DECLARACIÓN DE LAS NACIONES
UNIDAS SOBRE LOS DERECHOS DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS.- La Declaración de las Naciones
Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas fue adoptada en Nueva York el 13 de setiembre del 2007 durante la Sesión 61 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Esta declaración
tiene como predecesoras a la Convención 169 de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y a la Convención 107.
CARÁCTER.- Aunque una declaración de la Asamblea General no es un instrumento
coercitivo del derecho internacional , sí representa el desarrollo internacional de las Normas Jurídicas y refleja el
compromiso de la Organización de Naciones Unidas y de los Estados miembros. Para la ONU es un marco importante para el tratamiento de los Pueblos Indígenas del mundo y será, indudablemente, una
herramienta crucial en pro de la eliminación de las violaciones de los derechos humanos cometidas contra 370 millones de indígenas en todo el
mundo y para apoyarlos en su lucha contra la discriminación.
CONTENIDO.- La Declaración precisa los derechos colectivos e
individuales los de los pueblos indígenas, especialmente sus derechos a sus tierras, bienes, recursos vitales,
territorios y recursos, a su cultura , identidad y lengua, al
empleo, la salud, la educación y a
determinar libremente su condición política y su desarrollo económico. Enfatiza en el derecho de los pueblos
originarios a mantener y fortalecer sus propias instituciones, culturas y
tradiciones, y a perseguir libremente su desarrollo de acuerdo con sus
propias necesidades y aspiraciones; prohíbe
la discriminación contra los indígenas y promueve su plena y efectiva
participación en todos los asuntos que les conciernen y su derecho a mantener su
diversidad y a propender por su propia visión económica y social.
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REINVENTANDO LAS IDENTIDADES: HISTORIA,
POLÍTICA Y COMUNIDAD.
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Jimmy Muelles.
Rebelión martes 26 de setiembre del 2017.
Dicen que la historia la escriben los vencedores,
aun así, eso no tiene demasiada importancia porque en tiempos de
sobreabundancia de datos y cuando existen universidades para todo tipo de
corrientes de pensamiento, sean conservadoras o revolucionarias, en una época
en la que hay gurús de todas las escuelas apadrinados por la academia y
cualquier espacio de reflexión crítico es asimilado, becado y promocionado por
el sistema, el mercado oferta relatos históricos a la medida ideológica del
consumidor, para que éste no desbarate una parte de su identidad predeterminada
y pueda seguir con su vida normal, de producción y consumo. Porque es cómodo no
tener que enfrentar los errores, sea en el plano histórico o en el
personal.
Un relato histórico es un discurso ideológico
vertebrado con hechos del pasado. Pero ocurre que en muchas ocasiones esos
hechos son discutidos por académicos y gente entrada en
materia que, de pronto, sacan de la chistera una nueva evidencia que hace
suponer que, en efecto, la virgen María pudo ser fecundada por un
tercero. Y entonces, ¿al derrumbarse el mundo de ese hombre pío que basaba su
vida en un dogma, la consigna “amaos los unos a los otros”, por ejemplo,
debería carecer de sentido para él?
En ningún caso, la historia es la razón para
realizar los proyectos políticos y sociales que consideramos justos o
necesarios, sino que éstos han de justificarse por sí solos. Es decir, si la
idea es buena (ej. gestión comunal de la tierra), no necesita ningún soporte
histórico para realizarse (ej. patrimonio cultural indígena), máxime cuando en
la actualidad, su realización responde a las relaciones de poder que se dan
dentro de las instituciones (ej. Declaración de las Naciones Unidas sobre los
derechos de los pueblos indígenas) y es traducido en derecho positivo por los
Estados. Del mismo modo, la opresión que un pueblo ha sufrido en el pasado no
le otorga derecho histórico alguno para resarcirse oprimiendo a otros pueblos
(véase el Estado de Israel: el holocausto no puede ser una coartada de tipo
moral para justificar una política exterior genocida).
Una cosa es hacer memoria, trabajar para que la
realidad pasada se recuerde e intentar comprender el proceso y las causas que
explican el presente, etc., y otra bien distinta es articular un discurso
político basado en un registro de hechos específico, mitificar la historia y
caer en un reduccionismo semejante a lo que Vladimir Propp denomina morfología
del cuento, relativizando los hechos que no encajan bien en la fábula en la que
basamos nuestra ideología de modo que, al mismo tiempo, ensalzamos aquéllos que
nos hacen peculiares como grupo, todo ello con objeto de monopolizar un
sentimiento, así como acaparar el testigo de una lucha que uno no ha librado:
cuando alguien se identifica emocionalmente con una historia, con unos
símbolos, incluso con las víctimas, cuando adopta todos estos elementos como
parte de su identidad, corre el riesgo de desatender el debate racional y
argumentado por el cual unas ideas se imponen a otras. Sólo en ese encuentro
dialéctico puede germinar la semilla de la transformación social.
La búsqueda desesperada de referentes históricos
por parte de la izquierda, con el propósito de construir un sujeto colectivo
que legitime la acción política, sólo da cuenta de la fragmentación social
característica de la época posmoderna y de la inexistencia de una comunidad
real y cohesionada. Es un síntoma de la incapacidad de cualquier movimiento
social para generar adhesiones a un proyecto sólido que sea capaz de
transformar profundamente el orden establecido. La tarea central de la
izquierda, no es pues la creación de filiaciones emocionales que graviten en
torno a una identidad particular, sino la defensa argumentada e integrativa de
las ideas de igualdad social y libertad política radical que la caracterizan.
En nuestra sociedad atomizada, los espacios
comunitarios que se conformaban en torno al trabajo (sindicato, barrio, etc.),
y que constituían en la práctica una extensión de la familia donde la solidaridad
social era algo común, han sido prácticamente desmantelados. Tanto es así, que
el sujeto experimenta una sensación de vacío y aislamiento frente a una nueva
sociedad que ofrece inserción individual, siempre y cuando se acaten las
condiciones de exclusión que ella misma impone. Ante ese vacío, uno se recrea
en su dimensión subjetiva e identitaria, buscando desesperadamente la
pertenencia a un grupo como fin en sí mismo, como un factor que le defina y
proteja frente al mundo y frente a sí, como una prótesis de identidad (que es
ya una prótesis otra).
Los partidos y demás organizaciones políticas,
conscientes de la necesidad constante de reidentificación por parte de los
proletarios desclasados, practican una estrategia de mercadotecnia emocional
(como hacen los publicistas): apelan a la identificación sensible de la gente
con el fin de generar adhesiones efímeras que les permitan hacerse con el
poder. Así surgen las denominadas comunidades de carnaval: comunidades no dadas
al debate con voluntad de conclusión y que participan en espectáculos
contestatarios, dispersando la energía del conflicto con catarsis ceremoniales
(manifestaciones, urnas, procesos, protestas simbólicas, etc.) que sirven para
canalizar la tensión acumulada en la vida rutinaria, pero que abortan a las
comunidades con voluntad de enfrentamiento real.
Una característica de la identidad en los espacios
comunitarios tradicionales es su no opcionalidad, no tiene un carácter
voluntario, la pertenencia social es obligada y preexiste al individuo. Paradójicamente,
la libertad de elegir de la gente para adherirse a tal o a cual colectivo según
sus preferencias particulares, ha traído consigo la incapacidad de sacar
adelante un proyecto colectivo emancipador. Quizá sea porque esos nuevos
espacios deseables son articulados por intelectuales, su configuración queda en
manos de expertos con influencia en universidades y demás instituciones, y son
vistos por el pueblo con desconfianza. Es decir, la afiliación es libre pero su
vertebración viene dada desde arriba, no es el fruto de la producción popular.
El sujeto político basado en la particularidad,
resultado de las políticas de la identidad que impregnaron los movimientos
sociales de los años sesenta del pasado siglo, y que ponen de relieve las
categorías sociales de diversa índole que nos atraviesan, son una construcción
universitaria, ideada por profesionales académicos de extracción burguesa (en
un evidente paralelismo con los nacionalistas del siglo XIX que se disfrazaban
con motivos folclóricos para acudir a la aldea a soltar el discurso
chapurreando la lengua vernácula, y eran expulsados a pedradas). Si bien la
aportación crítica de estas políticas a la (que era) ideología dominante
resulta imprescindible, el artefacto de ingeniería política creado ha acabado
por integrarse en el mapa ideológico tradicional, no ha sabido liberar al
individuo de los conceptos psicosociales que lo convierten en sujeto de
opresión, sino que ha reforzado este papel. En lugar de romper el tablero, sólo
ha movido ficha. Ha pintado los barrotes en la cárcel del pensamiento que
constituye la identidad.
Si llevamos las políticas de la identidad hasta sus
últimas consecuencias, dada la multiplicidad de categorías sociales que
determinan la existencia de los individuos, y precisamente porque en esencia es
una ideología que se construye en contraposición al otro,
no nos queda más remedio que asumir que el único sujeto político posible es el
propio individuo. En esas circunstancias ideológicas se genera un entorno
cómodo para éste, y aún oprimido, desatiende la necesidad de encontrarse con
el otro, puede dejar de hacerse preguntas relativas a la urgencia
de lo común y al sentido de su existencia. Entonces la historia, esa historia real y material que
construimos y cuya transformación requiere de nuestra libertad absoluta, deja
de tener trascendencia.
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