Algunos afirman que el problema de la información
que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas veces, dicha
información no ha pasado por “un filtro profesional”. Se supone que la
información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor
objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste,
precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de
ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día
la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la
precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de
creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las
direcciones de los medios, los cuales determinan lo que debe ser publicado y
cómo debe ser publicado, sin que el periodista tenga apenas control alguno
sobre el resultado final. Por esta razón, ni siquiera el llamado “filtro
periodístico” acredita en la actualidad que la información que llega hasta
nuestras manos tenga forzosamente una calidad superior a aquella otra
información que no pasa por dicho filtro.
La sucesión de noticias falsas ha llegado a
sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un
auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del
beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los
tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a
escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la
opinión pública a su favor. Las víctimas personales de las difamaciones y de
las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener que
salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas noticias
cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha sobre
cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda
pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien
que quiera obtener un rédito.
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REDES SOCIALES, OPINIÓN
PÚBLICA, VERDAD Y DEMOCRACIA.
*****
Andrés Huergo Porta.
Rebelión martes 2 de enero del 2018.
Debe lucharse con todo el
razonamiento contra quien,
suprimiendo la ciencia, el
pensamiento y el intelecto,
pretende afirmar algo, sea como
fuere.
Platón, Sofista (249c)
La posverdad: ¿un viejo nuevo concepto?
Se dice últimamente -cada vez más- que vivimos en
los tiempos de la “posverdad”. El Diccionario Oxford designó la palabra
“posverdad” como la palabra del año 2016. Dicho término denota “circunstancias
en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión
pública, que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. En 2004,
el sociólogo Ralph Keyes usó el neologismo para titular su libro Post
Truth y, más tarde, Eric Alterman y David Roberts lo aplicaron en un
sentido político, para referirse a la utilización de la falsedad y la
manipulación como estrategias discursivas con el claro objetivo de alcanzar el
poder político a través de la persuasión de las masas.
La noción de “posverdad” va ligada a la de “hechos
alternativos”, que se contrapone a la de “hechos objetivos”. Nada tiene de
extraño que en nuestra época los hechos objetivos hayan llegado a ser menos
importantes que las creencias o las emociones dado el desprestigio generalizado
que sufre la razón, sitiada desde tantos lugares por parte del discurso post
moderno. Resulta evidente que quien cuestiona los hechos objetivos utiliza un
recurso tramposo para blindarse contra la refutación porque no tiene interés
alguno en apoyar sus posiciones en argumentos, sino en causar en el
interlocutor un determinado impacto a través del adecuado manejo de sus más
recónditos resortes sentimentales. Esta es hoy una estrategia habitual y
plenamente consolidada en el mundo de la política, como bien saben todos los
demagogos y lobos disfrazados con piel de cordero que, con su animada
palabrería, sus estudiados gestos y su maquinaria propagandística, pretenden embelesar
a las audiencias.
No está claro que eso que hoy se llama posverdad
sea algo muy distinto de un eufemismo para referirse a lo que siempre ha sido
la mentira disfrazada de verdad. El asunto, en efecto, es muy viejo, tan viejo,
acaso, como la propia historia de nuestra civilización occidental, si nos
remontamos hasta los tiempos en que la democracia comenzó a dar sus primeros
pasos, y junto con ella, el logos que permitió abrir en el
mundo una brecha de sentido y significado.
En ese universo griego en el que la filosofía
emergió por primera vez como un saber sistemático, Sócrates y los sofistas
mantenían concepciones muy diferentes acerca de lo que eran el ser, la verdad o
la justicia.
Los sofistas se dedicaban profesionalmente a la
instrucción de jóvenes a cambio de unos honorarios; jóvenes, por lo general, de
buena familia, que querían entrar en la política. No pretendían enseñar la
verdad -pues no creían en ella- sino el arte de la persuasión, el arte de la
apariencia que confería autoridad y resultaba útil para acceder al poder en una
sociedad democrática como la ateniense del siglo V a. C. donde importaba más
convencer que decir la verdad. Se vanagloriaban de ser capaces de hacer “fuerte
el argumento más débil”, de ser lo suficientemente hábiles retóricamente como
para hacer aparecer cualquier mentira como verdad. Protágoras afirmaba: “No
hay saber, sino un opinar”. Igualmente representativa del pensamiento
sofista es la frase de Gorgias: “No
hay ser; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría
ser comunicado por medio del lenguaje.”
Su relativismo y escepticismo les abocaba a afirmar
que lo que llamamos “virtud” no existe realmente, sino que es una ficción, es
decir, el deseo de figurar como virtuosos a ojos de los demás, y ello
exclusivamente por el reconocimiento social que ese hecho trae consigo. En
realidad, lo que llamamos “virtud” y “bondad” serían cosas antinaturales,
producto de la convención (nomos), ya que la auténtica virtud (physis) sería lo
que conviene al más fuerte o poderoso. Como dice Protágoras: “La virtud es
la destreza del fuerte”.
Contrariamente a los discursos ampulosos de los
sofistas, Sócrates iba por la ciudad y preguntaba a alguien qué era la virtud,
por ejemplo. El dialogante respondía, pongamos por caso, que no cabe hablar de
la virtud sino de diferentes tipos de virtud. Sócrates replicaba que esos
diferentes tipos han de tener algo en común, siendo eso precisamente lo que
llamamos “virtud”. El interlocutor, viéndose obligado a admitir esto, se enfrentaría
de nuevo a la pregunta de qué es la virtud. Y así, a través de continuas
preguntas y respuestas, Sócrates llevaría a su interlocutor a que se
contradijese y abandonase su convicción primera acerca de la virtud; y
finalmente, a que se diese cuenta de su propia ignorancia.
Sócrates llamó a este tipo de diálogo “mayéutica”,
palabra griega que significa “arte de parir”; en este contexto se sobrentiende
que lo que se pare son ideas. La mayéutica consiste en una búsqueda conjunta de
la verdad, en conformidad con la famosa frase de Sócrates: “Sólo sé que no
sé nada”. Con la mayéutica, Sócrates también pretendía rebatir la filosofía
de los sofistas, pues solía poner en boca de sus interlocutores las teorías de
estos filósofos.
En el año 399 a.C., unos ciudadanos acusaron a
Sócrates de corromper a la juventud y de impiedad. El juicio se celebró y
Sócrates fue condenado a muerte. Un discípulo suyo sobornó a un carcelero para
conseguir que dejase escapar al filósofo, pero Sócrates se negó a huir de la
cárcel y bebió la cicuta, acatando así la condena que le había impuesto la
ciudad. Platón relató estos últimos momentos de su maestro en la Apología de
Sócrates. Para Platón, el hecho de que el hombre más sabio y virtuoso de todos
fuera condenado a muerte era la prueba manifiesta de la perversidad de la
democracia.
Recordando estas cosas hoy, 2.500 años después,
sentimos que nos resultan sorprendentemente familiares. Podría decirse que
entre aquel mundo clásico y el nuestro, no ha habido apenas grandes mutaciones.
La novedad: el papel de Internet y las redes sociales.
Sin embargo, toda época histórica es siempre
repetición en algún aspecto y al mismo tiempo novedad en otros. La diferencia
más decisiva entre la Antigüedad clásica griega y el momento presente es la
cantidad de medios tecnológicos que tenemos actualmente a nuestro alcance. En
particular, las llamadas “redes sociales” han permitido expandir prácticamente
hasta el infinito la potencialidad de la mentira como catalizadora social y
configuradora de la opinión pública.
Los datos hablan acerca de la abrumadora presencia
de las redes sociales en nuestras vidas. El 56,5% de los internautas españoles
utiliza las redes para informarse, según el informe “Navegantes en la red”
presentado en marzo de este año por la Asociación para la Investigación de
Medios de Comunicación (AIMC). Ese mismo estudio señala que el 67,9% de los
internautas considera a Internet su fuente fundamental de información. Además,
el 62,8% de los encuestados indica que sigue a medios de comunicación en las
redes.
Las nuevas tecnologías de la información digital e
interactiva han cambiado en los tiempos actuales las condiciones en que la
opinión pública es generada y transmitida, y en algunos aspectos, por supuesto,
el cambio ha sido positivo respecto al modelo que representaban anteriormente
los medios de comunicación tradicionales. Estos medios ya no resultan fiables
para un gran número de personas. Sabemos que los periódicos y emisoras de radio
y televisión convencionales están en su mayoría en manos de enormes grupos de
poder que controlan la información, ocultan aquello que no les interesa,
manipulan, mienten y difaman de forma sistemática con objeto de crear visiones
de la realidad distorsionadas y favorables a los intereses de aquellos sectores
políticos y económicos para los que trabajan. Estos medios se limitan a emitir
mensajes que los ciudadanos únicamente “reciben” y procesan sin posibilidad de
respuesta. Se trata de un proceso donde no se produce una verdadera
comunicación, pues para que ésta tenga lugar ha de haber una interacción entre
las partes y un equitativo reparto del poder entre las mismas.
Cierto es que Internet y las redes sociales han
venido, por fortuna, a inaugurar un nuevo espacio para la información y la
comunicación, haciendo posible que cualquier persona que disponga de un
dispositivo digital, pueda difundir una determinada información sin tener que
pedir permiso para ello a ninguna autoridad política ni a ningún grupo de poder
mediático. Esta posibilidad ha facilitado que aquellos sectores de la población
que no se venían identificando con la visión o la ideología sostenida por los
grandes grupos de poder -y cuya voz, hasta entonces, no tenía apenas cabida en
el espacio de los grandes medios de comunicación-, puedan disputar legítimamente
con éstos el espacio de configuración de la opinión pública, dando lugar a
interpretaciones alternativas sobre los hechos sociales, políticos, económicos,
etc. que acaecen y contribuyendo de esa forma a abrir el espectro de opciones
de pensamiento y a minar el “discurso único” establecido unilateralmente desde
las instancias oficiales del sistema.
También las nuevas tecnologías de la información
han permitido que muchas personas puedan denunciar situaciones de injusticia,
violencia, represión, etc., y visibilizar acontecimientos que de otro modo
nunca habrían sido noticia en lugares donde apenas existen otras opciones para
la libre expresión del pensamiento. Gracias a Internet y las redes sociales,
las voces de estas personas pueden ser escuchadas y, dependiendo de la magnitud
de los hechos, en ocasiones, se “viralizan” rápidamente.
No obstante, las redes sociales no han podido
sustraerse a la influencia que todavía siguen ejerciendo sobre ellas los medios
de comunicación tradicionales, hoy volcados en transmitir sus mensajes y
difundir sus discursos sesgados también -y muy principalmente- en el espacio
que ofrecen páginas como facebook o
twitter.
El nacimiento del periodismo digital, que desde
hace años ha venido consolidándose como un referente para muchas personas, si
bien ha servido para facilitar la creación de espacios alternativos de difusión
de información (como, en España, El
diario, Infolibre, Publico, La marea, Diagonal, etc.) también ha venido a
proporcionar una nueva cobertura al poder de los grandes grupos empresariales
de la información -que en sus versiones digitales prolongan su hegemonía- y ha
permitido que prolifere la contaminación ideológica gracias a páginas web como
Ok Diario o Libertad Digital, que representan la cara más siniestra de este
nuevo tipo de periodismo.
Algunos afirman que el problema de la información
que circula en Internet y en las redes sociales es que, muchas veces, dicha
información no ha pasado por “un filtro profesional”. Se supone que la
información que es periodísticamente tratada tiene una garantía de mayor
objetividad porque cuenta con el aval de unos expertos cuyo trabajo consiste,
precisamente, en seleccionar las noticias, elaborarlas conforme a criterios de
ética deontológica y contar la verdad de lo que ocurre. Sin embargo, hoy en día
la actividad periodística se ha precarizado de tal modo -en paralelo con la
precarización de casi todos los sectores profesionales- que los responsables de
creación de contenidos no son más que títeres de las decisiones tomadas por las
direcciones de los medios, los cuales determinan lo que debe ser publicado y
cómo debe ser publicado, sin que el periodista tenga apenas control alguno
sobre el resultado final. Por esta razón, ni siquiera el llamado “filtro
periodístico” acredita en la actualidad que la información que llega hasta
nuestras manos tenga forzosamente una calidad superior a aquella otra
información que no pasa por dicho filtro.
La sucesión de noticias falsas ha llegado a
sistematizarse gracias a Internet hasta el punto de adquirir el aspecto de un
auténtico cáncer social. Conscientes del daño que pueden causar, o del
beneficio que pueden extraer, gracias al uso masivo de la mentira, los
tergiversadores profesionales de la información se dedican sistemáticamente a
escribir falsedades sobre sus enemigos o a maquillar la realidad para torcer la
opinión pública a su favor.
Las víctimas personales de las difamaciones y de
las calumnias propagadas por las noticias falsas se ven obligadas a tener que
salir a la palestra pública para probar que, en efecto, lo que dichas noticias
cuentan no es cierto, pero una vez proyectada la sombra de la sospecha sobre
cualquier asunto, es harto difícil acallar todo rumor, pues siempre queda
pendiente en el ambiente algún rastro de duda, del que siempre habrá alguien
que quiera obtener un rédito.
Bueno sería que hubiera un adecuado cribado desde
los medios de comunicación porque éstos supieran acometer la tarea de entregar
a la ciudadanía unos contenidos informativos verdaderos, objetivos,
contrastados y de interés general. Pero ése no está siendo el caso. El
periodismo ha llegado a alcanzar un nivel asombroso de depravación e
irresponsabilidad. Los medios de comunicación están interesados en producir
plebe y no en formar ciudadanía. De modo que, hoy más que nunca, debemos
preocuparnos de ser nosotros mismos quienes sepamos filtrar con nuestros
propios recursos la información que recibimos. Pero, ¿estamos haciéndolo
bien?
No parece que así sea. Constantemente se comprueba
lo sumamente manipulable que es, en general, la masa humana. En la “diafonia
ton doxon” del espacio cibernético que conforman las llamadas redes sociales,
parece que todo vale. A menudo resulta descorazonador comprobar cuál es el
nivel de análisis y de capacidad argumentativa de muchas de las personas que
“opinan” a través de sus muy variados perfiles públicos, en los que a menudo
exhiben su estulticia sin asomo de rubor alguno.
En facebook,
en twitter, en instagram, etc. se ha instalado el reino de la “opinología”. El tiempo
actual que nos toca vivir es un tiempo en el que los acontecimientos
“noticiables” se suceden a una velocidad vertiginosa y en el que todo individuo
se siente legitimado para sentar cátedra sobre cualquier cosa, aunque no tenga
el más mínimo conocimiento sobre el particular. El narcisismo de la opinión se
impone como un fenómeno incontestable: toda opinión es sagrada (“igualmente
respetable”, se dice), aunque esa opinión carezca por completo de
justificación. No es que la opinión sea tomada como un instrumento de
aproximación a la comprensión de la realidad -por tanto, algo discutible- sino
que es vista sin más como un atributo inherente de la personalidad. Se trata de
la opinión como carta de presentación del individuo en el mercado de la “comunicación virtual”.
En otras ocasiones, la impunidad con la que las
opiniones son emitidas (utilizando el insulto de forma profusa y, en ocasiones,
haciendo discursos del odio) viene amparada por el anonimato, que permite a los
sujetos que las profieren no asumir en absoluto ninguna responsabilidad
personal sobre las consecuencias de las mismas.
La falta de contacto físico real entre los
interlocutores implica la ausencia de percepción sobre las respuestas no
verbales de los otros ni sobre los estímulos que éstos potencialmente podrían
enviar en un proceso de interacción constante, lo cual dificulta en buena
medida que la comunicación pueda tener lugar de forma fluida, sin
malinterpretaciones y sin desajustes.
Las interacciones en las redes sociales están
mediatizadas por la importancia de acumular “me gusta” o de ser “retwitteado”. Esta búsqueda de la notoriedad
presiona para que las personas se pronuncien en un sentido u otro u omitan
hacerlo, por miedo al aislamiento o a la crítica, dando al traste de esa manera
con lo que pudiera ser una opinión pública real formada sobre la base de un
diálogo racional celebrado en condiciones de simetría.
En el mundo de las redes sociales las anécdotas se
convierten en noticias de primer orden; las informaciones son sacadas de
contexto; se difunden mentiras masivamente; los datos no son
contrastados.
Las gentes se movilizan en cuestión de minutos u
horas para organizar “campañas” de apoyo o derribo según sus filias o sus
fobias. Miles de personas acaban cayendo en la trampa de esta nueva “tiranía
del emotivismo gregario”, basada en el impacto emocional causado por las frases
cortas y los “trending topic”. La inmediatez y la simplicidad de los mensajes
que se transmiten contribuye a la construcción de un “efecto rebaño” en la
formación de las opiniones.
Es patente la falta de rigor y la ligereza con que
las personas se posicionan sobre algunos asuntos sin apenas poseer información
objetiva y verificada, solamente tomando como guía la corriente de opinión
mayoritaria que establece lo que es verdad y lo que no. Esta carencia de
sentido crítico provoca que los bulos en las redes sociales se expandan como la
peste. Las famosas “cadenas de mensajes” que de cuando en cuando denuncian
sucesos supuestamente ocurridos o que critican algunas medidas políticas, las
más de las veces contienen informaciones inciertas o están basadas en datos
erróneos.
Este fenómeno de masiva infiltración y difusión de
mentiras en las redes sociales tiene el efecto perverso de minar la confianza
de la gente, por un lado, y dificultar la identificación de lo que es verídico,
por otro. La ceremonia de la confusión en que se ha convertido el mundo de
Internet y las redes sociales, ha ocasionado que ya sea prácticamente
indistinguible lo verdadero de lo falso, o más bien, que los criterios para
distinguir ambas cosas sean extremadamente complicados de aplicar, dada la
sofisticación de las técnicas de manipulación (por ejemplo, los montajes
fotográficos), la dispersión de la información y la rapidez con que la gente
replica cualquier noticia sin comprobar antes su veracidad.
Opinión pública, verdad y democracia
Conviene dejar sentado que no hay una mejor
democracia porque la gente opine más, sino, en todo caso, porque la gente opine
mejor. No es peligroso para ninguna democracia que la gente participe -todo lo
contrario: es un requisito imprescindible para su funcionamiento- pero sí lo es
que el nivel medio de la conciencia ciudadana sea tan bajo que de lugar más
bien a una masa amorfa de gente adocenada, en lugar de estimular la formación
de una ciudadanía cultivada, informada y crítica.
En realidad, no creo que hoy estemos peor
informados o más manipulados que hace, por ejemplo, treinta años, cuando ni
siquiera existía Internet. Lo que sucede, más bien, es que el incesante flujo
de mensajes que circulan por la Red de un lado a otro todos los días, y el
acceso cada vez mayor de una gran parte de la población a las posibilidades que
las tecnologías informáticas ofrecen, provocan que la capacidad de propagación
de la falsedad y el desconocimiento sea mucho mayor y, sobre todo, mucho más
visible.
Los problemas se dejan pensar si nos tomamos el
tiempo debido para darles vueltas y abordarlos. La reflexión seria y
sistemática es enemiga de las prisas. Exige contemplar todas las aristas de las
cosas, lo cual requiere la virtud de la paciencia. La perentoriedad con que las
redes sociales demandan “respuestas” y “reacciones” impide el trabajo cauteloso
del pensamiento. En ellas se vive a golpe de impacto mediático. Y eso no es
compatible con la reflexión serena ni con el conocimiento exhaustivo.
Según Habermas, la opinión pública, formada
en un proceso racional de consenso al interior de la sociedad civil, otorga
legitimidad al régimen democrático. Dicho en otras palabras, la opinión pública
se erige como garante de la democracia: “los discursos no gobiernan; generan un
poder comunicativo, que no puede tomar el lugar de la administración pero puede
influir en ella. Esta influencia se limita a dar o quitar legitimidad”.
Ahora bien, la opinión pública puede jugar un papel muy diferente en una
democracia según como ésta sea concebida. El
sociólogo francés Pierre Bourdieu criticó en una célebre conferencia en
enero de 1973 los presupuestos y los efectos de los sondeos y encuestas como
motor de lo que se considera la “opinión pública”. A juicio de Bourdieu, entre las funciones de las
encuestas, la más importante “consiste, quizá, en imponer la ilusión de que
existe una opinión pública como sumatoria puramente aditiva de opiniones
individuales [...] un simple y puro artefacto” .
Haciéndonos eco de las críticas de Bourdieu, podemos distinguir dos tipos
de opinión pública: la opinión
pública agregada y la opinión pública discursiva.
La primera hace referencia al tipo impugnado por Bourdieu, que consiste en el resultado de una mera suma de
opiniones individuales generadas separadamente. La segunda, más que un
resultado, sería el proceso por el cual las opiniones individuales se van
formando en constante interacción mutua a través de procedimientos
comunicativos de deliberación conjunta.
Ambos tipos de opinión pública se pueden poner en
correspondencia, en realidad, con dos modelos básicos de democracia: el liberal
y el republicano. El modelo liberal
es representativo, negociador y agregativo.
Esto es, este modelo se caracteriza porque en él: 1) quienes toman las decisiones públicas son representantes
elegidos por los ciudadanos y no los propios ciudadanos sobre los que recaen
las consecuencias de dichas decisiones; 2)
las propuestas se sopesan según el poder que las respalda; 3) lo justo es el resultado de una suma de preferencias
individuales.
Para la democracia de tipo liberal, la opinión
pública tiene simplemente un valor instrumental: no es otra cosa que el
conjunto de las preferencias individuales que se forman privadamente y
se expresan posteriormente a través de diversos canales
(formales o informales). Los partidos políticos, auténticos protagonistas de la
escena política, compiten en el mercado de las elecciones periódicas por la
captación del apoyo de la mayor parte posible de la opinión pública. Como dicha
opinión pública, en sí misma, no es más que una mera suma de votos, y los
votantes se comportan como meros consumidores que compran un producto de entre
la panoplia de ofertas que los partidos políticos les presentan, importa
sobremanera atraer su atención a través de las más variadas técnicas de
marketing y propaganda con el fin de transformar las preferencias, no en el
sentido de orientarlas hacia lo que es más justo, sino manipulándolas para que
se avengan a lo que los dirigentes de los partidos políticos consideran más
deseable, aunque esto no sea, ni mucho menos, lo mejor para todos los
ciudadanos.
El modelo republicano, por su parte, puede
ser representativo o participativo, pero en todo caso es deliberativo y está basado en la preocupación por la virtud cívica.
Según este modelo, la entraña misma de una democracia se sitúa en la
posibilidad de transformar las preferencias por medio del ejercicio del
diálogo. Si ha de ser el demos,
el pueblo, quien gobierne, ha de ser a través del intercambio de razones, no a
través de la mera agregación de intereses y menos todavía a través de la
imposición de la fuerza. En una democracia el poder político debe ser, más que
el poder del hombre sobre el hombre (de unos hombres sobre otros), la formación
de una voluntad común -al menos en torno a algunos asuntos importantes-, lo
cual solamente es posible a través de la práctica social de la argumentación.
La democracia no es, como quieren quienes la reducen a un método para la
toma de decisiones, la simple agregación de preferencias individuales expresada
a través de la “regla de mayorías”. La democracia es una determinada cultura moral que tiene por finalidad
la protección de la dignidad y la vida de todos los ciudadanos por igual, por lo que es imposible
desligarla del concepto de bien
común.
La cultura
moral, en la que se instala la civilización, exige que las personas se
distancien tentativamente respecto a sus propios intereses a fin de pasarlos
por el tamiz de la crítica racional. Lo
justo no es sin más “lo que la mayoría quiere” (la mayoría puede querer
cosas espeluznantes), sino aquello que entre todos, participando y deliberando con
arreglo a principios de autonomía, respeto, reciprocidad, imparcialidad y
simetría, razonablemente consideramos que contribuye a realizar los derechos y
los deberes de todos. Para decidir lo que es justo se precisa, por
tanto, deliberar y argumentar, no sólo sumar votos (que es una parte mínima de
la expresión democrática). Con el diálogo se traducen los intereses privados en
colectivos y se niega el monopolio de juzgar, obligando al reconocimiento de
los otros. La deliberación es tan importante o más que el propio acto de votar,
aun cuando no sea necesariamente una garantía de que el resultado del
procedimiento vaya a ser el mejor de los posibles. Quienes valoran la
deliberación, valoran sobre todo el momento de las propuestas, las
argumentaciones y las justificaciones, y no tanto el de los resultados. En
definitiva, “reivindicar la democracia deliberativa implica reclamar para el
ciudadano la posibilidad (nunca imperativa) de ir más allá del rol de votante,
espectador y encuestado”.
Una
democracia de calidad requiere, por tanto, una opinión pública capaz de gestionar
de forma responsable la información sobre los hechos que acontecen, argumentar
sus convicciones, sopesar los pros y los contras a propósito de cada asunto,
escuchar y considerar atentamente los argumentos de las posiciones contrarias,
no prejuzgar ni descalificar de antemano a quienes piensan de forma diferente,
tomarse el tiempo necesario para dejar que las ideas toquen suelo. Pero,
¿estamos en condiciones de afirmar que el volumen de opiniones generadas a
través de las redes sociales (twitter y
facebook, fundamentalmente) adopta en general esta serie de
características? Es evidente que no.
Ni los medios de comunicación están contribuyendo a
ello, ni el sistema educativo formal está cumpliendo su cometido principal de
ser decisivo en la forja de un espíritu crítico de ciudadanía a la altura de lo
que una democracia madura exige.
¿Qué efectos tiene esta
situación, desde un punto de vista normativo, sobre la esfera pública? ¿La
supuesta democratización de las opiniones ha eliminado el filtro para poder
discernir entre aquellas que pueden tener relevancia en términos de razonabilidad?
¿Nos encaminamos hacia un escenario en el que las opiniones simplemente entran
en competición entre sí y se imponen aquellas más emocionales o aquellas cuya
formulación estratégica resulta más persuasiva? ¿Qué papel juega en todo este
proceso el diálogo racional y la búsqueda de la verdad? ¿O es que la verdad
directamente ya ha dejado de importar, tal como preconizan los valedores de la
posverdad?
Reflexión final
Volvamos de nuevo a la Grecia del siglo V a. C. Sócrates frente a los sofistas. La búsqueda
de la verdad frente a la desvalorización de la misma.
Los sofistas hicieron hincapié en la importancia de
la retórica y el manejo de los afectos en la configuración de la opinión
pública. La retórica es necesaria para enseñar a la gente el arte de
argumentar, que en una sociedad democrática es una habilidad indispensable,
pues es el instrumento principal por el cual se otorga legitimidad al poder.
Sin embargo, el peligro que entraña la retórica es que, si es mal empleada,
puede servir, no para convencer al pueblo de lo que es bueno para todos, sino
más bien al contrario, para que algunos individuos no especialmente virtuosos
convenzan a los demás ciudadanos para hacerse con el poder y aprovecharlo
exclusivamente en pos de sus propios intereses. De ahí que sea tan importante
educar también a la ciudadanía en los entresijos de la participación política,
y no sólo a quienes desean dedicarse profesionalmente a la actividad política,
pues un pueblo sin formación política adecuada no puede ejercer correctamente
las funciones que le son propias, es decir, la participación activa en la
definición común de lo que es socialmente justo.
Por otra parte, no es posible ni deseable
entronizar la retórica al precio de desterrar a la verdad del discurso público,
pues al hacer tal cosa se pone en riesgo, no solo a la racionalidad científica,
sino a la justicia y a la democracia misma. En efecto, si decaen tanto el
control objetivo como la crítica intersubjetiva, las propuestas que a partir de
ese momento aspiren a convertirse en hegemónicas en el foro de las opiniones,
sólo podrán obtener su validez del prestigio o carisma de quien las defiende, y
no de su contenido. Si lo que importa no es lo que se dice, sino quien lo dice,
abrimos la veda para que el espacio público se convierta en rehén de todo tipo
de maestros del embuste especializados en pastorear rebaños de ciudadanos:
periodistas falsarios, políticos cínicos, empresarios sin escrúpulos... Y en
tal caso se puede certificar sin lugar a dudas la muerte de la democracia. O lo
que es lo mismo: su degeneración en demagogia, según la describió Aristóteles.
La verdad
necesita de la pasión, ha de ser transformada ella misma en afecto para
generar convicción y surtir efecto sobre nosotros. Pero, sea como sea, las
emociones nunca podrán sustituir a las razones, pues solamente a través de las
razones podemos alcanzar conocimientos ciertos que nos permitan entender
adecuadamente la realidad y comunicarnos con nuestros semejantes. Sin la
apelación a estándares universales de racionalidad, el demos queda
a merced de la pura arbitrariedad y sometido a fuerzas irracionales que pueden
desembocar en cualquier forma de tiranía.
¿Seremos
capaces de salvar la razón? ¿O seremos cómplices de nuevo de la muerte de
Sócrates?
Está
por ver qué nos depara este tiempo de desconcierto que nos ha tocado vivir.
*****
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