JUICIO A LOS JUECES.- La justicia aparece como una herramienta
política usada contra liderazgos populares en América Latina.
Cuando no se trata de un solo caso, sino que los mismos procesos se reproducen
en distintos países, ya no es coincidencia, sino una estrategia de la derecha
conservadora que ha mantenido su preeminencia en el Poder Judicial a lo largo
de estos años sin golpes militares. En
este contexto, hablar del proceso en sí contra Lula parece innecesario. Vale la
pena hacerlo, de todos modos. Lula tiene cinco denuncias. Dos son por
supuesta relación con empresas de un hijo y de un sobrino. La relación no está
demostrada más allá de la relación familiar. Las otras tres acusaciones son
palabra contra palabra. Incluso, las
pruebas son a favor de su inocencia. La relación con el Lava Jato fue
introducida por una delación comprada, que no presentó pruebas. Hubo 73 testimonios en 23 sesiones y
ninguno aportó una sola prueba concreta. Igual se lo acusó de “cómplice
pasivo”. La acusación que usaron para frenar su retorno imparable a la
presidencia de Brasil fue por un
departamento en el balneario popular de Guarujá. Pero hace pocos días la justicia
embargó ese mismo departamento en un juicio contra el verdadero propietario.
Son todas acusaciones que se prestan al circo mediático. A lo largo
del proceso, el juez Sergio Moro, que lo condenó en primera
instancia, difundió en forma ilegal conversaciones grabadas entre Dilma Rousseff y Lula, intervino en forma ilegal el teléfono del abogado del líder del PT y utilizó una delación sin
pruebas para la acusación y la condena con relación a la corrupción en Petrobras. Lula encabeza las encuestas para las
elecciones presidenciales, con mucha ventaja sobre el que le sigue, un
dirigente ultraconservador vinculado a las iglesias evangelistas. Todo el mundo sabía que la Justicia
confirmaría el fallo improcedente de Moro. Al igual que en Argentina, donde se impuso una nueva
interpretación de la ley para encarcelar opositores, en Brasil se llegó a decir que en casos de corrupción bastaría con indicios y la presunción difundida de la
culpabilidad, aunque no haya pruebas concretas. En el Partido de los Trabajadores se pensó
que una estrategia de movilización masiva en defensa de Lula frenaría al tribunal de Porto Alegre que confirmó y aumentó la
sentencia a 12 años. Lula se lanzó a
una caravana impresionante por el respaldo masivo en todo el país, que culminó
anoche con la concentración de miles de personas en esa ciudad. Pero no fue
suficiente.
En América Latina, el Poder Judicial, articulado con los servicios
de inteligencia y el poder mediático, han reemplazado a los
viejos golpes militares. En las elecciones presidenciales de fin de año en
Honduras todo el mundo sabía que habría fraude para impedir el triunfo del
candidato popular Salvador Nasralla. Así fue, quedó demostrado, y sin embargo,
el Tribunal Superior de ese país rechazó las denuncias y declaró ganador al
conservador Juan Orlando Hernández. En
Argentina, el camarista Martín Irurzun inventó una nueva interpretación de
la ley para encarcelar con prisión preventiva a los opositores al gobierno de Mauricio Macri. Una
interpretación que no se aplica cuando los acusados son parte del gobierno. Estos son los nuevos golpistas: los servicios de inteligencia plantan falsas
denuncias, los medios corporativos les dan profusa difusión y los jueces abren
causas y condenas basándose en estas campañas sin pruebas. La condena a Lula para impedirle ser
candidato se convierte así en un monumento a la corrupción del Poder Judicial. Le dicen “Lawfare”,
el nuevo golpismo de la derecha. Fuente. Luis Bruschtein. Página/12.
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“QUIERO SER CANDIDATO PARA GANAR LAS
ELECCIONES”.
LULA, habló en el Plenario del PT.
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Página /12 jueves 25 de enero del 2018.
Ante un plenario del Partido de los Trabajadores (PT),
el ex presidente brasileño aceptó la ratificación de su candidatura a pesar de
la condena en segunda instancia aplicada ayer por el Tribunal Regional de Porto
Alegre. “Ellos saben que condenaron a un hombre inocente”, expresó Lula, quien
igualmente pidió al PT "seguir
adelante" en caso de que ocurra un "hecho indeseado", como
su inhabilitación política.
El ex presidente brasileño
Luiz Inácio Lula da Silva
confirmó que buscará ser el candidato presidencial del Partido de los
Trabajadores, luego de que esa formación política ratificara su postulación. Lula reiteró que la condena en su
contra fue “una decisión política” y
aseguró: “Dudo de que quienes me
juzgaron tenga la conciencia tranquila”.
Antes del plenario, el ex
mandatario se reunió con la plana mayor del PT, incluida la ex presidenta DILMA ROUSSEFF, en un acto celebrado en
Sao Paulo en "Defensa de la
Democracia y de Lula". Al grito de "Brasil urgente, Lula presidente" y
"Lula guerrero del pueblo brasileño", el ex mandatario fue
recibido por la militancia en la sede de la Central Única de los Trabajadores
(CUT).
DILMA
aseguró que la condena a LULA es la "continuación de un golpe" a
la clase trabajadora que comenzó en 2016, cuando se concretó el golpe parlamentario
en su contra. Después de su destitución, fue el ex vicepresidente Michel Temer
quien asumió el puesto en el Poder Ejecutivo, en medio de una alianza del resto
de los partidos para correr a la ahijada política de Lula del Palacio de Planalto. "El golpe fue dado para destruirnos, pero no fuimos destruidos.
Nosotros sobrevivimos (...) Sobrevivimos al intento de destruir a Lula como
presidente, Lula les dio la vuelta por encima", señaló la ex mandataria
"Yo
acepto la indicación de precandidato del Partido de los Trabajadores ", afirmó Lula durante una reunión en Sao Paulo de la comisión ejecutiva
nacional de esa formación, que aprobó por unanimidad su postulación para las
elecciones de octubre. Sin embargo, instó a la militancia a continuar en caso
de que ocurra un "hecho indeseado", como su inhabilitación política.
"Tenemos otros candidatos y van a intentar
crear obstáculos. Espero que la candidatura no dependa de Lula. Solo tiene sentido si ustedes son
capaces de hacerla, aunque haya un hecho indeseado", expresó.
La ratificada
precandidatura de Lula quedará ahora en manos del Tribunal Superior
Electoral (TSE), luego de que los tres magistrados del Tribunal Regional
Federal de Porto Alegre votaran por unanimidad a favor de elevar a doce años y
un mes la pena de Lula frente a los nueve años y medio que le había
impuesto el juez de primera instancia
Sergio Moro.
Los jueces fueron unánimes
al concluir que quedó comprobado que Lula recibió el derecho a
disfrutar de un apartamento en la playa de Guarujá como soborno de la constructora OAS por el favorecimiento
en contratos con Petrobras. Lo hicieron a
pesar de que reconocieron que no hay pruebas materiales que demuestren que el
imputado sea dueño del departamento que habría recibido.
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El tribunal de
Porto Alegre consumó un castigo de alcance global.
CASTIGO A ESCALA MUNDIAL.
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Martin Granovsky.
Página/12 jueves 25 de enero del 2018.
Eric
Hobsbawm, el gran historiador inglés muerto en 2012 a los 95 años, lo tenía
claro. En 2011 se encontró con Luiz Inácio Lula da Silva. Al
salir de la reunión, en Londres, comentó:
“Lula
ayudó a cambiar el equilibrio del mundo porque puso a los países en desarrollo
en el centro de las cosas”. Y
agregó: “Lula fue el verdadero
introductor de la democracia en Brasil, un país con tantos pobres por los que
nadie antes hizo tantas cosas concretas”.
Lula
ya había cumplido sus dos mandatos, uno iniciado el 1ª de enero de 2003 y otro
en 2007. Cuando los brasileños eligieron presidente al tornero mecánico, en
octubre de 2002, Hobsbawm se había
puesto feliz: “Ahora soy un poco más
optimista sobre el futuro del ser humano”.
Los tres camaristas de Porto Alegre sin duda pasarán a la
historia. Al condenar a Lula
hicieron su contribución para un mundo más desequilibrado.
Hace
seis meses que Lula gana en todas las encuestas de intención
de voto en primera vuelta y en segunda. También redujo en 20 puntos el rechazo
que generaba su figura. Y lo hizo en solo un año y medio. Los políticos y los
investigadores de opinión pública saben cuál es el efecto de reducir la imagen
negativa: sube el techo y el crecimiento es posible. Ninguna figura de la
derecha, entretanto, se disparó en las encuestas hasta el punto de poner en
riesgo a Lula. Ni el ultraderechista Jair Bolsonaro ni la verde Marina Silva, a quien en 2014 asesoró
Jaime Durán Barba, ni el gobernador de Sao Paulo Gerardo Alckmin, del partido
de José Serra y Fernando Henrique
Cardoso. Nadie de ellos aparecía como challenger del viejo boxeador de 72
años que regresaba a la pelea, una más, tras superar un cáncer y un golpe de
Estado.
Los jueces no solamente
dieron el primer paso para impedir que el político más reconocido de Brasil
pueda ser candidato y, eventualmente, ganar las presidenciales del 7 de octubre
de este año. Castigaron al líder popular que, en el marco de la democracia
clásica, protagonizó el proceso de cambio con mayor cantidad de población
involucrada.
A Dilma Rousseff la votaron
en 2014 nada menos que 52 millones de personas.
Con
su condena al dirigente sindical que fundó el Partido de los Trabajadores en
1980
y 23 años después llegó a la Presidencia, los jueces buscaron extirpar lo que
un senador brasileño llamó “la raza
maldita”. En 13 años de gobiernos petistas, primero de Lula y después de Dilma, los brasileños lograron comer tres veces
por día. El verdadero milagro. Fue ésa, justamente, la promesa de Lula en la campaña presidencial de
2002.
El tono afable de los
brasileños puede esconder la crueldad de su historia. Brasil salió de la
esclavitud recién en 1888. La primera
Constitución republicana, en 1891, prohibió votar a los analfabetos.
Recuperaron ese derecho recién en 1985, por enmienda constitucional. Y lo
disfrutaron de manera consagrada en el texto de la Constitución de 1988. Un
siglo después de la abolición de la esclavitud.
Cuando
Lula asumió, los fazendeiros, los hacendados del
interior de Sao Paulo, todavía mataban inspectores del Ministerio de Trabajo. Brasil había pegado el gran salto en la
década de 1970, con el desarrollo simultáneo de las multinacionales
automotrices y la clase obrera de masas. Pero las instituciones seguían
respondiendo a las prácticas de la esclavocracia, una forma de prolongar por
otras vías el dominio del amo sobre el esclavo.
Lula no solo inició la
incorporación al consumo de 40 millones de personas, que a principios de este
siglo representaban la quinta parte de la población brasileña. Estimuló la
dignidad de los negros y los indios, el orgullo de los operarios, los derechos
de las mujeres, la soberanía de los nordestinos sobre su propia vida.
Tenía
razón el viejo Eric. Construyó una democracia de lo concreto.
Por eso el castigo de los jueces tiene alcance global. Es para que los
trabajadores del mundo pierdan la esperanza de ser representados con su voto.
Para que sientan miedo. Para que, de una vez para siempre, acepten el apartheid social. Para que no molesten
más.
Los
conservadores brasileños vienen midiendo la reacción popular.
En 2017 hubo dos huelgas generales. La primera tuvo un acatamiento decoroso. La segunda fracasó. Luego de la segunda
el Senado aprobó la Reforma Laboral precarizante y el juez Sergio Moro sentenció a Lula a nueve años y medio de cárcel, fallo que
no sufrió marcha atrás ayer en Porto Alegre. No es ensayo y error: es
correlación de fuerzas. Si el establishment no observa delante suyo la chance
cierta de un alzamiento popular, sigue con el plan trazado. ¿Por qué habría de
actuar de otra forma si quiere y, además, puede? Quiere transformar Brasil
regresivamente. Eligió como blanco al PT
y al Estado. A Petrobrás y a los bancos públicos, un área que Fernando Collor de Mello quiso
privatizar en 1989 y no pudo porque el juicio político lo quitó del Planalto. Ni Itamar Franco ni Fernando Henrique Cardoso pudieron cumplir con
el plan que desplegaban Carlos Salinas
de Gortari en México y Carlos Saúl
Menem en la Argentina. Ya era tarde.
Ahora van por la revancha.
Que es algo más profundo. Marco Aurélio García, el asesor de Lula muerto el año pasado,
le había puesto nombre: la Contrarreforma.
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CRIMINALIZAR A LA OPOSICIÓN.
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Mario Waunfeld.
Página/12
jueves 25 de enero del 2018.
El cumplimiento estricto de las reglas electorales es
condición necesaria (aunque no suficiente) para la existencia de una democracia
constitucional. Dicho de otro modo: sin comicios libres y sin proscripciones es
imposible hablar de democracia. La
decisión de excluir al ex presidente Lula da Silva de las elecciones de octubre
a las que llegaba como favorito termina de redefinir al sistema político
brasileño.
Tres camaristas ignotos intentaron cerrar el círculo que otros trazaron. Tenían poder para proscribir a Lula, jamás para resolver su segunda reelección, supeditada a la decisión del pueblo soberano. La sentencia es un ejemplo acabado de la perversa judicialización de la política. Los jueces suplieron al cuerpo electoral, lo privaron de sus derechos.
Lula estará hoy en las tapas de todos los medios del mundo pero ayer se condenó también (acaso principalmente) a millones de personas comunes del país hermano. Tal vez la sentencia se revise o revoque en otras instancias pero el panorama judicial parece sombrío.
La táctica de criminalizar a la oposición dista de ser una exclusividad brasileña: es compartida por la derecha regional.
El Poder Judicial es uno de los arietes de coaliciones amplias, encabezadas por los poderes económicos concentrados, los medios hegemónicos y la dirigencia política que los acompaña. La delación premiada, los pactos espurios con delincuentes buchones, constituye una de las herramientas predilectas.
La evidente sincronía de los procesos políticos no autoriza a sindicarlos como idénticos. El presidente Mauricio Macri fue ungido y revalidado en elecciones libres: sus legitimidades de origen y de ejercicio son diferentes (superiores) a las de su colega Temer. Pero en la Argentina también se criminaliza a la oposición, se procura sacarla de la competencia. No vencerla sino excluirla.
A pocos días de asumir, el macrismo ordenó la encarcelación sin condena de la dirigente social Milagro Sala. Lleva dos años de prisión, apenas aliviados por una chirle y tardía decisión de la Corte Suprema de Justicia.
A dos años de gestión, hay una veintena de presos políticos sin condena.
Santiago Maldonado murió en circunstancias atroces, todavía no develadas del todo. Ocurrió en un contexto de una represión salvaje e ilegal, comandada por el Poder Ejecutivo. El homicidio calificado de Rafael Nahuel echa nueva luz sobre la muerte violenta de Santiago, un hilo conductor los liga. Sobran similitudes, minga de casualidad: hay un patrón de conducta. El Gobierno ordenó disparar a mansalva en la misma geografía, en el mismo pseudo conflicto. Hasta ahora no hay ningún represor o instigador procesado. El oficialismo incitó la violencia, la encubrió mientras pudo, la justificó y bancó siempre. La arquetípica traducción institucional fue el ascenso de uno de los gendarmes que persiguió a Maldonado, blandió armas, participó del operativo.
De nuevo: eso no equipara al gobierno con una dictadura genocida pero sí como una democracia imperfecta, en creciente degradación.
En los próximos meses se medirá si la pérdida de calidad institucional se ameseta, se acrecienta, disminuye. En principio, será sencillo hacerlo. Bastará con contar la cantidad de presos políticos sin condena, de manifestantes gravemente heridos en ejercicio del derecho de protesta social, de detenidos al voleo. Ojalá que no haya que lamentar nuevas muertes causadas por el accionar brutal de fuerzas de seguridad, premiadas desde la Casa de Gobierno.
En aras de una discusión precisa y de precaver chicanas, formulamos dos aclaraciones.
La primera es que consideramos que en Venezuela, con otras coordenadas, la calidad democrática también está en caída creciente.
La segunda, más relevante, es que este análisis crítico no incluye la aplicación de programas político– económicos de derecha. Los ajustes, las reformas económicas regresivas o reaccionarias forman parte de las incumbencias de los gobiernos. Oponerse férreamente a ellos no equivale a equipararlos con la ruptura de las reglas del sistema. Hay mecanismos para enfrentarlos, impugnarlos y hasta derogarlos.
Nos centramos en conductas estatales anti sistema, en privaciones crecientes de derechos esenciales. Elegir autoridades o ser electo, ejercer la protesta social, ser libre salvo que medie una condena firme. Vivir, tan luego.
No hay motivo para someterse a esquemas binarios o simplistas: el presidente en ejercicio Michel Temer no es (hasta hoy) un dictador idéntico a los que asolaron este Sur en la etapa del terrorismo de estado. Pero ya se parece más al ex presidente uruguayo José María Bordaberry (líder de la transición al autoritarismo pleno) que a Lula o Dilma Rousseff cuando ejercieron su cargo. Los debates que vendrán tipificarán ese régimen. La magnitud de su involución está por verse, el cambio cualitativo es indudable.
Lula da Silva y el presidente Evo Morales son ejemplos de ascenso social y político inédito en la región. Dos estadistas que llegaron desde los sectores sociales más castigados. Las presidentas reelectas de Argentina, Brasil y Chile fueron pioneras, elegidas en una etapa democrática. No en tiempos de insurgencia u olor a pólvora.
Esos y otros gobiernos populares y progresistas de la región cumplieron o cumplen con las reglas democráticas. Sus adversarios pudieron (y pueden) organizarse, expresarse, competir en elecciones libres. Hoy en día, fuerzas de signo opuesto quieren revertir dicha “pesada herencia”. Brasil es un caso extremo pero no una excepción. Las campanas doblan por nuestro gran vecino, por Lula, por otros dirigentes, por otros partidos, por los pueblos de otros países.
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