Se ha puesto de moda dejar de hablar del imperialismo, como si fuera una
categoría del pasado. Mucha gente parece creer que la globalización de la
economía ha sustituido al imperialismo y no que se trata de una nueva cara de
éste. Para algunos líderes de opinión la
globalización que vivimos en la actualidad es una expresión nueva del
capitalismo, pero otros autores muy serios afirman lo contrario: que se trata de un fenómeno ya viejo y que
de hecho la internacionalización económica del presente es, en ciertos
aspectos, menos abierta e integrada que durante 1870 a 1914 (Paul Hirst y
Grahame Thompson, Globalization in question).
Estos
autores añadieron que la economía mundial está lejos de ser genuinamente
global, ya que el comercio, las inversiones y los flujos financieros están concentrados en la triada Europa, Japón y Estados Unidos, permitiendo que estos países tengan la capacidad, especialmente si ellos coordinan sus políticas, de ejercer fuertes presiones de gobierno sobre los mercados financieros y otras tendencias económicas. La cuestión más novedosa del imperialismo en su cara actual es que las empresas multinacionales tienen una nueva autonomía en relación con los estados; es decir, que el dominio de intervención y los intereses económicos de los grandes grupos empresariales no coinciden más, necesariamente, con los de su Estado de origen, salvo en Japón, Europa (sobre todo Alemania) y Estados Unidos. Sin embargo, las más grandes firmas mundiales continúan apoyándose sobre una base nacional de origen, razón por la cual varios países europeos encuentran problemas de competencia y de acumulación interna en la dificultad de hacer surgir grandes grupos de capital……….
Con otra cara y nuevas estrategias, no olvidemos que
el imperialismo no es un tigre de papel sino una realidad actuante,
llámese así o globalización. La gran variante, que poco se menciona, es que el
nuevoimperialismo va acompañado (en el discurso y más allá de éste) de la llamada
promoción de la democracia, que ha dado muestras de garantizar mejor que los viejos y hostiles métodos la estabilidad de los países latinoamericanos, la gobernabilidad en cada uno de éstos y, además, los intereses empresariales y políticos de Estados Unidos. No sería descabellado pensar que dicha promoción de la democracia pudiera ser la carta retomada por Obama para Cuba y abrir fisuras para un mejor entendimiento entre ambos países, con lo que también implica en materia económica y de hegemonía continental. Fuente La Jornada. Octavio Rodríguez A. Marzo del 2016.
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EL IMPERIALISMO
ESTADOUNIDENSE, LO MÁS PARECIDO A UN
AGUJERO NEGRO.
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Javier
Tolcachier.
Pressenza.
Rebelión
sábado 20 de enero del 2018.
Los primeros
latinoamericanos no intentaron llegar a Estados Unidos, cruzando la frontera. Estados
Unidos llegó a ellos invadiéndolos. Así perdió México el 50% de su territorio
en 1845 y 1848, expandiendo el gran agujero negro con lo que hoy conocemos como
Texas, Arizona, California, Nevada, Utah, Nuevo México y buena parte de Colorado,
Kansas y Oklahoma.
La retórica fecal del actual presidente de los EE.UU.
no es un descuido ni la ocurrencia de un egocéntrico extraviado. Sus dichos son
expresión descarnada de un racismo que nunca desapareció, una segregación que
recorre la geografía social estadounidense, un país agrietado, fracturado, cuya
falta de cohesión interna no ocultan ya las banderitas agitadas por sonrientes
niños al paso de las legiones. Más allá de los exabruptos, el degradante
insulto responde a un claro interés del poder económico de reorientar políticas
internas para su beneficio.
Los agujeros a los que hace referencia son los
propios, producto de la incesante explotación del más débil, de la fosa cavada
por el individualismo y la exclusión en la que caen los derrotados en la feroz
carrera por el éxito. Más de cuarenta millones de desposeídos en EE.UU. dan
cuenta de ello. Personas descartables para un sistema que no quiere correr con
los gastos de estadía.
Los agujeros también son ajenos. Son los que dejan las
bombas, los drones, los misiles, el inmisericorde tronar de las balas. Son los
vacíos llenos de ausencias irrecuperables; vecinos, amigos o hijos muertos en
guerras desgarradoras. Son la destrucción de sociedades enteras en nombre de
una y muchas mentiras. Las que profieren repetidamente los máximos dirigentes
de una nación que se autodenomina civilizada pero que a su paso deja tan sólo
dolor y despojo.
Los agujeros fétidos son los que se horadan para robar
petróleo, los socavones yertos de mineral extirpado, la tierra triturada, las
cuencas sin agua; son los estómagos vacíos, sacrificados a la insensibilidad de
una casta ínfima a la que pertenece el desaforado presidente y a la que
pertenece también la responsabilidad por las desgracias de este mundo. Son los
agujeros de la malla humana, cuya felicidad es postergada en nombre de un
progreso extraviado.
El gran agujero negro.
En el cosmos, los agujeros negros son regiones con una
enorme fuerza gravitatoria, que absorben todo lo que está a su alcance. Incluso
la luz. Y esa alegoría gráfica la historia de los Estados invadidos, comprados,
combatidos, anexionados, ¿Unidos? – de Norteamérica, una historia de continua
absorción y migración, pero también de represión y discriminación al
extranjero.
Muy pocos pudieron elegir su destino libremente. No
fue voluntaria la llegada de los primeros colonos, perseguidos por sus
creencias en la intolerante Europa. Un tercio del millón de inmigrantes que
llegó entre principios de siglo XVII y finales del XVIII no vino a esta América
en busca de libertad, sino privado de ella. Los trajeron desde África,
encadenados y hacinados en la bodega de barcos como mano de obra esclava para
las haciendas del sur.
En adelante, más grupos humanos, esta vez indígenas,
fueron sacrificados en el altar del progreso blanco hacia el Oeste, genocidio
ocultado mediante heroicas películas de pistoleros e inocentes granjeros de
trenzas rubias amenazados por el indio salvaje. Para que no quedaran rastros
del crimen, el gran agujero negro se tragó también sus creencias, cultura y
estilo de vida.
Pero los blancos también se detestaban entre sí. Hacia
mitad del siglo XIX, arribaron cerca de tres millones de irlandeses escapando
del hambre y de alemanes huyendo de las desastrosas condiciones de subsistencia
posteriores a las guerras napoleónicas. El problema para los Wasp (blanco,
anglosajón y protestante por sus siglas en inglés) era que la mayoría de estos
nuevos inmigrantes profesaba la fe católica. El movimiento nativista – conocido
por el público – ¡cuándo no! – a través de la ficción cinematográfica
“Pandillas de Nueva York”, fue entonces la expresión de repulsa al diferente.
Por la misma época pero en la otra costa, despuntaba
la fiebre del oro, que atrajo no solamente cazafortunas sino a un buen número
de labriegos chinos, dispuestos por ínfima paga a trabajar duro en minas,
cocinas o cuanta labor se presentara. Lejos del agradecimiento por los
servicios (de bajo costo) prestados al engrandecimiento de la nación, la
xenofobia fue virulenta. La discriminación se haría ley hacia 1870 con la
aprobación del Acta de Naturalización – que impedía ser ciudadano
norteamericano a quien no fuera descendiente directo de nativos – y finalmente
con el Acta de Exclusión de 1882, que explícitamente prohibía la inmigración de
asiáticos, salvo en muy contados casos.
Los primeros latinoamericanos no intentaron llegar a
los EE.UU. cruzando su frontera. Estados Unidos llegó a ellos invadiéndolos.
Así perdió México el 50% de su territorio entre 1845 y 1848, expandiendo el
gran agujero negro con lo que hoy conocemos como Texas, Arizona, California,
Nevada, Utah, Nuevo México y una buena parte de Colorado, Wyoming, Kansas y
Oklahoma.
Algo después, llegaría una nueva ola de viajeros, en
grandes naves a vapor y atraídos por la irresistible gravitación de humeantes
hornos que requerían una nueva masa de obreros dispuestos al sacrificio
industrial. Estos tampoco eran rubios ni protestantes, sino italianos, griegos
y polacos. El torrente migratorio se completaría con un apreciable contingente
de suecos y noruegos, pero también de sirios y libaneses – sobre todo
cristianos – y de judíos rusos escapando de la persecución zarista.
Hacia 1924, nuevamente una legislación drástica
ordenaría las cosas. Se establecería el sistema de cuotas, restringiendo el
número de inmigrantes a ser admitidos al 2% de los connacionales que habitaran
en Estados Unidos desde 1890. Los asiáticos continuarían proscritos, pero la
ley no preveía restricciones para el Hemisferio Occidental, con lo cual
comenzaron a llegar inmigrantes desde Latinoamérica y el Caribe. La barrera
migratoria establecida en 1924 seguiría vigente hasta 1965, cuando – durante la
presidencia de Lyndon B. Johnson – seria reemplazada por la llamada
“Hart-Cellar Act”, que no era precisamente una ley liberal, pero abría
posibilidades a través de relaciones familiares y el tipo de profesión. Algunas
excepciones con fuerte connotación política fueron la excepción al darwinismo
migratorio. Judíos buscando protección del exterminio nazi, húngaros exiliados
de la fallida revolución del 56`, refugiados de la guerra de Corea, disidentes
cubanos y un variado pelaje oportunista.
En décadas recientes, el paisaje humano norteamericano
varió nuevamente a través de una fuerte corriente migratoria
latinoamericano-caribeña y asiática. Los primeros, huyendo de la miseria y las
guerras instigadas por el mismo imperio. Los segundos, como grupo cualificado
para tareas de desarrollo tecnológico.
El agujero negro succionó todo lo que pudo para
hacerse poderoso. El esplendor norteamericano no fue consecuencia de un
publicitado espíritu emprendedor. Se construyó con mano de obra esclava, ilegal,
pero también atrayendo a comerciantes, deportistas, investigadores y dando
cobijo a rufianes políticos funcionales.
Ahora, el águila depredadora – las corporaciones y el
complejo militar industrial (no tan sólo el magnate al que llaman “señor
presidente”) – pretende escupir personas como si fueran pepitas de una fruta
que han exprimido largamente y ya no les resulta de utilidad.
Algo huele mal en ello. No es tan sólo el pozo negro
de la ambición, la pestilencia del deseo de supremacía y dominio, el hedor del lucro
como fin universal. Es el olor a cadáver de un sistema que ya evidencia
muestras de putrefacción.
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