"La crisis civilizatoria es un fenómeno singular que nos sitúa en la frontera entre dos proyectos civilizatorios: el moderno y el postmoderno. Hoy en día experimentamos algo que nuestros bisabuelos no conocieron: un cambio de época. Ellos conocieron períodos de cambios. No fueron, como nosotros, contemporáneos de un cambio de época".
"Durante los últimos dos milenios, la historia de Occidente estuvo signada por dos grandes épocas: la medieval y la moderna. La primera se prolongó durante mil años. La segunda, la mitad que la primera. Lo que caracteriza a una época es su paradigma. El de la época medieval era la religión. La centralidad de la fe cristiana favoreció la hegemonía política de la Iglesia. Toda la cosmovisión de la Edad Media estaba marcada por factores religiosos y nociones teológicas".
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LA CRISIS CIVILIZATORIA Y EL PAPEL DE LA ÉTICA.
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Frei
Betto.
ALAI.
Viernes 14 de julio del 2017.
En
griego, ethos significa casa en el sentido amplio de hábitat del ser
humano, tanto en lo relativo a la naturaleza como a la vida social. Ethos
es una casa en construcción, y en ella el ser humano se pregunta por el sentido
de sí mismo, por el rumbo y el objetivo del proyecto que asume. La ética
es, pues, un proceso mediante el cual conquistamos nuestra humanidad y
construimos nuestra casa, o sea, nuestra identidad como persona (ser político)
y como clase social, pueblo y nación.
La
humanización de sí, de los otros y del mundo es un permanente “llegar a ser”,
según el punto de vista apuntado por Teilhard de Chardin: cuanto más nos
espiritualizamos, más nos humanizamos. Y nuestra espiritualización es una
cuestión ética antes que una opción religiosa.
El ser
humano tiene dos actitudes posibles ante la vida: vivir de la tradición o de la
innovación. Vive de la tradición quien se somete al mundo en el que se
inserta sin cuestionarlo ni cuestionarse en él. Es la tendencia
predominante en este mundo globocolonizado en el que vivimos
hoy. El modo de la tradición es propio de los animales, incapaces de
innovar su hábitat. Son atávicamente presos de la naturaleza.
Al ser
humano le es dado el poder de innovar, de distanciarse de la naturaleza y de sí
mismo, de preguntarse por el sentido de la vida y los valores a asumir
ante el abanico de opciones que se abre a su libertad. Porque somos
esencialmente seres históricos llamados a hacer historia.
La
libertad no es dar rienda suelta a los deseos. Añádase que, con
frecuencia, nuestros deseos no son propiamente nuestros. Son deseos de
otros infundidos en nosotros por la publicidad y la trivialidad. Libre es
quien se distancia de la tradición, de las presiones circundantes y, al indagar
por el sentido, actúa de acuerdo con la inteligencia. La modernidad
prefiere decir: actúa de acuerdo con la razón. Pero “la razón es la
imperfección de la inteligencia”, alertó Santo Tomás de Aquino. El
conocimiento no se adquiere solo mediante la razón; involucra la intuición, los
sentimientos, las emociones, el sentido estético, etc. Así, la ética no
nace del logos, sino del pathos, allí donde reside la
emoción. Nace de la tierra fértil de la subjetividad, en la que se
fortalecen las raíces de nuestros valores y principios.
La razón
es la estancia intermedia entre el pathos y la contemplación, la forma
suprema de conocimiento, el que nos hace vivenciar lo Real. Si no
percibimos esa diferencia, somos capaces de reconocer la miseria y analizarla
(razón), pero no siempre somos sensibles a ella o nos produce indignación,
hasta el punto de actuar para erradicarla (pathos).
Ética social.
Sócrates
fue condenado a muerte por herejía, como Jesús. Lo acusaron de
predicarles nuevos dioses a los jóvenes. En realidad, la iluminación de
Sócrates no le abrió los ojos para ver el Cielo, sino la Tierra. Advirtió
que no podía deducir del Olimpo una ética para los humanos. Los dioses
olímpicos podían explicar el origen de las cosas, pero no dictarles normas de
conducta a los seres humanos.
La
mitología, repleta de ejemplos nada edificantes, obligó a los griegos a buscar
en la razón los principios normativos de nuestra buena convivencia
social. La promiscuidad reinante en el Olimpo podía ser objeto de
creencia, pero no convenía que se tradujera en actitudes; así, la razón
conquistó autonomía frente a la religión. En busca de valores capaces de
normar la convivencia humana, Sócrates apuntó a nuestra caja de Pandora: la
razón.
Si
nuestra moral no dimana de los dioses, entonces somos nosotros, los seres
racionales, quienes debemos instituirla. En Antígona, la
pieza teatral de Sófocles, Creonte le prohíbe a Antígona sepultar a su hermano
Polinice en nombre de razones de Estado. La protagonista se niega a
obedecer “leyes no escritas, inmutables, que no datan de hoy ni de ayer, que
nadie sabe cuándo aparecieron”. Es la afirmación de la conciencia sobre
la ley, de la ciudadanía sobre el Estado, del derecho natural sobre el divino.
Sócrates
sostenía que la ética exige normas constantes e inmutables. No puede
depender de la diversidad de opiniones. Platón aportará luces a la razón
humana, al enseñarnos a discernir entre realidad e ilusión. En su República,
recuerda que, para Trasímaco, la ética de una sociedad refleja los intereses de
quienes detentan el poder en ella. Concepto que sería retomado por Marx y
aplicado a la ideología. ¿Qué es el poder? Es el derecho concedido
a un individuo o conquistado por un partido o clase social de imponer su voluntad
a los demás. Y Aristóteles nos apartará del solipsismo al asociar
felicidad y política.
Más
tarde, Santo Tomás de Aquino, inspirado en Aristóteles, nos dará las primicias
de una ética política, al priorizar el bien común y valorizar la conciencia
individual como reducto incorruptible, y la soberanía popular como el poder por
excelencia. Maquiavelo, por el contrario, despojará la política de toda
ética, al reducirla a mero juego de poder y comercio de intereses, en los que
los fines justifican los medios.
Lo moderno y lo posmoderno.
La crisis
civilizatoria es un fenómeno singular que nos sitúa en la frontera entre dos
proyectos civilizatorios: el moderno y el posmoderno.
Hoy en
día experimentamos algo que nuestros bisabuelos no conocieron: un cambio de
época. Ellos conocieron períodos de cambios. No fueron, como
nosotros, contemporáneos de un cambio de época.
Durante
los últimos dos milenios, la historia de Occidente estuvo signada por dos
grandes épocas: la medieval y la moderna. La primera se prolongó durante
mil años. La segunda, la mitad que la primera.
Lo que
caracteriza a una época es su paradigma. El de la época medieval era la
religión. La centralidad de la fe cristiana favoreció la hegemonía
política de la Iglesia. Toda la cosmovisión de la Edad Media estaba
marcada por factores religiosos y nociones teológicas.
Esa
religiosidad infundió en las personas una ética basada sobre la noción del
pecado, el miedo al infierno y la esperanza de alcanzar una vida eterna feliz
después de la muerte. Eso no significa que los medievales estuvieran
exentos de actitudes antiéticas. Por el contrario, la carencia de
libertad de expresión y pluralismo político favoreció la intolerancia religiosa
manifestada por la Inquisición en la ejecución de supuestos herejes y en
empresas colonialistas que, travestidas de Cruzadas, saquearon tierras y
riquezas de pueblos tenidos por impíos o enemigos de la fe cristiana.
La época
medieval se desplomó entre los siglos XIII y XV debido a la influencia de la
nueva cosmología de Copérnico, que desbancó la de Ptolomeo; los viajes marítimos
emprendidos por la Península Ibérica; el descubrimiento del Nuevo Mundo; la
introducción en Europa de las obras de Platón y Aristóteles; y el acervo
científico aportado por los árabes. Esos fueron algunos de los factores
que pusieron en jaque el paradigma medieval y, al cabo de poco tiempo,
introdujeron el nuevo paradigma que sustentaría la modernidad: la razón y sus
dos hijas dilectas, la ciencia y la tecnología.
Con Kant,
la modernidad buscó escapar de los parámetros religiosos basando la ética sobre
valores subjetivos y universales. No obstante, algunos de sus filósofos
más importantes, como Husserl, Heidegger y Whitehead no le concedieron
importancia a la cuestión ética. Excepciones notables son Bergson y
Scheller.
Para
Kant, la grandeza del ser humano no reside en la técnica, en subyugar la
naturaleza, sino en la ética, en su capacidad para autodeterminarse a partir de
su libertad. Existe en nosotros un sentido innato del deber, y no dejamos
de hacer algo porque sea pecado, sino porque es injusto. Y la ética
individual debe complementarse con la ética social, ya que no somos un rebaño
de individuos, sino una sociedad que exige, para la buena convivencia, normas y
leyes y, sobre todo, la cooperación de los unos con los otros.
Hegel y
Marx recalcaron que nuestra libertad es siempre condicionada, relacional,
porque consiste en una construcción de comuniones con la naturaleza y nuestros
semejantes. Aun cuando la injusticia convierte a algunos en desemejantes.
En las
aguas de la ética judeo-cristiana, Marx resalta la irreductible dignidad de
cada ser humano y, por tanto, el derecho a la igualdad de oportunidades.
En otras palabras, somos tanto más libres cuando más construimos instituciones
que promuevan la felicidad de todos.
La filosofía
moderna hará una distinción aparentemente avanzada que, de hecho, abre un nuevo
campo de tensión, al subrayar que, respetada la ley, cada quien es dueño de sus
actos. La privacidad como reino de la libertad total. El problema
de ese enunciado es que traslada la ética de la responsabilidad social (cada
quien debe preocuparse por todos) a los derechos individuales (cada quien que
cuide de sí).
Esa
distinción amenaza con hacer ceder a la ética frente al subjetivismo
egocéntrico. Tengo derechos, prescritos en una Declaración Universal,
pero, ¿y los deberes? ¿Qué obligaciones tengo para con la sociedad en la
que vivo? ¿Qué tengo que ver con el hambriento, el oprimido y el
excluido? De ahí la importancia del concepto de ciudadanía. Las
personas son diferentes y, en una sociedad desigual, se les trata según su
importancia en la escala social. Pero el ciudadano, pobre o rico, es un
ser dotado de derechos inviolables y deberes para con el bien común, y está
sujeto a la ley como todos los demás.
En la etapa de modernidad fueron sustento de la Humanidad, hoy se encuentran en crisis, ya que en la sociedad actual no hay una ética como debiera ser.
***
La crisis de la modernidad.
Todos los
contemporáneos de este inicio del siglo XXI somos hijos de la modernidad.
Su advenimiento, entre los siglos XV y XVI, hizo brotar un gran optimismo en
cuanto a su futuro. Se creyó que pondría fin a las guerras, la peste, el
hambre y tantos males que afectaban a las personas en el Medioevo. Ese
optimismo se expresó en las obras de Voltaire, Tomás Moro, Campanella y otros.
La
modernidad produjo una escisión entre la ética y la política. Se
privatizó la ética, que se limitó a las virtudes asumidas por el individuo, y
en cuanto a la política, se estableció como un campo que prescindía de la
eticidad. Y se convirtió en mera herramienta de búsqueda del poder y
permanencia en él, como si fuera un fin en sí mismo.
Somos la
última generación moderna. Podemos mirar atrás y hacer un balance de la
modernidad. Hay que reconocer que en los últimos 500 años la humanidad
logró grandes avances, desde el saneamiento básico hasta la comunicación
digital. Llegamos a posar los pies sobre la superficie de la Luna, pero
seguimos siendo incapaces de aportarle nutrientes esenciales al organismo de
millares de niños cuyas vidas se ven segadas precozmente por el hambre.
La
modernidad fue atropellada por el capitalismo. La “ética” de los resultados
sustituyó a la ética de los principios. En nombre del desarrollo, el
progreso, el crecimiento económico y la paz, se implantaron el colonialismo y
el neocolonialismo; se diseminaron las guerras; se acumularon arsenales
nucleares; se distribuyó de manera piramidal la riqueza del mundo; se le impuso
al planeta, mediante la globocolonización imperialista, un
único modelo de sociedad, el del consumismo hedonista, que induce a las
personas a trocar la libertad por la seguridad.
Hoy, los
habitantes de la Tierra somos 7 mil 200 millones, de los cuales casi la mitad
carece de condiciones dignas de vida. Baste recordar los datos divulgados
por la ONG británica OXFAM en enero de 2017: 8 individuos tienen en sus manos
la misma renta de 3,6 mil millones de habitantes del mundo, ¡la mitad de la
humanidad!
En
materia de ética estamos, como diría Guimarães Rosa, en la tercera margen del
río. Abandonamos la ética religiosa de la época medieval, fundada sobre
la noción del pecado, y aún no hemos logrado alcanzar la ética socrática basada
sobre la razón. Es ese vacío el que le permitió al capitalismo desfigurar
los cimientos de la modernidad, deshacer los grandes relatos, proclamar el “fin
de la historia” y propalar la falacia que intenta imponernos la idea de que la
democracia y el capitalismo son connaturales. Ese vacío creó un espacio
para que se proclamara la competitividad como valor y virtud, descartando la
solidaridad.
¡Hay que
hacer la crítica de la razón monetarista! Es ella la que pretende que
todos seamos consumistas y no ciudadanos; meros juguetes entregados a la mano
invisible del mercado y no protagonistas sociales; y adeptos de la fe en el fin
de la historia, o sea, la inmaculada concepción en que el capitalismo está dotado
de calificativos divinos: eterno, omnipresente, omnisciente y omnipotente.
La
pregunta fundamental que se nos plantea hoy es cuál será el paradigma de la
posmodernidad. ¿El mercado, la mercantilización de todos los aspectos de
la vida humana y la naturaleza, o la globalización de la solidaridad?
Temo que
prevalezca el mercado, a menos que seamos capaces de aglutinar fuerzas para una
poderosa movilización en torno a una nueva propuesta ética, fundada sobre dos
principios básicos: la irreductible sacralidad de toda vida humana y el
compartir de los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano.
La vida
humana extrapola toda ideología, filosofía o teología. Es un milagro de
la naturaleza, si consideramos las excepcionales condiciones ambientales que
permitieron su aparición, y para nosotros los cristianos, es un don de
Dios. Hay que subrayar que hoy esas condiciones están amenazadas por la
devastación de la naturaleza. Como advierte James Lovelock, la “venganza
de Gaia” puede anticipar el apocalipsis.
Solo la
firma convicción de que todos sin excepción, incluido el criminal más
incorregible, tenemos derecho a la vida, puede llevarnos a superar todo tipo de
prejuicio o exclusión. La ética exige justicia y, por tanto, que se
castigue al delincuente en nombre de la defensa de los derechos de la
comunidad. Pero la vida del delincuente es el límite de la ley. Esa
vida no debe ser extinguida, ni debe negársele al delincuente su dignidad
humana por medio de la tortura o de condiciones abyectas de encarcelamiento.
Lo mismo
se aplica a todas las demás relaciones sociales y, por tanto, implica el fin de
toda forma de opresión, desde la relación interpersonal y de género, como en el
matrimonio, hasta las relaciones institucionales de trabajo, en las que debe
prevalecer la dignidad humana sobre la ambición de lucro, y se debe sobreponer
la solidaridad a la competitividad.
Esa
dimensión relacional debe complementarse con la dimensión social de la
ética. La humanidad no tiene futuro si no se comparten los bienes de la
Tierra y los frutos del trabajo humano. Se trata de una cuestión
aritmética que depende de un desafío ético: o les aseguramos a todos medios
suficientes para una vida digna, incluidas las condiciones socioambientales, o,
como alertara Thomas Piketty, caminaremos rumbo a la barbarie, esto es, la
concentración de la renta en manos de un número cada vez menor de afortunados
conducirá a la humanidad a un colapso, porque los pueblos de las naciones
periféricas afectadas por la guerra, la falta de trabajo, vivienda y
alimentación suficiente, tratarán cada vez más de refugiarse en los países
ricos. Y los recursos naturales, como el agua potable, serán cada vez más
escasos y estarán monopolizados por grandes empresas transnacionales. En
resumen, el efecto de la progresiva privatización de los recursos naturales
será la exclusión progresiva de grandes contingentes humanos del acceso a los
bienes esenciales para la vida.
Joseph
Schumpeter explicitó en 1912 la naturaleza antiética del capitalismo, al
insistir en que su motor era la “destrucción creativa”, o sea, que le cabe al
mercado descartar las actividades y las personas que no son suficientemente
productivas, y obligar así a los débiles a cederles su lugar a los
fuertes. Ese darwinismo social abrió un espacio para el surgimiento de la
competencia desenfrenada. Y sirve para justificar las guerras.
En 1980,
la suma de los activos financieros mundiales equivalía al PIB global, unos 27
billones de dólares estadounidenses. En 2007, poco antes de que estallara
la primera gran crisis financiera del siglo XXI, el PIB mundial era de 60
billones, y los activos financieros de 240 billones, ¡cuatro veces mayores!
Esa es la famosa “burbuja”, que se sigue hinchando…
Por
tanto, sin ética no habrá avance civilizatorio. Sin ética, el hombre se
convertirá, de hecho, en lobo del hombre. Sin ética, el capitalismo se
fortalecerá, y la ambición de lucro y apropiación privada de la riqueza cobrará
más importancia que la defensa y la preservación de los derechos humanos.
No habrá
sociedad ética mientras haya capitalismo.
La izquierda y la ética.
La
credibilidad de la izquierda depende, sobre todo, de su actitud ética.
Fidel insistía en ese principio: “Un revolucionario puede perderlo todo,
la libertad, los bienes, la familia, hasta la vida, menos la moral”.
En el
siglo XX era costumbre entre los integrantes de la izquierda la práctica de la
autocrítica. Guardando las proporciones, esa práctica tenía su origen en
el acto penitencial de los cristianos al reconocer sus pecados. Al
escalar al poder en la Unión Soviética, Stalin se erigió en único señor de la
crítica. La autocrítica se hizo obligatoria y se tradujo en purgas y
asesinatos.
Hoy en
día, la carencia de mecanismos que propicien la autocrítica frecuente hace que
muchos grupos progresistas pierdan el sentido crítico. Sobre todo cuando
asumen el gobierno y se dejan cegar por la ilusión de que ejercen el
poder. Lo cierto es que el poder no siempre ocupa el gobierno, pero
ejerce una presión sobre él –económica, social, política e ideológica– que solo
puede contenerse y vencerse mediante otra instancia que lo supere: el poder
popular.
Los
avances conquistados en las últimas décadas por gobiernos progresistas en
América Latina son significativos en cuanto a sus dimensiones económicas,
sociales, políticas y ambientales. Pero no se puede afirmar lo mismo en
cuanto a su dimensión ética. Ciertas fallas han comprometido la
credibilidad del proceso de cambios y de algunos de sus líderes. Tal vez
Jesús, Gandhi, Luther King y Mandela no hayan tenido, históricamente, el éxito
que esperaban. Pero sus testimonios éticos perduran como referencia
ejemplar de conducta militante y del valor de las causas que encarnaron.
Por
tanto, el desafío futuro para la emancipación de América Latina consiste en
asociar un profundo proceso de cambios estructurales que la libere
progresivamente de la hegemonía capitalista, con actitudes éticas que pongan de
relieve la diferencia con los enemigos de clase. Pero eso no puede
depender exclusivamente de virtudes personales. Urge crear mecanismos
institucionales que impidan los desvíos éticos. No hay que esperar una
ética de los políticos, sino una ética de la política,
o sea, una institucionalidad gubernamental que inhiba todos los procedimientos
que favorezcan los privilegios personales, lesivos a los intereses y derechos
de la colectividad.
Ser
ético, por consiguiente, es una opción revolucionaria, capaz de engendrar el
hombre y la mujer nuevos soñados por la utopía comunista.
- Frei Betto
es escritor, autor de “La mosca azul – reflexión sobre el poder”, entre otros
libros. Integrante del Consejo de ALAI.
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