Racismo
y fanatismo: el supremacismo blanco en EE. UU. Cuesta
creer que en Estados Unidos, en pleno siglo XXI, sigan siendo legales las
esvásticas, los saludos nazis y realizar marchas por la supremacía blanca en las que el odio
y la violencia son las atracciones principales. Un pasado manchado por el
racismo y masacres en nombre de la raza blanca no han sido suficiente razón
para poner límites a la libertad de expresión; para los supremacistas, la libertad de uno no termina donde la del otro
comienza.
El supremacismo blanco y el terrorismo blanco siguen siendo
un problema para Estados Unidos. Se hizo creer que las capuchas blancas y las antorchas,
emblemas del Ku Klux Klan, quedaron
enterradas en los años 60 tras la firma del Pacto International de Derechos Civiles y Políticos. Sin embargo,
la realidad es muy distinta. Desde que se pusiese fin a la segregación racial en EE. UU., los ataques y manifestaciones por la
supremacía blanca han demostrado que una alarmante parte de la sociedad sigue
siendo fiel a estos pensamientos.
Muestra de ello es que el ataque terrorista más sangriento de la
Historia estadounidense antes del 11S fue llevado
a cabo por un extremista antiestatal en nombre de la raza
blanca. En abril de 1995, Timothy
McVeigh hacía detonar una bomba que derribaba un edificio en el centro de Oklahoma City. El atentado ponía fin a
la vida de 168 personas, incluyendo niños, y hería a casi 700 personas.
Después
de más de dos décadas del atentando, el panorama no parece haber mejorado. La crisis económica, la reciente
llegada de inmigrantes y refugiados en busca de un futuro mejor, así como la
amenaza yihadista, han servido de excusa
para la reavivación de movimientos de supremacismo blanco. La victoria de Donald
Trump, además, ha creado un ambiente en el que estos movimientos se
sienten cómodos para luchar por su causa. Lejos de aparecer como una figura
sólida en la lucha contra el racismo,
Trump ha conseguido con sus discursos de odio crear el caldo
de cultivo perfecto para avivar las polaridades. El pasado 19 de agosto se
hacía evidente esta realidad. Lo que comenzaba como una “marcha pacífica” por
la supremacía blanca en Charlottesville acababa con la muerte de Heater D. Heyer tras ser atropellada por
un simpatizante nazi que decidió dirigir su coche a toda velocidad hacia un grupo de personas que se
manifestaban en contra de la marcha Unite the Right.
/////
Estados Unidos- En pleno siglo XXI siguen desfilando en las calles Jóvenes supremacistas blancos, con sus antorchas encendidas. La raza blanca dominando el mundo?. Con terrorismo, violencia, masacres colectivas, racismo, misoginia y "políticos" en el Poder como el señor Trump en Estados Unidos y en los tiempos actuales el sr. Bolsonaro en Brasil . Y cuantos nuevos "neo-nazis" más insurgirán en el mundo con una extrema derecha recalcitrante, criminal, racista y terrorista.
***
EL SUPREMACISMO BLANCO SIGUE COSECHANDO
MUERTES, AHORA ESPECTACULARIZADAS.
*****
Luis E. Sabini Fernández.
Rebelión martes 19 de marzo del 2019.
Los medios de incomunicación de masas expresan
comprensible rechazo y horror ante las matanzas perpetradas por supremacistas
blancos en dos mezquitas en Nueva
Zelanda.
Y los más avisados, como por ejemplo Página 12 en Buenos Aires,
conectan lo acontecido con el asesinato colectivo llevado a cabo por Anders Behring Breivik en Noruega que
diezmó, matando decenas de participantes de un campamento socialdemócrata
poblado mayoritariamente por jóvenes árabes.
Llama la atención algunas omisiones, incluso entre “los más avisados”, en este cuadro de
situación. Por ejemplo, el no registro de otro atentado igualmente atroz y
colectivo, cometido también en una mezquita, palestina, por un judío supremacista, hipersionista, Baruch
Goldstein. La “hazaña”, entonces, resultó ser el asesinato de una treintena
de orantes hiriendo a varios más, aunque algunos entre los atacados lograron
reaccionar y terminaron matando a mano desnuda al terrorista (que
inmediatamente pasó a la condición de mártir para sus admiradores).
No nos
extraña que Página 12 no rastree ese parentesco, pero nos
parece que el cuadro de situación se complica porque lo acontecido en Nueva Zelandia no sólo tiene que ver
con el terrorismo blanco supremacista que
a la vez se presenta como de autodefensa (porque actúan matando a lo que ellos
llaman invasores; musulmanes en Europa,
o en Israel) sino también con otros fenómenos de matanzas colectivas de
distinta naturaleza.
Ordenando un
poco cronológicamente, desde hace ya mucho y más bien en EE.UU. hay un estilo de matanzas en
colegios, sobre todo a cargo de alumnos o exalumnos que incluso mereció un
documental esclarecedor de Michael Moore.
Otra cuerda de asesinatos colectivos e
indiscriminados proviene de los ex
marines, también desde EE.UU.
Un poco más cerca nuestro en el tiempo el llamado ISIS o Ejército Islámico, una
entidad fantasma que presentándose como islámica no se ha caracterizado por
actuar contra cristianos o judíos sino contra
población precisamente musulmana (Libia, Irak, Siria, p. ej., aunque
también ha hecho atentados en el Primer Mundo) y que ha tenido el apoyo médico
y material, por ejemplo de Israel.
Ellos también desplegaron los asesinatos en masa, a menudo con sacrificio del terrorista desencadenador de la acción
y a veces, también han acompañado sus atrocidades con cierta
espectacularización.
Esto último
parece una característica cada vez más dominante.
El criminal supremacista blanco que atacó en Nueva Zelanda y la muerte de 50 personas en 2 Mezquitas.
***
Y ya en el
terreno de la espectacularización, entreveo dos vertientes que el supremacista Brenton Tarrant ha unido
en su execrable foja:
1) el furor
de los juegos electrónicos tipo Fortnite denominados por sus fabricantes
─en inglés, claro─ Epic Games, Juegos
épicos, con una ignorancia supina del sentido de lo épico que no consiste
en matar cobardemente, por sorpresa o por la espalda;
2) la puesta
en acto, copiando ahora en la vida real los libretos racistas y violentistas de
esos videojuegos, que tienen sin duda una intención pedagógica
(aunque nos cueste pensar que lo pedagógico tenga rasgos tan violentos).
Un detalle. Mientras
ABB era noruego e hizo su “acción de
guerra” en Noruega, Brenton Tarrant es australiano y decidió hacer su “acto” en Nueva Zelandia. Es un
elemento menor pero significativo de cierta “internacionalización” del terror blanco,
otro rasgo de esta oleada de violencia.
Un corolario llamativo de este atentado a la vida, en este caso humana, sobrevenido en ese
universo que desde tan lejos visualizamos idílico, es la visión que desde el
gobierno la premier neozelandesa,
Jacinta Ardern, planteó. Se desmarcó de inmediato de semejante
procedimiento: “Este tipo de
violencia no tiene lugar entre nosotros. Esto no es lo que somos.”
Este último comentario es altamente significativo
de la autovaloración que revela la capa
gobernante de Nueva Zelandia, muy similar a
la de otros países que son o se consideran del Primer Mundo (Australia, Canadá, Europa Occidental,
EE.UU., Israel).
Tenemos que recordar que Nueva Zelandia, como tantos países
gestados con una colonización de
asentamientos (blancos), en general
se han valido de muchísima violencia contra los aborígenes (y eventualmente
contra otros conquistadores).
Luego de la
“pacificación”, algunos estados han generado sociedades “tranquilas”, como podría ser Canadá o
Nueva Zelandia. Pero incluso en tales casos, el despojo, violento o administrativo,
ha proseguido. Basta conocer los testimonios de poblaciones originarias de Canadá o Nueva
Zelanda para saberlo. [1]
Los países
“blancos” constituidos mediante asentamientos relativamente recientes, dos siglos
aproximadamente en el caso de Australia
y Nueva Zelandia, y menos de cuatro en el caso de los países
norteamericanos, no se han caracterizado por demasiada generosidad ni con los
que estaban asentados milenariamente en tales
territorios ni con nuevos arribos; al contrario, el racismo ha sido brutal,
genocida.
Cuando hace unas décadas, el sudeste asiático
expulsó población, por razones políticas
y económicas, como Vietnam luego de la
unificación (1979), e incluso de países bajo control de Vietnam, como fue el caso de la etnia hoa de Camboya, las autoridades marítimas australianas, para
evitar el asentamiento de dichos refugiados (genéricamente llamados “de los botes”) emplearon en algunos casos
el torpedeo de dichos barcos bajo la línea de flotación, cuando estaban tan
cerca de la costa como para que dejaran de navegar y no terminaran de hundirse;
de inmediato se despachaban embarcaciones de rescate y se llevaba a todo el
contingente a la lejanísima Diego
García, una isla administrada por potencias occidentales donde eran
internados, y alimentados indefinidamente, con provisiones desde Australia.
La política de tanta
hostilidad ante los fugitivos significó incluso muertes, porque alguna vez
no se acertó al torpedear los barcos porque éstos, en un fondo marino más
hondo, terminaron hundiéndose, con lo cual se provocaron muertes indeseadas.
Tal vez el método haya sido abandonado por su brutal desprecio a los derechos
humanos.
Pero si vamos al Mediterráneo, vemos también lo
insensato e indecente de la frase de
Jacinta Ardern recordándonos que no emplean la violencia de los
supremacistas blancos. Porque eso es cierto, no emplean ese tipo de violencia.
Pero es demasiado indulgente autodefinirse: “Esto no es lo que somos.”
La pregunta previa es por qué hay tanta población que abandona su tierra,
tanto árabes, como afros, como, por ejemplo últimamente, la etnia rohingya, desde Myanmar. ¿Por qué hay
tantos árabes en Nueva Zelandia, en
Europa, por qué hay tantos caribeños
y sudamericanos buscando entrar a EE.UU., por qué tantos africanos cruzan a
riesgo de su vida el Mediterráneo para alcanzar Italia, Francia, Alemania?
No es porque les guste extranjerizarse ni pretendan
invadir, como aduce Brenton Tarrant.
Es porque se están muriendo literalmente de hambre, saqueados como pocas veces
antes, por transnacionales y estados del Primer Mundo, por grandes petroleras, consorcios mineros,
Coca-Cola que les roba el agua, y tantas otras redes de saqueo.
*****
Notas
[1] Nativoamericanos
canadienses acusan a las autoridades sociales de una política
de despojo de sus hijos enmarcando conductas en cánones resueltos por la
sociedad europea que allí se implantó, que discrimina permanentemente a los
aborígenes. Y la población maorí en Nueva Zelandia, estimada en una décima
parte de la población general, acusa del mismo problema, el mismo agobio, su
situación en el archipiélago.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario