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En el plano
cultural, el siglo del hombre y mujer común ha sido más que positivo, aun
cuando el público
para la cultura refinada de la burguesía clásica se haya reducido a un nicho
para los más ancianos, los snobs o los cazafortunas. Hacia 1960 la música clásica apenas proveía el 2% de las grabaciones,
principalmente de obras grabados antes del siglo XX, y que nunca alcanzó un
público significativo. De hecho, la combinación de nueva tecnología y consumo
de masas no solo creó el paisaje
cultural en el que vivimos sino que permitió su más grande logro artístico: las películas. De ahí la hegemonía de
un democratizado Estados Unidos en
la aldea global del siglo XX, su
originalidad en nuevas formas de creación artística –en el estilo de escritura, música, teatro, combinando
las tradiciones educadas y subalternas– pero también la escala de su poder para
corromper. El desarrollo de sociedades
en las cuales una economía tecno-industrial ha impregnado nuestras vidas de
una producción cultural y experiencias de información que son universales,
constantes y omnipresentes, de sonido,
imagen, memoria, palabra, memoria y símbolos, en algo sin precedentes en
nuestra historia. Ha transformado por completo nuestras formas de capturar la
realidad y la producción artística, al derribar el status privilegiado del “arte” en la vieja sociedad burguesa, lo
que significaba servir
como medida del bien y el mal, y mensajeros de valores: lo verdadero, la
belleza y la catarsis.
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Nuestro homenaje, eterno respeto y agradecimiento al Gran Maestro Historiador, Británico, Marxista que sistematiza la extraordinaria producción intelectual del siglo XX: ERIC HOBSBAWM.
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ERIC HOBSBAWM: Prefacio de “Fractured
Times”, Colección de Ensayos Póstumos.
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ERIC HOBSBAWM.
Rebelión lunes 8 de abril del 2013.
Traducido por José Ragás.
Nota del traductor:
Aun cuando sabíamos que el historiador británico se
encontraba mal de salud y que sus 91 años escondían un dinamismo que nos hacía
pensar que podía vivir por más tiempo, la muerte de Eric Hobsbawm en octubre de
2012 nos sorprendió como algo inesperado. Y la ausencia de Hobsbawm se comenzó
a hacer más notoria ya que se trataba de un académico que no solo había
expandido sino dinamitado las convenciones asociadas comúnmente a los
profesionales del pasado que trabajan desde un ámbito académico.
En primer lugar, fue el historiador que más vigencia y
alcance tuvo. Ningún otro historiador ha tenido una presencia tan amplia
geográfica o temporal, y que haya sido leído indistintamente por el hombre de
la calle o por un presidente como Lula, de Brasil, que recomendaba sus obras de
manera entusiasta. Asimismo, Hobsbawm se mantuvo siempre en pleno ejercicio
académico, no solo escribiendo sino dando entrevistas sobre temas de
actualidad, aun cuando su movilidad física era limitada debido a su avanzada
edad. En segundo lugar, la mirada amplia de Hobsbawm consideraba el pasado como
una unidad integral de la experiencia humana, de la cual no podían excluirse ni
la cultura ni otros fenómenos. Aun siendo marxista, Hobsbawm era lo bastante
hábil para no reducir la historia a solo lo político y económico. Este interés
por la cultura provenía de muy atrás, cuando fue crítico de jazz para la
revista New Statesman, un gusto que se puede apreciar en obras como Age
of Extremes, Uncommon People y The Jazz Scene.
Ambas características, entre muchas otras que hicieron de él
una de las figuras más importantes del siglo que terminó, vuelven a
acompañarnos en Fractured Times. Culture and Society in the 20th Century
(2013). Se trata de una colección de ensayos que Hobsbawm había dejados listos
poco antes de morir y que ahora aparecen bajo la forma de libro. A juzgar por
los adelantos que han aparecido en la web y las reseñas en la prensa, se trata
de una de las mejores obras del historiador británico. Hemos traducido el
“Prefacio” completo, que explica el propósito del libro y los ensayos que lo
integran.
***
Para continuar leyendo fragmentos de Fractured Times,
se puede acceder a la página de Amazon.com,
de donde hemos tomado la versión original del “Preface”. Otros historiadores
han escrito reseñas sobre el libro, como Richard Evans y Mark Mazower.
Agradezco a Carlos
Aguirre, con quien
compartimos la misma pasión por los historiadores marxistas británicos, por
haberme avisado de la aparición del libro de EH.
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El Dr. Eric Hobsbawm murió en octubre del 2012 a los 91 años. Hasta el último momento sigue en Conferencias, Entrevistas y ampliando su gran producción intelectual. Nuestro eterno respeto Maestro.
***
“Prefacio”. De: Eric Hobsbawm, Fractured
Times. Culture and Society in the 20th Century (2013).
Este es un libro que aborda lo que le ocurrió al arte y la
cultura de la sociedad burguesa luego de que aquella sociedad se desvaneciera,
para no regresar, luego de 1914. Aborda un solo aspecto de dicho cambio en el
que la humanidad ha estado viviendo desde la Edad Media y que terminó
abruptamente en la década de 1950 para el 80% del planeta, y sobre los años
1960s, cuando las reglas y convenciones que habían gobernado las relaciones
humanas se fueron destejiendo. Por ello es un libro sobre una época en la historia
que ha perdido su orientación, y en la que durante los primeros años del nuevo
milenio mira hacia delante de un modo más problemático de lo que yo recuerde
durante mi propia vida, sin ningún tipo de guía ni mapa, hacia un futuro
irreconocible. Habiendo escrito de cuando en cuando como un historiador sobre
la curiosa intersección entre la realidad social y el arte, me encontré hacia
el fin del siglo pasado siendo interrogado para hablar acerca del tema por el
organizador del Festival Salzburg que se realiza cada año, un notable
sobreviviendo de “The World of Yesterday”, de Stefan Zweig, con quien compartía
más vínculos. Las conferencias en Salzburg conforman el punto de partida del
presente libro, escrito entre 1964 y 2012.
Más de la mitad de su contenido es
inédito, al menos en inglés.
Comienza con una increíble algarabía (fanfare) por los
manifiestos del siglo XX. Los capítulos 2 al 5 son reflexiones realistas sobre
la situación del arte al iniciar el nuevo milenio. Estos no pueden ser
comprendidos a menos que nos sumerjamos de vuelta en el mundo del ayer. Los
capítulos 6 al 12 tratan precisamente sobre este mundo, moldeado principalmente
en el siglo XIX europeo, que creó los cánones de los “clásicos”, en música,
ópera, ballet y drama, pero que se extendió a otros países con el lenguaje
básico de una literatura moderna. Mis casos han sido tomados de aquellas
regiones que conforman mi propio background cultural –geográficamente, Europa
central; lingüísticamente, Alemania– pero también prestan atención al
importante “verano indio” (Indian summer) o la belle époque de la cultura
previa a 1914. La sección concluye con una consideración sobre su legado.
Pocas páginas son más cercanas hoy que la descripción
profética de Karl Marx acerca de las consecuencias sociales y económicas de la
industrialización capitalista en Occidente. Pero a medida que el capitalismo
europeo establecía su dominio en el siglo XIX sobre el planeta, destinado a
transformarlo por medio de la conquista, la superioridad técnica y la globalización
de su economía, también llevaba consigo un valioso cargamento de creencias y
valores, que lo hacía asumirse como superior a otros. Llamemos a esta la
“civilización burguesa europea” que nunca se recuperó de la Primera Guerra
Mundial. Las artes y ciencias constituyeron el centro de estas creencias en
tanto progreso y educación esta confiada forma de ver el mundo, así como el
núcleo espiritual que reemplazaría a la religión tradicional. Nací y me crié en
esta “civilización burguesa”, dramáticamente simbolizada por el gran anillo de
edificios públicos de mediados de siglo que rodeaban el imperial y medieval
centro de Viena: la Bolsa de Valores, la universidad, el Burtheater, el
monumental City Hall, el Parlamento, los titánicos museos de historia del arte
e historia natural mirándose uno al otro y, por supuesto, el centro de toda
ciudad burguesa que se respete a sí misma: la ópera. Estos eran los lugares
donde la “gente cultivada” rendía culto ante los altares de la cultura y el
arte. Una iglesia decimonónica se añadía al paisaje solo como una concesión
tardía al vínculo entre la Iglesia y el emperador.
Novedosa como era en sí, esta escena cultural estaba
fuertemente enraizada en la antigua cultura real, principesca y eclesiástica
previa a la Revolución Francesa, es decir, en un mundo de poder y extrema
riqueza, los mecenas por excelencia de las bellas artes y las exposiciones.
Esta aun sobrevive en gran medida a través de la asociación entre prestigio
tradicional y poder financiero, exhibida de manera pública, pero no respaldada
por su socialmente aceptada aura de nacimiento o autoridad espiritual. Ello
podría explicar por qué ha sobrevivido al relativo declive de Europa para
permanecer como la expresión más visible en el mundo de una cultura que combina
poder y libre gasto con prestigio social. En este sentido, las bellas artes,
como la champagne, mantienen su eurocentrismo incluso en un mundo globalizado.
Esta sección del libro concluye con algunas reflexiones sobre
la herencia de este periodo y los problemas que enfrenta.
Cómo pudo el siglo XX enfrentar la ruptura de la sociedad
burguesa tradicional y los valores que la mantenían unida? Este es el tema de
los ocho capítulos de la tercera sección del libro, un conjunto de reacciones
intelectuales y contra-intelectuales al final de una era. Entre otros temas, se
incluye el impacto de las ciencias en el siglo XX en una civilización que, aun
devota del progreso, no las entendía y estaba debilitada por aquellas; la
curiosa dialéctica de la religión pública en una era de acelerada
secularización, y de artes que habían perdido sus viejas direcciones y que
había fallado en encontrar nuevas, ya sea mediante su propia búsqueda
“modernista” o “avant-garde” o mediante la alianza con el poder o, finalmente,
por medio de una sumisión con resentimiento y desilusionada al mercado.
¿Qué le salió mal a la civilización burguesa? Esta se basaba
en un modo de producción que buscaba transformarlo todo, incluso si ello
implicaba destruir, mientras que sus operaciones, instituciones, y valores
políticos estaban diseñados para una minoría, que podía y quería expandirse,
sin embargo. Era (y lo sigue siendo) meritocrática, lo que significa que no era
ni igualitaria ni democrática. Hasta fines del siglo XIX la “burguesía” o la
clase alta todavía hacía referencia a grupos reducidos de personas. En 1875
solo 100,000 niños iban a la escuela secundaria en Alemania y muy pocos
llegaban al examen final, el Abitur. Un número no mayor de 16,000 estudiaba en
las universidades. Incluso en la víspera de la Segunda Guerra Mundial,
Alemania, Francia y Gran Bretaña, tres de los países más extensos,
desarrollados y con un mayor índice de educación, con un total de 150 millones
de personas, tenían apenas 150,000 estudiantes universitarios, el equivalente
al 1% de la suma de sus poblaciones. La formidable expansión de la educación
secundaria y, sobre todo, de la educación universitaria después de 1945
multiplicó el número de las personas educadas.
Es obvio que el sistema ha sido amenazado por la gran mayoría
que se encontraba al exterior de estas elites. Estas podrían mirar adelante a
una sociedad progresista pero igualitaria y democrática sin o posterior al
capitalismo como los socialistas, pero adoptaron muchos de los valores de la
modernidad “burguesa” y no brindaron ninguna alternativa específica. En
realidad, el objeto de los militantes social-demócratas “políticamente
concientes” fue de brindar al trabajador acceso libre a estos valores mientras
las autoridades socialistas se los brindaban. Paradójicamente el desarrollo
genuino de una cultura subalterna, como el mundo del fútbol profesional y su
audiencia, eran aptos para ser vistos como políticamente irrelevantes y una
diversión inmadura. Hasta donde sé, la inusual pasión por el fútbol del
proletariado vienés en la Viena de mi niñez era asumida como algo natural, pero
no tenía ninguna relación alguna con el vínculo pasional de los que votaban por
el Partido Social Demócrata.
El argumento básico de los ensayos reunidos en este libro es
que la lógica de que el desarrollo capitalista y la civilización burguesa
estaban condenadas a destruir sus propios cimientos, una sociedad e
instituciones manejadas por una élite minoritaria progresista, tolerada o
quizás aprobada por una mayoría, que duró tanto como pudo garantizar la
estabilidad, paz y orden público del sistema, así como satisfacer las modestas
expectativas de los pobres. Pero estas élites no pudieron resistir la triple
embestida de la revolución del siglo XX en ciencia y tecnología, que transformó
viejos hábitos de consumo antes de destruirlas, de la sociedad de consumo
generada por la explosión en el potencia de las economías occidentales, y la
decisiva entrada de las masas en la escena política como clientes pero también
como votantes. El siglo XX, o más precisamente su segunda mitad, fue la del
hombre común occidental y, en menor medida, de la mujer. El siglo XXI ha
globalizado dicho fenómeno. Y ha demostrado los defectos del sistema político
identificando democracia con sufragio universal y gobierno representativo,
especialmente porque la política y la estructura de gobierno ha permanecido
inmune a la globalización y ha sido reforzada por la casi transformación
universal del planeta en una colección de “estados-nación” soberanos. Asimismo,
las clases dirigentes (o al menos hegemónicas), viejas y nuevas, no tienen idea
de qué hacer o, de saberlo, carecen del poder necesario para actuar.
En el plano cultural, el siglo del hombre y mujer común ha
sido más que positivo, aun cuando el público para la cultura refinada de la
burguesía clásica se haya reducido a un nicho para los más ancianos, los snobs
o los cazafortunas. Hacia 1960 la música clásica apenas proveía el 2% de las
grabaciones, principalmente de obras grabados antes del siglo XX, y que nunca
alcanzó un público significativo. De hecho, la combinación de nueva tecnología
y consumo de masas no solo creó el paisaje cultural en el que vivimos sino que
permitió su más grande logro artístico: las películas. De ahí la hegemonía de
un democratizado Estados Unidos en la aldea global del siglo XX, su
originalidad en nuevas formas de creación artística –en el estilo de escritura,
música, teatro, combinando las tradiciones educadas y subalternas– pero también
la escala de su poder para corromper. El desarrollo de sociedades en las cuales
una economía tecno-industrial ha impregnado nuestras vidas de una producción
cultural y experiencias de información que son universales, constantes y
omnipresentes, de sonido, imagen, memoria, palabra, memoria y símbolos, en algo
sin precedentes en nuestra historia. Ha transformado por completo nuestras
formas de capturar la realidad y la producción artística, al derribar el status
privilegiado del “arte” en la vieja sociedad burguesa, lo que significaba
servir como medida del bien y el mal, y mensajeros de valores: lo verdadero, la
belleza y la catarsis.
Ello puede seguir siendo válido para el público de Wigmore
Hall, pero es incompatible con una sociedad de mercado dislocada, donde “mi
satisfacción” es el único objeto de experiencia, incluso alcanzado. En la frase
de Jeremy Bentham (o quizás John Stuart Mill), “una tachuela es tan buena como
la poesía”. Evidentemente no lo es, tan solo porque no considera el alcance en
el cual el solipsismo de una sociedad de consumo ha sido fundida con los
rituales de una participación colectiva, tanto de manera oficial como no, y que
han pasado a caracterizar nuestros estados-espectáculos y sociedad civil.
Excepto que mientras la burguesía creía saber qué era la cultura (como lo
señaló T.S. Eliot, “En la habitación la mujer entra y sale/hablando sobre
Miguel Ángel”), nosotros carecemos de las palabras o conceptos para la
naturaleza de la dimensión de nuestra experiencia. Incluso la pregunta: “¿Es
esto arte?” es planteada por quienes se niegan a aceptar que los conceptos
clásicos de la burguesía, cuidadosamente preservados en mausoleos, han dejado
de existir. Esta alcanzó el final de su camino casi de la mano con la Primera
Guerra Mundial, con Dada, el urinario de Marcel Duchamp y el cuadrado negro de
Malevich. Por supuesto que el arte no terminó ahí, como se esperaba. Como
tampoco llegó a su fin la sociedad en que “las artes” eran su parte integral.
No obstante, no entenderemos o sabremos cómo lidiar con la presente marea
creativa inundando el planeta con imágenes, sonidos y palabras, lo cual se ha
vuelto incontrolable en el espacio y el ciberespacio.
Espero que el
presente libro contribuya a dar claridad a esta discusión.
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