Lo sucedido en
Canadá, más que a las excentricidades antipáticas de un mandatario poco ortodoxo, responde al crecimiento político y a
nivel global de los tradicionales detractores del sistema de acumulación
capitalista de los últimos decenios. Un sector que no se mueve -ni siquiera en
su faceta más retórica- por solidaridad
o rechazo a las injusticias, sino por miedo a que sus intereses sean afectados, o a perder
sus privilegios. Incluso cuando esos privilegios sean derechos básicos de ciudadanía supuestamente amenazados por
el extranjero.
La contienda está entonces planteada entre un sector
que defiende el sistema que en pocas décadas
multiplicó la desigualdad a nivel global (claramente hegemónico), y aquél
que desea defender nada más que los intereses propios de casta, nación, clase, raza,
“civilización”… Una dicotomía que desde una perspectiva crítica resulta
engañosa, por no decir falsa, al no presentar ninguna alternativa al modelo de
desigualdad y exclusión por fuera de las economías centrales del sistema. Los
llamados que desde América Latina se
hicieron en la última década para “retomar el espíritu de Bandung” -en
referencia a la cumbre que dio vida a lo que luego fue el Movimiento de Países No Alineados representante del mundo
periférico en las grandes organizaciones internacionales- quedaron sin
respuesta y cada vez más débiles. Más aún ante el avance de los sectores
vinculados el librecambismo liberal en el sur del mundo, mientras en el norte se multiplica el
conservadurismo soberanista, y en ninguno de los dos parecería fortalecerse una
clara alternativa.
/////
El fracaso del G-7. Las potencias industrializadas y sus gobiernos de derecha populista, unos, otros neoliberales de la Gran Burguesía y el capitalismo corporativo global. Sus intereses imperialistas los dividen en la coyuntura actual. Nuevamente limaran asperezas y se "unirán en santa alianza" para seguir dominando y explotando al mundo.
***
¿Y AHORA QUIÉN GOBIERNA EL MUNDO?
Problemas en las alturas.
*****
Federico Larsen.
L’Ombelico del Mondo.
Rebelión martes 12 de junio del 2018.
La foto la hizo circular la misma oficina de prensa de
Angela Merkel. El retrato más
evidente de la crisis del multilateralismo actual, en unos pocos minutos dio la
vuelta al mundo. La canciller alemana aparece de pie, de un lado de la mesa, en
un gesto serio, cual maestra frente a una nueva y predecible decepción. A su
derecha el presidente francés Emmanuel
Macron, la primer ministro inglesa Theresa
May, y el presidente de la comisión europea Jean-Claude Juncker. A su izquierda el primer ministro japonés, Shinzo Abe, aparentemente atónito. Del
otro lado de la mesa, solo, de brazos cruzados, inmutable, alardeando su
irritante seguridad, el presidente norteamericano, Donald Trump.
La postal no podría ser más exacta. Se trataba del
primer día de un muy discutido encuentro entre los jefes de Estado y de gobierno del G-7, en Canadá. Durante
semanas los ‘sherpas’, negociadores de cada gobierno que se aseguran de que
todos los acuerdos estén ya cocinados para cuando lleguen los mandatarios para
la foto, se habían agarrado de los pelos, y habían lanzado a gritos denuncias
desesperadas a través de la prensa en contra del gobierno norteamenricano. Es
que aparentemente, y por primera vez desde que existe este tipo de eventos, la
delegación de los EEUU habría
dinamitado todo tipo de negociación previa, al punto de que unos días antes de
la cumbre no se había podido consensuar ni la agenda de debate, ni mucho menos
las líneas rectoras del documento final. De hecho, la declaración conjunta que
dio a conocer el sábado a la noche el anfitrión canadiense, fue redactada a
horas antes, en un evidente intento de sacar algo para salvar las apariencias.
Pero el joven y supuestamente capaz Justin Troudeau, durante la conferencia
de prensa final de la cumbre, no pudo contener su decepción y metió la pata: “La
suba de los aranceles al acero son un insulto a los canadienses” soltó.
Desde su avión presidencial, vía twitter, y sin pelos en la lengua, Trump dio la orden a sus funcionarios
de retirar la firma estadounidense del trabajoso comunicado final del G7, desatando todo tipo de reacciones.
Todas las que la foto del día anterior nos permite imaginar.
¿Y
ahora quién gobierna el mundo?
Está claro que el naufragio del G-7 de Charlevoix era más que predecible. El gobierno
norteamericano entorpeció las negociaciones previas, anunció que se retiraría
antes de tiempo sólo en las horas previas al encuentro, declaró abiertamente
que sería necesario el retorno de la Federación
Rusa al grupo -expulsada en 2014 tras la anexión de Crimea y fuertemente resistida
por los países europeos- y ninguneó todos los reclamos sobre el alza de
los aranceles a la importación de acero y aluminio en su país. Es decir, hizo
todo lo posible para incomodar y enojar al resto, y por lo que se vio en fotos
y redes sociales parece haberlo disfrutado.
Pero también queda claro el fracaso de este tipo de
espacios, nacidos como los encargados de gestionar la llamada “gobernanza
global”. Hace ya varios años -aún antes de que Trump llegara a la presidencia de los EEUU-, que el G-7 y el G-20 muestran cierta incapacidad en llegar a un consenso para la
reformulación y el gobierno del sistema-mundo actual. Si bien ya han
sido reconocidas como las cumbres en las que se discuten los principales
problemas que enfrenta la humanidad, no dejan de ser espacios informales, cuya
naturaleza es exclusivamente política, y por lo tanto quedan expuestas a este
tipo de inoperancia ante los desplantes de uno de sus socios. Especialmente si
se trata del socio fundador y mayoritario.
Las cumbres de
los países más industrializados del mundo surgieron en el marco de la post-guerra fría, ante la certeza del
triunfo del sistema neoliberal, su necesaria expansión hacia el mundo post-soviético. Pero también fue
clave la decadencia por inercia de los espacios formales de discusión
internacional, como la ONU y otras
organizaciones internacionales, evidentemente incapaces de cumplir con los
objetivos de paz y prosperidad que se les había encomendado al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La
responsabilidad de dar un rumbo al desarrollo internacional no podía que recaer
en aquellos países considerados más desarrollados, en base a la idea imperante
en aquellos años -tan cuestionable como peligrosa- según la cual poderío
económico y desarrollo son prácticamente sinónimos.
Sin estatuto, sin reglas, sin mecanismos de
participación, sin estructura, los siete países -y luego ocho cuando Vladimir
Putin logró la inclusión de Rusia en los despachos de la elite mundial para
ser nuevamente excluido más tarde- más
industrializados de la tierra asumieron unilateralmente la comandancia del
mundo globalizado estableciendo líneas de acción comunes y marcando al resto
del planeta qué es o no deseable en términos de comercio, finanzas, seguridad y
medio ambiente. Directrices que luego se fueron concretando en los ámbitos
formales de discusión planetaria, como la Organización
Mundial del Comercio, la OTAN o los organismos especializados de la familia de las Naciones Unidas.
Las crisis
económicas de 1997 primero -en el sudeste
asiático- y de 2008 después -en EEUU
y Europa- obligaron a las potencias del G-8 a ampliar la participación a los países emergentes, en un
intento de reforzar la legitimidad del espacio incluyendo voces del mundo
periférico. Lo que habían sido reuniones técnicas e informales de los ministros
de finanzas y economía desde 1998 se
convirtieron con la crisis financiera
internacional de principio de los 2000
en espacio de discusión ampliado de las -supuestas- 20 economías más desarrolladas del mundo, el G-20. El objetivo seguía siendo el mismo. Consensuar líneas de
acción común. Pero esta vez la política de los países centrales podía contar
con la anuencia de los presidentes de algunos de los periféricos, extasiados
con haber llegado a la cumbre de la política mundial.
Sin embargo, lo que había surgido como la promesa de reforma
del desigual sistema financiero internacional, se reveló rápidamente en
la reafirmación de las asimetrías existentes.
Las cumbres de alto nivel del G-20 se
habían inaugurado con el compromiso de ampliar
la participación de los países periféricos en la gobernanza de la economía-mundo, la lucha a la especulación y los paraísos fiscales, el trabajo mancomunado para enfrentar las
crisis económicas en cualquier parte del sistema apareciesen, la reforma de los organismos internacionales
de crédito para que los países periféricos pudieran tener mayor peso e
intervención en la economía internacional. Casi
nada de eso se cumplió.
Un caso paradigmático es el de los países
latinoamericanos. En el G-20, América
Latina está representada por México
-alineado abiertamente con los EEUU-,
Brasil y Argentina. Estos últimos dos representaron durante la primer
década del siglo como dos países en ascenso con propuestas claras de reforma
del sistema económico global en un sentido más progresista. En el continente,
instancias como UNASUR, y
especialmente el Banco del Sur se
habían erigido como alternativa solidaria y regional al sistema económico
imperante. Sin embargo todas las propuestas
latinoamericanas para reformar el sistema financiero mundial y la supuesta
combatividad de sus representantes se amansaron rápidamente ante la promesa de
aumentar las cuotas de participación de Brasil
y Argentina en el Fondo Monetario Internacional y en el Banco Mundial.
Abajo de la cumbre
La reafirmación del estatus-quo a pesar de las
promesas se puede ver en los datos acerca de la distribución de la riqueza a nivel mundial. Según el Informe Sobre
la Desigualdad
Global 2018 del World Inequality Database, la participación del 10% más rico de la población mundial en la
producción de riqueza no ha parado de crecer
en los últimos 20 años, y especialmente en el mundo periférico.
Es decir, existen pequeños sectores que concentran la riqueza global, como
siempre ha sucedido, pero que desde la consolidación del actual sistema-mundo y su forma de gobernanza global
han aumentado su apropiación de manera inédita. La economía-mundo inaugurada a partir de los años ’90 ha, de hecho, revertido una tendencia que se mantuvo durante
casi todo el siglo XX y que veía al 1% más rico
del planeta ir disminuyendo paulatinamente su participación en la
acumulación de riqueza global.
Esto se ha logrado especialmente a través de aquellas
directrices que los países centrales han establecido para el resto del mundo:
libre comercio, libre circulación de mercancías y no de
personas, achicamiento de la participación estatal y de las barreras
arancelarias y para-arancelarias al comercio, expansión del sistema financiero
a regiones cada vez más periféricas del sistema. Estas acciones permitirían a
su vez, como consecuencia natural o efecto secundario, la expansión de
servicios e instituciones necesarios para el avance del “desarrollo”: vías de comunicación, puertos, infraestructura,
derechos, telecomunicaciones etc…
Lo curioso de la situación actual de la gobernanza global
es que su declino y crisis no está dado por la constatación de que este efecto
de “derrame” de la prosperidad jamás
se ha concretado, sino que su principal riesgo parece circunscribirse al
equilibrio en el sistema de intercambio entre países centrales y su capacidad
de hegemonizar el sistema en sí. Se ha querido instalar en los últimos meses
una profunda ruptura dada por la dicotomía entre librecambismo neoliberal y
conservadurismo proteccionista. Esto quizás pueda reflejar lo que sucede en la
cumbre, en los espacios de decisión del G-7,
pero evidentemente se convierte en una disputa nimia al analizar al sistema-mundo en su conjunto.
Existe sin embargo un efecto que ha tomado un
inusitado protagonismo en los últimos años, y que está teniendo un efecto cada
vez más determinante en este tipo de espacios de decisión. Se trata de un proceso muy complejo, que tiene explicaciones
económicas, sociales y políticas muy profundas, pero que se puede resumir
en el renovado protagonismo de una derecha
“popular” en la oposición al sistema generado por el librecambio
neoliberal. Movimientos “soberanistas”, nacionalistas, xenófobos, neo-fascistas,
malamente apilados dentro de la inmensa categoría de populistas se convirtieron en opciones
concretas de poder en los países potencia, poniendo en entredicho la hegemonía
construida en treinta años de neoliberalismo.
Lo sucedido en los últimos tres años en Inglaterra,
Hungría, Polonia, EEUU y recientemente en Italia, ha demostrado que ciertos cambios políticos domésticos
pueden poner en peligro un determinado equilibrio internacional.
A pesar de las particularidades
locales, la raíz que acomuna el accionar de este tipo de movimientos en el
ámbito de las relaciones internacionales es siempre la misma: la determinación
a rechazar las limitaciones a la soberanía nacional por parte de cualquier tipo
de organización, tratado, o acuerdo, y
el sobredimensionamiento del “interés
nacional” en las negociaciones con otros actores internacionales. Es decir,
que el proceso de institucionalización de la sociedad internacional abierto en
la segunda mitad del siglo XX, y que
entró en crisis con la multiplicación de cumbres informales en su liderazgo, se
enfrenta hoy al intento de retornar a un mundo donde el interés doméstico
determina la relación entre los estados, y la ley del más fuerte dirime las
diferencias. Eso es lo que revela la
cara de Trump en la foto del pasado fin de semana.
Lo sucedido en
Canadá, más que a las excentricidades antipáticas de un mandatario poco ortodoxo, responde al crecimiento político y a
nivel global de los tradicionales detractores del sistema de acumulación
capitalista de los últimos decenios. Un sector que no se mueve -ni siquiera en
su faceta más retórica- por solidaridad
o rechazo a las injusticias, sino por miedo a que sus intereses sean afectados, o a perder
sus privilegios. Incluso cuando esos privilegios sean derechos básicos de ciudadanía supuestamente amenazados por
el extranjero.
La contienda está entonces planteada entre un sector
que defiende el sistema que en pocas décadas
multiplicó la desigualdad a nivel global (claramente hegemónico), y aquél
que desea defender nada más que los intereses propios de casta, nación, clase, raza,
“civilización”… Una dicotomía que desde una perspectiva crítica resulta
engañosa, por no decir falsa, al no presentar ninguna alternativa al modelo de
desigualdad y exclusión por fuera de las economías centrales del sistema. Los
llamados que desde América Latina se
hicieron en la última década para “retomar el espíritu de Bandung” -en
referencia a la cumbre que dio vida a lo que luego fue el Movimiento de Países No Alineados representante del mundo
periférico en las grandes organizaciones internacionales- quedaron sin
respuesta y cada vez más débiles. Más aún ante el avance de los sectores
vinculados el librecambismo liberal en el sur del mundo, mientras en el norte se multiplica el
conservadurismo soberanista, y en ninguno de los dos parecería fortalecerse una
clara alternativa.
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