“Guerra o
depresión. -
De modo que sí, crisis de globalización. Una crisis con una posibilidad
razonable de acabar mal, bien
en una catastrófica guerra o –más probablemente– en una Gran Depresión en
Occidente, junto con una consolidación de estrategias de desarrollo
nacional en el continente euroasiático. Al fin y al cabo, China realmente no necesita a Estados Unidos. Y, al fin y al cabo,
Rusia,
puede forjar las alianzas que necesita con sus vecinos geográficos cercanos,
incluidas algunas zonas de lo que alguna vez se consideró Europa “occidental”. Estos procesos,
a menos que se vean interrumpidos por una guerra o revueltas internas,
probablemente se opondrán a una ruptura procedente del exterior.
Para Occidente todo esto plantea
una cuestión profunda y difícil. Si has dilapidado la reputación de poseer
valores superiores, si has degradado la democracia a favor de las finanzas, si
has mostrado desprecio por las estructuras del derecho internacional de
posguerra y, al mismo tiempo, has demostrado que Mao no iba
desencaminado cuando acuñó el logrado “tigre de papel”;
después de hacer
todo eso, ¿cómo restituyes tu reputación y posición en el mundo? ”-
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LA BOCA DEL LOGO
LA CRISIS DE LA GLOBALIZACIÓN: ¿UNA GUERRA
INEVITABLE?.
*****
James K.
Galbraith.
CTXT.
Rebelión jueves
7 de junio del 2018.
La falsa ilusión de la globalización tal y como la
concibió hace veinte años gente muy insensata es insostenible.
En
su libro más reciente, Kari Polanyi
Levitt señala que la palabra “globalización”
no aparece en los diccionarios de lengua
inglesa Oxford Shorter English anteriores a 1994 ni en los programas correctores ortográficos de la época. Surgió de la nada en ese momento por una
razón: para arrojar cierta luz de benigna inevitabilidad sobre el proyecto de
hegemonía occidental que se ofrecía como futuro tras la disolución de la URSS.
Hoy,
mientras escribo en el 200 aniversario
del nacimiento de Karl Marx, este proyecto no ha estado a la altura, y
quizá se tambalee y esté a punto de sufrir su propia disolución. Hay tres motivos principales: uno es China; el segundo es Rusia;
y el tercero, y más importante, es la
mala gestión financiera de Estados Unidos y Europa.
La
gran idea de la década de 1990 era
que un orden mundial liberal,
abierto y unificado, dominado por los bancos,
podría llevar democracia y prosperidad
al Este. Esta idea, ciertamente, se había puesto a prueba en el hemisferio
sur desde comienzos de la década de 1980
y la experiencia se denominó la “Década Perdida”. Sin embargo, en el Este era
novedoso –además de ser, hasta cierto punto, algo en lo que se confiaba
fielmente en los vertiginosos momentos en que se producía la desaparición de un
socialismo mediocre en Europa.
La
ilusión no duró mucho tiempo. En Rusia se vio frustrada por los tanques de Yeltsin en 1993 y después
por la descarada corrupción de su reelección en 1996. Entretanto, la promesa de la prosperidad se desvaneció en una
orgía de privatizaciones, alzamientos de bienes, sustracción de salarios y
pensiones y desastres demográficos. A finales de la década de 1990, el engaño había quedado
totalmente al descubierto, había que tomar medidas correctivas y el coqueteo
ruso con la democracia “occidental” llegó a su fin.
China,
entretanto, escogió un camino distinto: un
kadarismo de dimensiones épicas. Recordemos al primer ministro húngaro que
instalaron los soviéticos tras la derrota de la revolución de 1956, que entonces declaró: “Si no estáis contra nosotros, estáis con
nosotros” y encontró el modo de lograr una liberalización social y cultural
y una economía basada en el consumo sin llevar a cabo una reforma política.
Elevémoslo a una escala exponencial y tenemos a China. Una prudencia crucial impidió, a mediados de la década de 1990, la liberalización de los
controles del capital, de modo que en 1997
China se libró de la crisis financiera asiática. Posteriormente, el
crecimiento chino de la década de 2000
provocó un boommundial de los productos básicos que hizo
posible el verano sudamericano y que llevó cierto grado de democracia social
sostenible a dicho continente por primera vez.
Cimientos
vacíos.
En Occidente, George W.
Bush y Dick Cheney demostraron la obsolescencia y futilidad
del poder militar moderno en Afganistán
e Iraq. Al mismo tiempo, tras la ampliación de la OTAN y Kosovo, agotaron lo poco que quedaba de respeto en el Este
–así como entre una parte importante de la opinión europea– por la idea de que
los valores occidentales eran un principio rector en vez de un eslogan vacío.
La globalización se convirtió en sinónimo de la aceptación de que un país, que
funcionaba por su propio interés y sin tener en cuenta a nadie más,
establecería los términos por los que se gobernaba el mundo, lanzando su fuerza
militar incluso mucho después de que se hiciera evidente, a ojos de cualquier
observador imparcial, hasta qué punto los beneficios eran inferiores a los
costes.
Así, al final de la era
Bush,
la gran crisis mostró al mundo entero los cimientos vacíos de las finanzas de
Occidente. En la década posterior, la consecuencia derivada de las doctrinas
económicas reaccionarias y de unos legisladores obstinados e incompetentes ha
sido hacer trizas el gran proyecto constructivo de la era neoliberal,
concretamente la Unión Europea. De
este modo, una década después de que Wall
Street siguiera el camino de la URSS
–aunque fue rescatado y apuntalado, a diferencia de los soviéticos,
manteniéndolo en modo zombi bajo la administración de Obama–, tenemos un mundo
envejecido, una potencia hegemónica cansada y una alianza tambaleante que
provoca peleas y que, de repente, se sorprende al comprobar que en realidad no
puede ganar una guerra nuclear.
En Siria, Rusia
ha puesto fin al proyecto de cambio de régimen, cuyos efectos se extenderán a Ucrania, el Cáucaso y finalmente al
corazón de Europa. En África y Asia
occidental, China está al frente de la ingeniería de desarrollo. Estos
fenómenos carecen de contenido ideológico; no tienen nada que ver con Marx, Lenin o incluso el socialismo
–únicamente con la consolidación de una política de interés nacional no
dominada por Estados Unidos–. En
Sudamérica, por el momento, los regímenes neofascistas enfocados hacia EE.UU. van en aumento, pero no pueden
durar mucho. Y cuando los oprimidos se rebelan de nuevo, los líderes de esos
países tendrán que cuestionarse quién interfiere en sus asuntos políticos y
quién no.
Guerra o
depresión.
De
modo que sí, crisis de globalización. Una crisis con una posibilidad razonable
de acabar mal, bien en una catastrófica guerra o –más
probablemente– en una Gran Depresión en
Occidente, junto con una consolidación de estrategias de desarrollo
nacional en el continente euroasiático. Al fin y al cabo, China realmente no necesita a Estados Unidos. Y, al fin y al cabo,
Rusia, puede forjar las alianzas que necesita con sus vecinos geográficos
cercanos, incluidas algunas zonas de lo que alguna vez se consideró Europa
“occidental”. Estos procesos, a menos que se vean interrumpidos por una guerra
o revueltas internas, probablemente se opondrán a una ruptura procedente del
exterior.
Para Occidente
todo esto plantea una cuestión profunda y difícil. Si has dilapidado la
reputación de poseer valores superiores, si has degradado la democracia a favor
de las finanzas, si has mostrado desprecio por las estructuras del derecho
internacional de posguerra y, al mismo tiempo, has demostrado que Mao no iba desencaminado cuando acuñó
el logrado “tigre de papel”; después
de hacer todo eso, ¿cómo restituyes tu reputación y posición en el mundo?
Un
poco de humildad, de reconocer que la falsa ilusión de la “globalización” tal y como la concibió hace veinte años gente muy
insensata es insostenible, y que la creación de un programa de reconstrucción
nacional y regional centrado en los problemas
más urgentes –sociales y los derivados del cambio climático– podría ser la forma correcta de empezar.
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Este artículo se publicó
en inglés en Social Europe.
Traducción: Paloma Farré.
James
K. Galbraith (Social Europe).
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