“Los
comentaristas han centrado las críticas en la confusión y caos que crea este
agente de la malignidad, los
torrentes de falsa información que fluyen cotidianamente de su boca. Han surgido revelaciones de que ya en enero de
este año se le advirtió en varias oportunidades de que era urgente poner en
marcha un plan para combatir la infección, pero se no llevó a cabo preparativo
alguno. Y aún más escandalosamente, se supo que los acólitos de Trump
desmantelaron a principios del 2018 la oficina y el equipo encargados de
manejar precisamente este tipo de enfermedad desastrosa y, como broche
de oro, desahuciando a sus miembros más experimentados. La última escena en
esta trágica farsa llena de caprichos y egocentrismo es la insistente demanda
de Trump de que la hidroxicloroquina se utilice para combatir al Covid-19. A pesar de que este remedio antipalúdico
no ha pasado por pruebas suficientes de laboratorio para investigar su
viabilidad o serios y nocivos efectos secundarios, Trump lo alaba como si
fuera un medicamento milagroso, un eco de su
actitud cuando anunció, hace poco, que "un día - es como un milagro
- el virus va a desaparecer". El pensamiento mágico tiene cabida
en la religión y la literatura y entre el público que asiste a
espectáculos donde se extraen conejos de sombreros, pero no lo queremos en las
salas de operaciones ni como parte de las prácticas médicas profesionales. "¿Qué
tenemos que perder?" Trump reiteró recientemente en una de sus
inacabables conferencias de prensa. No le importa que muchos pudieran
perecer debido al uso de un remedio inservible o que se
malgasten recursos, dinero y tiempo al levantar quiméricas esperanzas”.
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“¡ABAJO LA INTELIGENCIA! ¡VIVA LA MUERTE!”
Trump como filósofo de la muerte.
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Ariel
Dorfman.
Página/12
miércoles 22 de abril del 2020.
“¡Abajo
la inteligencia! ¡Viva la muerte!”
Aquellas
palabras infames fueron pronunciadas por Millán Astray, un general fascista, mentor y amigo de
Francisco Franco, en la Universidad de Salamanca en 1936, como un modo
de celebrar la asonada contra la República que resultaría en cuatro décadas de
dictadura.
Recordé
ese himno a la barbarie en octubre del 2017 cuando comencé a rastrear las
formas en que Donald Trump, ya en los primeros diez meses interminables de su
gobierno, estaba librando una inquietante guerra contra la ciencia y la verdad. En un
artículo que apareció en estas páginas, hice ver las "consecuencias
letales" que esta ofensiva implicaría.
En
ese momento lo que me
preocupaba era el asalto de Trump a las leyes ambientales y laborales, la
imprudente evisceración de los organismos consultivos al despedir a los
expertos a mansalva, los recortes presupuestarios a la investigación
científica, los ataques
a las vacunas y al sistema de salud, la obtusa negación de que existiera un
cambio climático. Aunque denuncié que su gabinete estaba lleno de
"oscurantistas visceralmente hostiles al conocimiento científico” no pude anticipar plenamente el
horror que el futuro nos depararía cuando, a raíz de una pandemia que se
alimenta de la estupidez y la codicia, ese presidente mal informado y mendaz se
convertiría en un verdadero sirviente de la muerte, cuyas intervenciones
insensatas han aumentado en forma exponencial el número de víctimas.
Los
comentaristas han centrado las críticas en la confusión y caos que crea este
agente de la malignidad, los torrentes de falsa información que fluyen
cotidianamente de su boca. Han surgido revelaciones de que ya en enero de este
año se le advirtió en varias oportunidades de que era urgente poner en marcha
un plan para combatir la infección, pero se no llevó a cabo preparativo alguno.
Y. aún mas escandalosamente, se supo que los acólitos de Trump desmantelaron a principios del 2018
la oficina y el equipo encargados de manejar precisamente este tipo de
enfermedad desastrosa y, como broche de oro, desahuciando a sus
miembros más experimentados. La última escena en esta trágica farsa llena de
caprichos y egocentrismo es la insistente demanda de Trump de que la
hidroxicloroquina se utilice para combatir al Covid-19. A pesar de que este
remedio antipalúdico no ha pasado por pruebas suficientes de laboratorio para
investigar su viabilidad o serios y nocivos efectos secundarios, Trump lo alaba
como si fuera un medicamento milagroso, un eco de su actitud cuando anunció,
hace poco, que "un día - es como un milagro - el virus va a
desaparecer". El pensamiento mágico tiene cabida en la religión y la
literatura y entre el público que asiste a espectáculos donde se extraen
conejos de sombreros, pero no lo queremos en las salas de operaciones ni como
parte de las prácticas médicas profesionales. "¿Qué tenemos que
perder?" Trump reiteró recientemente en una de sus inacabables conferencias
de prensa. No le importa que muchos pudieran perecer debido al uso de un
remedio inservible o que se malgasten recursos, dinero y tiempo al levantar
quiméricas esperanzas.
Estos
reproches a su comportamiento, por válidos que sean, no deben cegarnos a algo
más fundamental: la
respuesta incoherente y torpe a esta emergencia, lejos de ser accidental, es el
resultado de un desdén sistémico a la ciencia, una altivez imbécil que se
remonta al comienzo mismo del régimen de Trump, y que está profundamente
arraigado en el ADN anti-intelectual de ese presidente y sus seguidores.
Si,
allá por octubre de 2017, Trump parecía un discípulo remoto, aunque
involuntario, del general fascista que gritó ¡Viva la
Muerte! cuando la democracia estaba a punto de sucumbir en España,
hoy lo veo como una figura más aterradora: la personificación de uno de los
jinetes del Apocalipsis, el que cabalga en el caballo blanco de la pestilencia.
Y,
sin embargo, no me abandona la esperanza de que sabremos derrotar esta plaga.
La
misma ciencia que Trump ha ridiculizado y que ignora en forma antojadiza sigue
su lento avance, progresando paso a paso, en forma rigurosa
y medida, proponiendo modelos y soluciones que recuerdan las grandes victorias
humanas en nuestra lucha perenne contra la muerte. Lo que nos permitirá salir de esta crisis y de las que
todavía han de sobrevenir es la gracia de nuestra razón y la luz de nuestro
conocimiento y, por cierto, la constancia de la solidaridad y la
colaboración que siempre, pese al desvarío criminal de Trump, ha caracterizado
a nuestra especie.
Por
supuesto, cuando salgamos efectivamente de esta catástrofe, no cabe duda de que
Trump se jactará de que fueron su genio y su previsión los que
salvaron a los Estados Unidos y además, por si fuera poco, a toda la humanidad.
Este
será, sin duda, conocido como el año de una peste que cambió todos los parámetros. Queda por ver
si también pasará a la historia como el año en que el facilitador de la muerte
que habita la Casa Blanca fue finalmente juzgado y derrotado por el pueblo
estadounidense, queda por ver si la gran mayoría de
sus compatriotas lograrán desarrollar los anticuerpos que extinga de una vez la
epidemia de su reinado ignorante.
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ARIEL
DORFMAN es el autor de La muerte y doncella. Sus libros más
recientes son la novela, Allegro, y el ensayo, Chile: Juventud Rebelde. Vive con su esposa
en Chile y en Durham, Carolina del Norte, donde es un distinguido profesor
emérito de literatura en la Universidad de Duke.
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