palacio en llamas
fue rendirse y negociar las condiciones de un exilio honorable. Sus últimos mensajes por radio y su decisión
final, lo cubrieron de gloria y a la vez sepultaron en el oprobio a los
golpistas cuya ruindad moral confirmaron sus crímenes y el enriquecimiento
ilícito de los terribles años que siguieron.
No solo fue su valor y consecuencia. Salvador Allende dejó también numerosas
otras enseñanzas. Por ejemplo su
incansable perseverancia para forjar la unidad de los sectores populares
entendida como factor esencial de un proceso revolucionario. También durante muchos años Allende planteó
la nacionalización del cobre como un tema vinculado al ejercicio efectivo
de la soberanía nacional. Esa reivindicación estaba lejos del debate político
cotidiano cuando Allende la levantó
como bandera de lucha. Durante largo tiempo la suya fue una voz en el desierto.
Allende
rehusó ocultar sus ideas o mimetizarse en el centro político que permite
todo tipo de transacciones. Los
revolucionarios de hoy deben estudiar su trayectoria política y las
coaliciones político-sociales que encabezó hasta llegar a La Moneda con la Unidad Popular.
Su victoria en1970 fue estrecha y tuvo
que someterse al veredicto del Congreso Pleno. La Democracia Cristiana lo apoyó a cambio de un Estatuto de
Garantías Democráticas que el presidente Allende
respetó escrupulosamente. Sin embargo, ese Estatuto se convirtió en un cepo que
impidió el libre desarrollo de las capacidades revolucionarias del pueblo. Esas
limitaciones motivaron las contradicciones que surgieron entre los partidos de la Unidad Popular. Obligó a
utilizar los “resquicios legales” para impulsar diversas iniciativas. A la vez
tomó fuerza una corriente independiente y crítica desde la Izquierda que
impulsó el poder popular de los pobres del campo y la ciudad bajo la consigna “avanzar sin transar”.
Allende
había declarado sin ambages que el objetivo de su gobierno era un socialismo adecuado a las
características socio-políticas y culturales del país.
La “vía chilena hacia el socialismo” fue explicitada en su primer mensaje al Congreso
Pleno el 21 de mayo de 1971. La nacionalización de la gran minería del cobre y
la Reforma Agraria, la estatización de la banca y la intervención de diversas
industrias, confirmaron que se había iniciado un proceso revolucionario inédito
que atrajo la atención del mundo y despertó una ola de simpatía en América
Latina. En efecto, era el primer intento en la historia de construir el
socialismo por una vía pacífica y con absoluto respeto a una Constitución
burguesa.
No obstante, la conspiración golpista se había
iniciado incluso antes que Allende
asumiera el mando. La oligarquía
pidió la intervención norteamericana y el presidente Richard Nixon ordenó a la CIA y
al Pentágono “hacer chillar” la economía y crear las condiciones para
el derrocamiento de Allende.
La fuga de capitales, el bloqueo del crédito internacional, el mercado
negro, la especulación, la escasez y la inflación se dispararon. Los camioneros paralizaron durante dos
meses el transporte de alimentos y demás artículos de primera necesidad. Los mineros de El Teniente se
declararon en huelga y marcharon a Santiago. Embarques de cobre fueron
embargados en Hamburgo y otros puertos. Las
mujeres de la burguesía salieron a las calles a tocar cacerolas. Los medios
de desinformación internacionales y nacionales -que gozaban de absoluta
libertad, incluso para insultar y calumniar al mandatario- desataron la guerra
sicológica. Acusaban a Allende de
pretender instaurar la “dictadura del
proletariado” y convertir a Chile en una segunda Cuba. Comenzaron los
sabotajes a la electricidad y las comunicaciones por bandas terroristas de extrema derecha
asesoradas por oficiales de las FF.AA.
En octubre
de 1972, por iniciativa democratacristiana, el Congreso aprobó la Ley de Control de Armas. Su propósito
era eliminar toda capacidad del pueblo para enfrentar el golpe de Estado que
estaba en marcha. Allende y sus
ministros socialistas José Tohá (Defensa) y Jaime Suárez (Interior), se vieron obligados a promulgar una ley
que facultaba a las FF.AA. para
efectuar allanamientos y detener militantes de Izquierda acusados de poseer o
fabricar armas caseras y explosivos. La
oposición -derecha y Democracia Cristiana- controlaba el Congreso Nacional.
En julio de 1972 formaron la Code
(Confederación de la Democracia) con la intención confesa de derrocar al
presidente mediante un golpe parlamentario. Para eso necesitaban alcanzar los
dos tercios de la Cámara de Diputados en las elecciones de marzo de 1973. No lo lograron, porque la Unidad Popular sacó fuerzas de
flaquezas y consiguió el 43,4% de
los votos. El fracaso del golpe por vía parlamentaria despejó el camino al
golpe militar.
(Hasta aquí
a los lectores debe parecerles que estamos relatando lo que sucede en Venezuela. En efecto, ese plan
desestabilizador es casi idéntico al que Washington implementó en Chile. La
diferencia más notable consiste en que en Venezuela
existe la alianza pueblo-fuerzas armadas, legado político del presidente Hugo Chávez que el imperio no ha
conseguido romper).
Repasar nuestra historia, y en particular la
experiencia de la Unidad Popular, es
indispensable en cualquier futuro proyecto de cambios democráticos con justicia
social. Allende supo fijar un norte
al proceso de acumulación de fuerzas sociales y políticas. La nacionalización del cobre fue el eje movilizador del programa
ante el cual hasta la derecha tuvo que ceder en el Congreso. La contrarrevolución deshizo ésa y
otras conquistas que es necesario retomar para asegurar un proceso
revolucionario. La nacionalización del
cobre (y del litio) fortalecería
la soberanía nacional y entregaría enormes recursos al Estado. Hay numerosas
otras reivindicaciones capaces de convocar fuerzas sociales. Por ejemplo el fin de las AFP y el derecho a salud y
educación de calidad; el reconocimiento de la autonomía del pueblo mapuche; el freno al daño al medioambiente de las empresas forestales,
eléctricas, mineras y frutícolas; limitar las ganancias desorbitadas de
bancos e Isapres; estatizar el
transporte público…
Ninguno de esos objetivos es posible sin acometer
un proceso ideológico que permita
liberar las conciencias sometidas a la dictadura cultural e ideológica del neoliberalismo. La batalla de las ideas está en
primer lugar porque es allí donde la Izquierda sufrió su peor derrota.
El camino para superar este sistema inhumano y depredador pasa por una Asamblea Constituyente que proponga al
pueblo la Constitución Política que permita -por fin- contar con la institucionalidad
de una república democrática y participativa. La convocatoria a la Constituyente abriría el espacio para
conquistar a las fuerzas armadas y contar con su participación en un programa
democratizador y patriótico.
Avanzando en esta dirección, con la Asamblea Constituyente como llave maestra
del cambio, se recogería lo fundamental de la lección que nos dejó el
presidente heroico.
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Editorial de “Punto Final”, edición Nº 883,
septiembre 2017.
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