“Blackwater, como otras firmas de seguridad privada en expansión,
“no son sólo manzanas podridas: son el fruto de un árbol
muy tóxico –escribe Scahill–. Este sistema depende del maridaje entre inmunidad
e impunidad. Si el gobierno empezara a
golpear a las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de
crímenes de guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no
sólo a título simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería
tremendo”. Y a esta descripción, finaliza de manera determinante: “La
guerra es un negocio y el negocio ha ido muy bien. No sólo son las acciones de
Blackwater y los de su clase las que tienen que ser
investigadas, reveladas y enjuiciadas: es todo el sistema en su conjunto”.
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BLACKWATER: EL EJÉRCITO DEL
TERROR DEL PENTÁGONO.
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Leandro Albani.
Revista Sudestada.
Rebelión miércoles 17 de enero del
2018.
La
empresa de seguridad más poderosa del planeta, acumula denuncias por crímenes
cometidos en Medio Oriente y por casos de Corrupción en Estados Unidos.
Radiografía de
un negocio en expansión, impulsado por la Casa Blanca.
Ya pasaron veinte años y una sombra espesa sigue
moviéndose hasta los más lejanos rincones del mundo. Con impunidad, con
armamento de última tecnología, montada sobre mercenarios de diferentes
naciones, esa sombra tiene un nombre acorde a su historia: Blackwater (BW), una
de las mayores empresas de seguridad a nivel internacional –fundada en 1997 por
Erik Prince y Al Clark–, goza de muy buena salud, pese a las decenas de
denuncias en su contra, en la mayoría de los casos por cometer crímenes,
incurrir en flagrantes abusos de autoridad y participar en contratos espurios
otorgados por el Pentágono y el Departamento de Defensa de Estados Unidos.
Desde hace algunos años renombrada como Academy,
Blackwater surgió en pleno esplendor del avance neoconservador en Norteamérica,
de la mano del presidente George W. Bush (2001-2009). Los neocons,
que venían apuntalando su poder durante los mandatos de Ronald Reagan y Bush
padre, encontraron en la administración republicana del empresario petrolero el
caldo de cultivo para aplicar el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNAC,
por sus siglas en inglés) que, entre otros puntos, avalaba la desregulación
total del Estado y apuntaba todos sus cañones contra esa vaga definición
conocida como “terrorismo internacional”, pero que para los neocons era
muy claro dónde se ubicaba: en Medio Oriente y entre la comunidad musulmana.
La transnacional comandada por Prince y Clark, fundada
bajo la bendición de la ultraderecha católica estadounidense, ingresó en las
grandes ligas con la administración de Bill Clinton en la guerra de los
Balcanes en la década de 1990. Para ese entonces, BW daba sus primeros pasos en
el redituable negocio de la seguridad privada, poniendo a disposición de
Washington a los primeros “contratistas” que, para 2001 y 2003, con las
invasiones a Afganistán e Irak, respectivamente, se convertirían en un ejército
mercenario, alcanzando casi la misma cantidad de tropa en territorio iraquí que
las Fuerzas Armadas estadounidenses.
Pero los fundadores de BW,
en especial Prince –con un pasado como SEAL, conservador y, entre otros hobbys,
financista de grupos católicos, extremistas y marginales–, no pensaron a su
empresa como un simple ejército de respaldo a las ocupaciones de la Casa Blanca
en otras partes del mundo. Por eso, en Carolina del Norte, en un pantano
conocido como Moyock de 2.800 hectáreas, BW fundó la instalación militar
privada más grande del mundo. En el libro Blackwater. El auge del
ejército mercenario más poderoso del mundo, el periodista Jeremy Scahill
describe a Moyock como el lugar donde “se instruye anualmente a decenas de
miles de agentes de las fuerzas del orden, tanto federales como locales, así
como a tropas de naciones extranjeras ‘amigas’”. En su sede central, BW “tiene
su propia división de inteligencia y cuenta entre sus ejecutivos a ex altos
cargos militares y de otros servicios secretos”, apunta Scahill, colaborador de
la revista The Nation y de la cadena Democracy Now! Con
el paso del tiempo, el mercado de la “seguridad” produjo redituables demandas
para BW, por eso también construyó instalaciones en California, Illinois y en
la selva de Filipina.
El gran
negocio.
“Una
prolongación patriótica de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”, definió
Prince a Blackwater. Y no era para menos. Con los atentados a las Torres
Gemelas y el Pentágono en septiembre de 2001, el gobierno de Bush tuvo el
camino limpio para concretar, en el plano militar, “el choque de
civilizaciones” acuñado por el politólogo Samuel Huntington. Caída la Unión
Soviética y el mundo socialista, el poder de Washington se apresuró a encontrar
nuevos enemigos a los que combatir. Si pocos años antes, el movimiento talibán
y Al Qaeda sirvieron para expulsar al Ejército Rojo de Afganistán, ahora esos mismos
grupos eran el propio mal que amenazaban la vida occidental. Además de las
tropas regulares, la administración Bush inundó Afganistán e Irak de
mercenarios de compañías como DynCorp y Blackwater.
Desde
las invasiones a territorios afgano e iraquí, BW expandió sus tentáculos de
manera acelerada, encargándose de la seguridad del personal estadounidense en
esos países, pero también entrenando tropa y, con el correr de los días,
convirtiéndose en una parte fundamental del Ejército de ocupación. Entre los muchos
beneficios a los que accedían los mercenarios dirigidos por Prince se
encontraban la impunidad total de sus acciones, definida por ley por la
autoridad de ocupación estadounidense en Irak, y salarios que doblaban a los de
los soldados rasos. La revista Fortune describía esta
situación en Irak: “Los sueldos normales de los profesionales del DSP
(destacamento de seguridad personal) se cifraban hasta hace poco en unos 300
dólares diarios. En cuanto Blackwater empezó a reclutar para su primera gran
labor (la de ejercer de guardia personal de Paul Bremer –máxima autoridad
estadounidense en Irak–), la tarifa se disparó hasta los 600 dólares al día”.
Mientras BW facturaba millones de dólares y reclutaba a ex militares
estadounidenses y chilenos –en funciones durante la dictadura de Augusto
Pinochet–, para engrosar sus filas y cumplir con la demanda exigida por la Casa
Blanca, también lograba que el Congreso estadounidense aprobara a su propio
grupo de lobby para hacer cabildeo entre los parlamentarios. El poder de BW
crecía y devoraba todo a su paso, al mismo tiempo que esa voracidad quedaba al
descubierto. Varios informes de organismos públicos de Estados Unidos llamaron
la atención porque el gobierno no supervisaba a los “contratistas” y permitían
su total impunidad en las operaciones militares. Con respecto a Irak, alertaban
que BW afectaba negativamente a la población y a las propias tropas
estadounidenses, las cuales, ante las acciones de la compañía, bajaban su moral
y cuestionaban sus magros salarios.
Auge, caída
y auge.
El
crecimiento de la firma de Prince fue constante desde los atentados de 2001.
Una división de aviación, submarinos, la última tecnología para el espionaje y
decenas de contratos millonarios conformaban una sonrisa que resplandecía en la
fachada de BW. Pero su suerte se vio opacada con los golpes recibidos por la
resistencia iraquí. En marzo de 2004, las imágenes de cuatro personas
descuartizadas y mutiladas, colgadas en un puente de Faluya, ciudad que se
negaba a caer frente a la ocupación estadounidense, dieron la vuelta al mundo.
Con el correr de los días se supo que esos cuerpos eran de mercenarios de
Blackwater. El linchamiento de los “contratistas” puso sobre la mesa que la
compañía no sólo realizaba operaciones militares por fuera de lo acordado, sino
que enviaba a sus propios mercenarios en vehículos sin blindar, con un poder de
fuego reducido y a misiones casi suicidas, como en el caso de Faluya.
En
2007, en la plaza Nisur, de Bagdad, un convoy de Blackwater ingresó de forma
aparatosa con cuatro vehículos blindados, que cargaban ametralladoras de 7,62
milímetros, capaces de derrumbar paredes. El episodio que siguió, según la
prensa estadounidense, fue confuso, pero lo único real es que los mercenarios
abrieron fuego de manera indiscriminada. Como ya era costumbre en Irak, las
víctimas fueron 17, todas civiles. La ira del pueblo iraquí no tardó en
manifestarse en las calles y en la profundización de las acciones armadas de
una resistencia heterogénea y que buscaba diversos intereses.
Pese
al encubrimiento político, judicial y mediático, los mercenarios Dustin Heard,
Evan Liberty, Paul Slough y Nicholas Slatten fueron condenados, los primeros a
penas de 30 años y Slatten a cadena perpetua. En agosto de este año, la
cadena Russia Today informó que un tribunal de apelaciones de
Estados Unidos anuló las sentencias de los mercenarios y ordenó la celebración
de un nuevo juicio para Slatten. Conocida la noticia, Husein Sahib Nasir, cuyo
hermano fue asesinado en la plaza Nisur, declaró: “Mi hermano tenía solamente
24 años. Nuestra familia ha sufrido mucho hasta ahora. ¿Dónde están los
derechos humanos? Si el tribunal los absuelve y los libera, volverán a cometer
un delito parecido”.
La
masacre de la plaza de Nisur tuvo un impacto tan grande, que el ex presidente
Barack Obama revocó los contratos con Blackwater en 2009, para después volver a
contratar a la empresa por cerca de 10 mil millones de dólares en 2010.
Las
últimas noticias de BW las reveló el ex primer ministro de Qatar, Abdula bin
Hamad Al-Attiyah, que reveló que miles de mercenarios de la compañía fueron
entrenados en Emiratos Árabes Unidos (EAU) para invadir el territorio qatarí.
En octubre, Al-Atiyyah brindó declaraciones al diario español ABC,
en las cuales señaló que este plan, en medio de la ruptura de relaciones de las
monarquías del Golfo Pérsico con Qatar, no tuvo la aprobación de la Casa
Blanca.
Según
el ex primer ministro, EAU contrató los servicios de Blackwater para sus
operaciones en la invasión a Yemen, liderada por Arabia Saudí, aunque hace unos
meses los mercenarios sufrieron varios reveses militares y se vieron obligados
a abandonar ese país, el más pobre de Medio Oriente.
El
gobierno de Qatar confirmó que BW entrenó a unos 15.000 empleados, “gran parte
de ellos de nacionalidad colombiana y suramericana”, en la base militar emiratí
de Liwa, en el oeste de EAU. En 2011, el diario New York Times ya
había revelado en detalle el inicio de los contactos entre el propio Prince y
la casa real de EAU.
En
julio de 2017 también se conoció que el gobierno del presidente Donald Trump
intenta que la firma de Prince retorne a sus andanzas en Afganistán. Según
informó la cadena HispanTV, “Jared Kushner, asesor y yerno del
mandatario estadounidense, y Steve Bannon, uno de los principales estrategas en
la Casa Blanca, están a cargo de supervisar la iniciativa y han presentado a
sus candidatos para implementar el plan” de Trump. Los candidatos de Washington
son, no más ni menos, que el propio Prince y Stephen Feinberg, propietario de
DynCorp International. Sobre la iniciativa de la Casa Blanca, el diario The
New York Times citó fuentes cercanas a los empresarios que aseguraron
que “Prince y Feinberg han creado un plan más barato y mejor que el del
Ejército (estadounidense)”.
Blackwater,
como otras firmas de seguridad privada en expansión, “no son sólo manzanas
podridas: son el fruto de un árbol muy tóxico –escribe Scahill–. Este sistema
depende del maridaje entre inmunidad e impunidad. Si el gobierno empezara a
golpear a las empresas de mercenarios con cargos formales de acusación de
crímenes de guerra, asesinato o violación de los derechos humanos (y no sólo a
título simbólico), el riesgo que asumirían estas compañías sería tremendo”. Y a
esta descripción, finaliza de manera determinante: “La guerra es un negocio y el
negocio ha ido muy bien. No sólo son las acciones de
Blackwater y los de su clase las que tienen que ser investigadas, reveladas y
enjuiciadas: es todo el sistema en su conjunto”.
Revista Sudestada
Texto completo en:
http://www.lahaine.org/blackwater-el-ejercito-del-terror
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