“Todo el sistema de representación en este país es solo una cómoda
ocasión de despotismo, las mujeres no
deberían olvidar que están representadas en la misma “medida en que lo está la numerosa clase de los obreros, trabajadores
esforzados que pagan por el sustento de la familia real, a pesar de que a duras
penas consigue saciar con pan la boca de sus hijos (Wollstonecraft 2008, p. 113). No faltan los puntos de contacto entre
condición obrera y condición femenina: lo mismo que para los miembros de la
clase obrera, «los pocos trabajos abiertos a las mujeres, lejos de ser liberales, son
serviles». Por último, en el ámbito de esta crítica global de las
relaciones de dominio que caracterizan el orden social existente, las propias
mujeres (sobre todo las de situación más acomodada) deben hacer examen de conciencia,
pues a veces dan muestras de «locura» por «el modo en que tratan a los
sirvientes en presencia de los niños, con lo que sus hijos creen que aquellos deben servirles y
soportar sus destemplanzas» (Wollstonecraft 2008, pp. 115 y 137)”.
Doménico Losurdo, la última vez que nos vino a
visitar.
***
LA CONDICIÓN DE LA MUJER Y
LA “PRIMERA OPRESIÓN DE CLASE”.
*****
Doménico Lasurdo.
El Viejo Topo.
Sábado 30 de junio del 2018.
Nota de edición: El
jueves [28 de junio de 2018] nos dejó el filósofo marxista italiano Domenico
Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y
el colonialismo e investigador de cuestiones políticas contemporáneas como el riesgo
de un holocausto nuclear.
El género de las luchas de clases
emancipadoras incluye una tercera especie, además de las dos que hemos visto.
Sí, hay otro grupo social, muy numeroso, tan numeroso que es la mitad o más de
la población total, un grupo social que padece la «autocracia» y anhela la
«liberación» (Befreiung): se trata de las mujeres, sobre quienes pesa la
opresión ejercida por el varón entre las cuatro paredes domésticas (MEW, 21;
158). Estoy citando de un texto (El origen de la familia, la propiedad privada
y el estado) que Engels publicó en 1884. Es verdad que Marx había muerto hacía
un año, pero ya entre 1845 y 1846, en La ideología alemana, texto al que Engels
se remite explícitamente, observa que en la familia patriarcal «la esposa y los
hijos son los esclavos del hombre» (MEW, 3; 32). A su vez, el Manifiesto, que
no se cansa de reprochar a la burguesía la reducción del proletario a máquina e
instrumento de trabajo, señala que «para el burgués su propia mujer es un
simple instrumento de producción»; pues bien, «se trata justamente de abolir la
posición de las mujeres como meros instrumentos de producción» (MEW, 4;
478-479). La categoría utilizada para definir la condición del obrero en la
fábrica capitalista también se utiliza para definir la condición de la mujer en
el ámbito de la familia patriarcal.
Visto en conjunto, el
sistema capitalista se presenta como una se rie de relaciones más o menos
serviles impuestas por un pueblo a otro pueblo a escala internacional, por una
clase a otra en el ámbito de un país y por el hombre a la mujer en el ámbito de
la misma clase. Se comprende entonces la tesis que formula Engels remitiéndose
a François-Marie-Charles Fourier y que también defiende Marx, la tesis de que
la emancipación femenina es «la medida de la emancipación universal» (MEW, 20;
242 y 32; 583). Para bien y para mal, la relación hombre/mujer es una suerte de
microcosmos que refleja el ordenamiento social: en la Rusia ampliamente premoderna,
sometidos a una implacable opresión de sus amos, los campesinos –observa Marx–
son capaces, a su vez, de dar «horribles palizas mortales a sus mujeres» (MEW,
32; 437). Veamos ahora la fábrica capitalista: aunque el poder despótico del
patrono sojuzga a todos los obreros, lo hace de un modo especialmente
humillante con las mujeres: «su fábrica es al mismo tiempo su harén» (MEW, 2;
373).
No es difícil encontrar
en la cultura de la época voces que denuncian el carácter opresor de la
condición femenina. En 1790 Condorcet (1968, vol. 10, p. 121) dice que la
exclusión de la mujer de los derechos políticos es un «acto de tiranía». Al año
siguiente la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, escrita
por Olympia de Gouges, llama la atención en su artículo 4 sobre la «tiranía
perpetua » impuesta por el hombre a la mujer. En Inglaterra, más de medio si
glo después, J. S. Mill habla de «esclavitud de la mujer», «tiranía do méstica»
y «servidumbre real» (actual bondage) sancionada por la ley (1963-1991, pp.
264. 288 y 323 = Mill 1926, pp. 18, 68 y 139).
Pero ¿cuáles son las
causas de esta opresión y de la insensibilidad general frente a ella? Condorcet
(1968, vol. 10, p. 121) condena «el po der de la costumbre» que ofusca el
sentido de la justicia incluso en los «hombres ilustrados». De un modo parecido
argumenta Mill (1963-1991, pp. 263-264 = Mill 1926, pp. 15, 17 y 19), quien
remite al conjunto de «costumbres», «prejuicios» y «supersticiones» que es
preciso superar o neutralizar con «una sana psicología». Aunque se hace
referencia a las relaciones sociales, solo se trata de las «relaciones sociales
de ambos sexos», que sancionan la esclavitud o sumisión de la mujer a causa de
la «inferioridad de su fuerza muscular» y de la vigencia en este ámbito de la «ley
del más fuerte».
No se indaga la relación
entre la condición de la mujer y las otras formas de opresión. Es más, a ojos
de Mill (1963-1991, pp. 264-265 = Mill 1926, p. 19) la relación hombre/mujer es
una especie de isla en la que aún se mantiene la lógica del sometimiento, que
ya ha quedado muy atrás en otros ámbitos: «Vivimos, o viven por lo menos una o
dos de las naciones más avanzadas del mundo, en un estado en que la ley del más
fuerte parece totalmente abolida, y se diría que ya no sirve de norma a los
asuntos de los hombres». En cambio, desde el punto de vista de Marx y Engels,
la relación entre la metrópoli capitalista (las «naciones más avanzadas del
mundo») y las colonias es, más que nunca, una relación de dominio y
sometimiento; y en la propia metrópoli capitalista la coacción económica (no ya
jurídica) sigue presidiendo las relaciones entre capital y trabajo.
Si acaso es Mary
Wollstonecraft (2008, p. 30) quien une la denuncia de la «dependencia servil»
que se reserva a la mujer con el cuestionamiento del orden social. El dominio
machista parece propio del antiguo régimen. Mientras que los campeones de la
lucha por la abolición de la esclavitud denuncian la «aristocracia de la
epidermis» o la «nobleza de la piel» (Losurdo 2005, cap. 5, § 6), la militante
fe – mi nista critica lo que a su juicio se configura como el poder
aristocrático de los varones; la denuncia de este poder va unida a la condena
de las «riquezas» hereditarias y de los «honores hereditarios», a la condena de
las «absurdas distinciones de estamento». En todo caso, «las mujeres no se
liberarán» de verdad «hasta que los estamentos no se mezclen» y «no se
establezca más igualdad en toda la sociedad » (Wollstonecraft 2008, pp. 109 y
139). Otras veces parece que la feminista y jacobina inglesa cuestiona la
propia sociedad capitalista. Sí, las mujeres deberían «tener representantes en
vez de ser gobernadas sin ninguna voz en las deliberaciones del gobierno». Pero
no hay que perder de vista que en Inglaterra también los obreros están privados
de derechos políticos:
Todo el sistema de
representación en este país es solo una cómoda ocasión de despotismo, las
mujeres no deberían olvidar que están representadas en la misma medida en que
lo está la numerosa clase de los obreros, trabajadores esforzados que pagan por
el sustento de la familia real, a pesar de que a duras penas consigue saciar
con pan la boca de sus hijos (Wollstonecraft 2008, p. 113).
No faltan los puntos de
contacto entre condición obrera y condición femenina: lo mismo que para los
miembros de la clase obrera, «los pocos trabajos abiertos a las mujeres, lejos
de ser liberales, son serviles». Por último, en el ámbito de esta crítica
global de las relaciones de dominio que caracterizan el orden social existente,
las propias mujeres (sobre todo las de situación más acomodada) deben hacer
examen de conciencia, pues a veces dan muestras de «locura» por «el modo en que
tratan a los sirvientes en presencia de los niños, con lo que sus hijos creen
que aquellos deben servirles y soportar sus destemplanzas» (Wollstonecraft
2008, pp. 115 y 137).
La «jacobina inglesa»,
que es una excepción genial, parece en cierto modo precursora de Marx y Engels,
quienes establecieron un nexo entre división del trabajo en el ámbito de la
familia y división del trabajo en el ámbito de la sociedad. El segundo, en
particular, formula la tesis de que «la familia nuclear moderna se basa en la
esclavitud doméstica, abierta o disimulada, de la mujer»; en todo caso, «el
varón es el burgués, mientras que la mujer representa al proletariado » (MEW,
21; 75).
Entre los contemporáneos
de Marx y Engels, quien hace un análi – sis que podría parecerse al suyo no es
J. S. Mill sino Nietzsche, aunque con un juicio de valor opuesto. El crítico
implacable de la re volución como tal, incluida la revolución feminista,
compara la con dición de la mujer con la de los «miserables de los estamentos
inferiores», los «esclavos del trabajo (Arbeitssklaven) o los
presos» (Genealogía de la moral, III, 18) e indirectamente
junta el movimiento feminista con el movimiento obrero y el movimiento
abolicionista: los tres buscan afanosamente, para denunciarlas con indignación,
las distintas «formas de esclavitud y servidumbre», como si constatarlas no
fuese la confirmación de que la esclavitud es «el fundamento de toda
civilización superior» (Más allá del bien y del mal, 239).
Evidentemente, el motivo
del nexo entre sometimiento de la mujer y opresión social en general está
desarrollado de un modo más amplio y orgánico en Engels, remitiéndose siempre a
La ideología alemana que escribió con Marx y permaneció inédita mucho tiempo:
«la primera opresión de clase coincide con la del sexo femenino por el sexo
masculino». Es una larga historia que aún no ha terminado:
La abolición del
matriarcado fue la derrota del sexo femenino en el plano histórico universal.
El hombre tomó el timón de la casa y la mujer fue envilecida, sometida,
convertida en esclava de sus deseos y simple instrumento para hacer hijos
(Werkzeug der Kinderzeugung). Este estado de degradación de la mujer […] fue
gradualmente adornado y disimulado, a veces tuvo formas más suaves, pero nunca
se ha eliminado (MEW, 21; 68 y 61).
Apartado 4 del primer capítulo del libro de D. Losurdo La
lucha de clases. Una historia política y filosófica.
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