“Y ello es así (como en el caso de México, donde ciertas fracciones políticas en el gobierno
últimamente pugnan porque la producción cultural del país se subordine a las
necesidades de la iniciativa privada y a sus capacidades de financiamiento),
por la sencilla razón de que si bien la homogenización cultural —bajo el
espectro de la identidad nacional— deviene
sin mucho esfuerzo en fundamentalismos que terminan por negar las
especificidades identitarias de cientos de colectividades (las indígenas en
primer lugar), también es cierto que el renunciar a la tarea de fomentar agendas culturales (garantes de la
unidad en la diversidad) implica operar en favor de la mercantilización en la
determinación de la vida colectiva. Es un hecho que los apoyos
gubernamentales de fomento a la educación, la cultura y las artes son un
reflejo del carácter del Estado. Tanto,
como lo es el que el carácter del Estado
mexicano —así como la naturaleza de sus programas gubernamentales en la
materia— durante las últimas cuatro décadas ha respondido a la lógica del
neoliberalismo. El problema de
fondo, por eso, viene dado, sí o sí, por la forma en que esos programas han
operado para construir
y sostener élites intelectuales funcionales a los proyectos políticos en turno. Y
también, por supuesto, por los mecanismos discrecionales empleados para
otorgarlos”.
“En
este sentido, y contrario a la simplificación que desde el Senado de la
República una fracción del partido en el gobierno (Morena) viene sosteniendo desde hace un par de días —relativa
a la necesidad de hacer que los artistas se valgan por sí mismos desde
las trincheras de la iniciativa privada para dejar de vivir enquistados en los
recursos del Estado—; el problema no son los apoyos financieros o las
políticas gubernamentales de fomento a
la educación, la cultura y las artes, sino, antes bien, la funcionalidad
política de esos mecanismos en contextos concretos, en tanto dispositivos de
legitimación ideológica de los intereses gobernantes vigentes. Es cierto, pues,
que hoy existe un gran número de
beneficiados y beneficiadas por esas políticas que se mueven en dinámicas
que únicamente profundizan la mercantilización de los contenidos que producen,
sin llegar a concretar algún grado de crítica y/o transformación cultural en la
colectividad —en tanto apuesta de
resistencia a las narrativas, las imágenes y las trayectorias generados por la
industria cultural para soportar un consumo masivo de mercancías”.
“Los
puntos sobre las íes aquí son, sin embargo, que aunque esos círculos
privilegiados (como los de los investigadores
de tiempo completo en las universidades, que llevan toda una vida dando los
mismos contenidos, seguros de sus
empleos y altos sueldos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones o
de modificar sus prácticas de sistemática repetición de sus rutinas, sólo
alteradas por su aún más persistente afición al turismo académico) se mueven al mismo ritmo que
las exigencias culturales del capitalismo, la
parte que verdaderamente debería estar en el centro del debate no es si se
privilegia a alguien o no, sino, en
primer lugar, cómo recuperar la relación orgánica entre esas expresiones de
refinamiento cultural (por los rasgos de su producción técnica) y los circuitos de
su recepción, apropiación, intervención, modificación, reproducción, etc., en
la cultura popular”.
/////
"El Rey- disculpen para satisfacción de los opinologos neoliberales y el poder envenenado de la "Gran Prensa"., - el señor TRUMP, es el Líder del Mundo libre". El totalitarismo Político, junto al "proteccionismo económico" y la guerra contra todas las formas de cultura popular, hoy conducen hacia un "Gran Desorden Mundial".
***
TOTALITARISMO DE MERCADO Y CULTURA POPULAR.
******
Ricardo
Orozco.
ALAI.
América Latina en Movimiento.
Martes
18 de junio del 2019.
Desde
hace un par de décadas, la dinámica del capitalismo, su empuje cada vez más
amplio y profundo en pos de
obtener una total mercantilización de la vida en sociedad (un totalitarismo de
mercado) ha conseguido borrar, y de manera creciente, los márgenes que durante
años —desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera del XX—
diferenciaron a los proyectos políticos de izquierda de los de derecha. Y es
que, si bien es cierto que hoy en el mundo existe una diversidad sustancial de
plataformas de gobierno que se reivindican a sí mismas como opciones de
izquierda, también lo es que esas apuestas, cuando no son más que los vestigios
caricaturizados de aquella vieja izquierda que de verdad se planteaba como una
alternativa radical al curso de la lógica del capital, son el producto directo
del vaciamiento con el que el neoliberalismo ha esterilizado a cualquier idea
que suponga un mínimo de corrección social a la explotación de las masas.
Del primer grupo de izquierdas en
el mundo dan cuenta la totalidad de las socialdemocracias: viejas edificaciones
que, en algún tiempo pasado, cuando no eran, precisamente, socialdemocracias,
supusieron una afrenta directa al capitalismo moderno. Del segundo, lo hacen
los reformismos extractivistas: profundamente reaccionarios en el discurso,
pero igual de dependientes que el neoliberalismo de la sobreexplotación de los
recursos naturales del planeta; aunque aquí, estos lo son para construir
matrices nacionales (y no estrictamente empresariales) de acumulación de
capital.
En uno y otro caso, de cualquier manera, no sólo es
ideológicamente imposible hablar de proyectos de resistencia al capitalismo
(mucho menos de propuestas anticapitalistas), sino que, además, es demostrable,
por lo contrario, comprobar que son apuestas políticas y económicas
materialmente comprometidas con el desarrollo sostenido y continuado de éste,
sólo que ese compromiso se desarrolla y despliega teniendo como horizonte
histórico una visión romantizada del capitalismo mismo; es decir, como una
estructura que es posible gobernar, contener y moderar por la vía de la
introducción de una serie de correcciones de carácter social —como la
redistribución del ingreso nacional, el ofrecimiento de programas
gubernamentales de educación, salubridad, alimentación y vivienda, etcétera.
Lo que sí conservaban y compartían ambas tradiciones
de izquierda (por lo
menos hasta poco después de la vuelta de siglo) era, no obstante, la
preocupación por sostener proyectos educativos y culturales de carácter
nacional, aunque fuese en un grado ínfimo, dentro de espacios acotados a
sectores muy específicos ante los cuales seguía siendo un imperativo construir
imaginarios colectivos identitarios de afiliación nacional; en particular para
reforzar la justificación ideológica de la existencia del Estado, por un lado;
y para legitimar las plataformas políticas que de vez en vez se rotaban en el
control de su andamiaje gubernamental, por el otro.
Por supuesto, esos espacios fueron acotados
permanentemente y el fomento de ese tipo de proyectos educativos y culturales,
anclados en la idea de cultivar y preservar la identidad nacional, comenzaron a
ser cada vez menos desde la segunda mitad del siglo XX porque era necesario,
por una parte, abrir los márgenes de la oferta y la demanda de mercado; y por
la otra, satisfacer las necesidades de ese mismo mercado en términos de los
perfiles profesiográficos por él requeridos para ampliar y profundizar las
dinámicas globales de acumulación y concentración de capital —de cara a las
modificaciones introducidas en las necesidades de consumo y las capacidades de
producción que terminaron por desmontar las jerarquías y los procesos clásicos
de operación del capitalismo industrial.
Claudicar en esa tarea, si bien podría parecer ínfima
frente al resto de las necesidades materiales de la población (salario,
alimentación, salud, vivienda, educación, empleo, etc.,), es en realidad el
mayor de los fracasos de las tradiciones de izquierda que
hoy campean por el mundo ondeando la bandera de la justicia social sin la
necesidad de oponerse y resistir a los mandatos del mercado global.
Señor TRUMP esta es la Juventud de Izquierda latinoamericana, hoy desde la calle y la Plaza Pública está desarrollado un conjunto de resistencias en defensa y protección de la Cultura Popular. Presente ante un "poderoso" enemigo - tipo Tsunami" que se impone y es protegido desde el Poder. como es la Globalización Cultural y las más variadas y diversas formas de la Cuarta Era Digitalizada, hoy si no asumimos la defensa - desde la Izquierda - de la Identidad y la Cultura Popular, definitivamente seres barridos no solo como "Generación 5G" sino como Pueblo, como Nación.
***
Y ello es así (como en el caso de México, donde
ciertas fracciones políticas en el gobierno últimamente pugnan porque la
producción cultural del país se subordine a las necesidades de la iniciativa
privada y a sus capacidades de financiamiento), por la sencilla razón de que si
bien la homogenización cultural —bajo el espectro de la identidad nacional—
deviene sin mucho esfuerzo en fundamentalismos que terminan por negar las
especificidades identitarias de cientos de colectividades (las indígenas en
primer lugar), también es cierto que el renunciar a la tarea de fomentar
agendas culturales (garantes de la unidad en la diversidad) implica operar en
favor de la mercantilización en la determinación de la vida colectiva.
Es un hecho que los apoyos gubernamentales de fomento
a la educación, la cultura y las artes son un reflejo del carácter del Estado.
Tanto, como lo es el que el carácter del Estado mexicano —así como la
naturaleza de sus programas gubernamentales en la materia— durante las últimas
cuatro décadas ha respondido a la lógica del neoliberalismo. El problema
de fondo, por eso, viene dado, sí o sí, por la forma en que esos programas han
operado para construir y sostener élites intelectuales funcionales a los
proyectos políticos en turno. Y también, por supuesto, por los mecanismos discrecionales
empleados para otorgarlos.
En este sentido, y contrario a la simplificación que
desde el Senado de la República una fracción del partido en el gobierno
(Morena) viene sosteniendo desde hace un par de días —relativa a la necesidad
de hacer que los artistas se valgan por sí mismos desde las trincheras de la
iniciativa privada para dejar de vivir enquistados en los recursos del Estado—;
el problema no son los apoyos financieros o las políticas gubernamentales de
fomento a la educación, la cultura y las artes, sino, antes bien, la funcionalidad
política de esos mecanismos en contextos concretos, en tanto dispositivos de
legitimación ideológica de los intereses gobernantes vigentes.
Es cierto, pues, que hoy existe un gran número de
beneficiados y beneficiadas por esas políticas que se mueven en dinámicas que
únicamente profundizan la mercantilización de los contenidos que producen, sin
llegar a concretar algún grado de crítica y/o transformación cultural en la
colectividad —en tanto apuesta de resistencia a las narrativas, las imágenes y las
trayectorias generados por la industria cultural para soportar un consumo
masivo de mercancías.
Los puntos sobre las íes aquí son, sin embargo, que
aunque esos círculos privilegiados (como los de los investigadores de tiempo
completo en las universidades, que llevan toda una vida dando los mismos
contenidos, seguros de sus empleos y altos sueldos, pero incapaces de cumplir
con sus obligaciones o de modificar sus prácticas de sistemática repetición de
sus rutinas, sólo alteradas por su aún más persistente afición al turismo académico) se mueven al mismo ritmo que
las exigencias culturales del capitalismo, la parte que verdaderamente debería
estar en el centro del debate no es si se privilegia a alguien o no, sino, en
primer lugar, cómo recuperar la relación orgánica entre esas expresiones de
refinamiento cultural (por los rasgos de su producción técnica) y los circuitos
de su recepción, apropiación, intervención, modificación, reproducción, etc.,
en la cultura popular.
Y es que, sin ir tan lejos, una preocupación nodal del
actual gobierno de México —si es que no pretende claudicar y caer de tan alto
como lo hicieron las socialdemocracias ante el neoliberalismo—, no únicamente
tendría que ver con el hecho de otorgar o no recursos públicos al fomento educativo,
cultural y artístico de las diferentes poblaciones que habitan el país. Más
apremiante que eso resulta, aún, el tener que pensar cómo es posible
rearticular los espacios privilegiados de reproducción de la diversidad
cultural e identitaria del país con los espacios, los colectivos y los
individuos de la cotidianidad, alimentando imaginarios comunes que supongan
algún grado de crítica a las dinámicas, por ejemplo, tan violentas en las que
se encuentra sumergido un gran número de personas.
Y más aún, imaginarios comunes que impliquen la puesta
en juego de algún grado de resistencia a la dominación cultural de la que son
objeto los habitantes de este país, en sus distintas escalas, por parte de la
actividad empresarial: esa misma que es capaz de valorizar y vender al público
como signos de identidad y pertenencia cultural hasta los objetos más
intrascendentes, porque la lógica que domina esa producción no es la de la
puesta en riesgo de la forma,
sino la de la posibilidad de valorizar y comercializar todo aquello que sea
capaz de satisfacer (aunque sea superficialmente) las profundas carencias identitarias de sus
consumidores, devorados por el avasallamiento que supone la producción cada vez
mayor de mensajes y eventos cuyo único propósito es divertir y entretener.
-RICARDO OROZCO es Consejero Ejecutivo del Centro
Mexicano de Análisis de la Política Internacional, @r_zco.
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