SOCIOLOGÍA DEL CAMBIO CLIMATICO. LAS
HUELGAS ESCOLARES POR EL CAMBIO CLIMÁTICO SON INSPIRADORAS, PERO DEBERÍAN
AVERGONZARNOS. 25 de Marzo HUELGA GLOBAL. Los ESCOLARES en DEFENSA del MEDIO
AMBIENTE. Extraordinario,
una Lección para la HUMANIDAD. GRETA
THUNBERG, niña de 15 años, marcó el camino. Que los niños se estén saltando las clases para
tomar la iniciativa moral es una denuncia a la complacencia adulta. Tal
es el caótico estado de nuestro mundo al revés que los niños son ahora los
adultos y los adultos son los niños. Podemos
encontrar difícil imaginar el futuro. La
única manera en la que podemos visualizarlo, quizás, es a través de nuestros
hijos. Cuando nos dicen que estamos
incendiando su futuro, como estamos haciendo ahora, debemos superar nuestra
vergüenza por haberles fallado y escucharles.
HOY EN LA COYUNTURA MUNDIAL DE UN DESORDEN GLOBAL, ha recaído sobre los niños el peso de llamar la atención sobre una
emergencia que no es falsa ni fácilmente evitable. Ha recaído sobre aquéllos que son tan jóvenes que no se
confía en ellos para que decidan lo que pueden comer o cuándo pueden irse a
la cama, dar el toque de alarma sobre la crisis que más importa: la crisis del
clima. ¿Qué tenemos que sacar en claro de la huelga de escolares de hoy, en Gran
Bretaña y por todo el mundo, parte de un movimiento que está creciendo
rápidamente y que pretende celebrar una HUELGA GLOBAL PARA EL 15 DE MARZO? ¿Cómo debemos reaccionar ante un fenómeno que comenzó
con una sola niña, una adolescente de Estocolmo
llamada GRETA THUNBERG, que se saltó las clases un viernes el pasado agosto
para sentarse a protestar en los escalones del PARLAMENTO SUECO, y que hoy
vio a niños de primaria, y también a adolescentes, seguir su camino blandiendo
carteles mientras marchaban en Parliament
Square y en las calles de docenas de pueblos y ciudades británicas?
SEGURAMENTE, A PRIMERA VISTA, LA REACCIÓN TIENE que ser de alegría liberadora. Muchos compartirán el entusiasmo de
aquellos medioambientalistas veteranos que lo reciben como el suceso más
emocionante, más esperanzador del que han sido testigos después de décadas de
campañas. LA
GENERACIÓN JOVEN, que tan fácilmente ha sido caricaturizada como DESCONECTADA Y
EGOCÉNTRICA, con sus cabezas
permanentemente inclinadas sobre sus teléfonos, publicando fotos de sí mismos
en Instagram, está tomando la
iniciativa moral. LOS PADRES LIBERALES han estado a su lado
con orgullo, abrigando a sus pequeños con bufandas y guantes mientras les
ven saltarse las clases para salvar el planeta. Sospecho que habrá muchos lectores
del Guardian que comparten el dilema al que me he
enfrentado esta semana. No es si
permitir o no a sus hijos saltarse las clases en un año de exámenes para
abordar la importante causa del cambio climático: ese es evidente. No, el
dilema que tengo en la cabeza entra más en el detalle. ¿Deberían los padres liberales
concienciados mostrar su emoción
al ver a sus hijas e hijos posicionarse o deberían pretender que lo
desaprueban, dando así a los jóvenes la emoción de una rebelión de principios?
LOS PROFESORES HAN PELEADO CONTRA EL CHOQUE entre la ley, que dice que los niños
deben estar en la ESCUELA, y la
evidencia de que este es un “momento de enseñanza”, una experiencia de
aprendizaje. De hecho la ley dice que los niños deben estar en la escuela a no
ser que existan “circunstancias
excepcionales”. Como me dijo la única
parlamentaria del Partido Verde, CAROLINE LUCAS, mientras se maravillaba de las protestas INFANTILES
en las calles de su distrito de Brighton: “Que
David Attenborough alerte de que el futuro de la civilización está en riesgo,
cuenta como 'circunstancias excepcionales'”. Y no es solo el problema con
las emisiones de carbono lo
que este momento puede enseñarnos. THUNBERG
también está demostrando el poder de los actos individuales. ES MUY FÁCIL SENTIRSE IMPOTENTE ante la
enorme magnitud de la crisis climática, pero THUNBERG, cuya cuenta de Twitter
la describe como una “activista por
el clima de 16 años con síndrome de Asperger”, es la viva imagen de la causa
contra el derrotismo. Todas estas razones nos dan esperanza.
Y sin embargo, nos enfrentamos a una verdad mucho más dura. Estas manifestaciones de los jóvenes son
una crítica terrible al resto de nosotros. Son una señal de nuestro fracaso.
Su acción solo es necesaria porque nosotros no hemos actuado. Como un cartel en
una de las protestas
en Bélgica les decía a los políticos:
“Haré mis deberes cuando vosotros hagáis
los vuestros”.
HUBO UNA GRAN VEHEMENCIA EN LAS PALABRAS DE THUNBER en la conferencia de la ONU sobre el cambio climático en Polonia en diciembre: “No sois lo suficientemente maduros para contarlo tal y
como es, hasta esa carga nos la dejáis a nosotros los niños”. Cualquier
placer u orgullo que sintamos por estas protestas debe enfriarse al comprender
el fracaso del mundo adulto. Hay una
última cuestión, una que parece injusta dado el idealismo escrito en las caras de esos niños. ¿Servirán de algo sus
esfuerzos? Los escépticos dirán que no, especulando que la atención de los jóvenes es voluble, que esto será
–como los padres han dicho a sus hijos a lo largo del tiempo- solo una etapa.
También puede que añadan que los poderosos
son muy hábiles apropiándose de los jóvenes y por tanto neutralizándolos: Como
la reciente invitación de Thunberg a
Davos. PAGE alerta de que los humanos son excepcionalmente malos para detectar los peligros lentos y a largo plazo: “Estamos programados
para los dientes de sable”
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ECOLOGÍA SOCIAL: LAS HUELGAS ESCOLARES
POR EL CAMBIO CLIMÁTICO SON INSPIRADORAS, PERO DEBERÍAN AVERGONZARNOS.
*****
Jonathan Freedland.
The Guardian.
Rebelión miércoles 27 de febrero del 2019.
Traducido por Eva Calleja.
Greta Thunberg marcó el camino. Que los niños se
estén saltando las clases para tomar la iniciativa moral es una denuncia a la
complacencia adulta.
Tal es el caótico estado
de nuestro mundo al revés que los niños son ahora los adultos y los adultos son
los niños. En Westminster, nuestros supuestos líderes –hombres y mujeres
maduros añejos- siguen pataleando y pidiendo lo que nadie puede darles.
Insisten en que les
deberían permitir devorar todo el pastel de cumpleaños y que todavía les quede
pastel para comer, amenazan con marcharse enfadados de la Unión Europea y dar
un portazo tras ellos. Como dijo muy acertadamente Dominic Grieve, el anterior
fiscal general: “Amenazar con irse es el mismo comportamiento que el de un niño
de tres años que dice que no va a respirar si no consigue lo que quiere”.
Mientras
tanto en Washington Donald Trump, de 72 años y tres cuartos, ha
chillado y chillado hasta vomitar, golpeando su pequeño puño en la mesa
mientras demandaba dinero para el gran muro de ladrillos que quiere construir
y, hoy mismo, ha declarado el estado de emergencia nacional para salirse con la
suya. La Presidenta de la Cámara de
Representantes, la Demócrata Nancy Pelosi, valoró el mes pasado la
situación con bastante precisión, cuando Trump estaba cerrando el Gobierno: “Es una rabieta del presidente. Tengo cinco
hijos y nueve nietos. Sé lo que es una rabieta cuando la veo”.
Pero quizá estas
comparaciones son injustas –no para
Trump o los brexiters,
sino para los niños. Porque mientras Trump se ha inventado una emergencia
completamente falsa –no hay ninguna amenaza de invasión inminente de
inmigrantes en la frontera sur de EE.UU.–
y mientras la amenaza de una derrota sin acuerdo en la UE es, si acaso demasiado real, totalmente evitable a través de un
simple voto en la Cámara de los Comunes,
ha recaído sobre los niños el peso de llamar la atención sobre una emergencia
que no es falsa ni fácilmente evitable. Ha recaído sobre aquéllos que son
tan jóvenes que no se confía en ellos para que decidan lo que pueden comer o
cuándo pueden irse a la cama, dar el toque de alarma sobre la crisis que más
importa: la crisis del clima.
¿Qué tenemos que sacar en
claro de la huelga de escolares de hoy, en Gran Bretaña y por todo el mundo,
parte de un movimiento que está creciendo rápidamente y que pretende celebrar
una huelga global para el 15 de marzo? ¿Cómo debemos reaccionar ante un
fenómeno que comenzó con una sola niña, una adolescente de Estocolmo llamada Greta Thunberg,
que se saltó las clases un viernes el pasado agosto para sentarse a protestar
en los escalones del Parlamento sueco, y que hoy vio a niños de primaria, y
también a adolescentes, seguir su camino blandiendo carteles mientras marchaban
en Parliament Square y en las calles
de docenas de pueblos y ciudades británicas?
Seguramente, a primera
vista, la reacción tiene que ser de alegría liberadora. Muchos compartirán el entusiasmo de aquellos medioambientalistas
veteranos que lo reciben como el suceso más emocionante, más esperanzador
del que han sido testigos después de décadas de campañas. La generación joven, que tan fácilmente ha sido caricaturizada como
desconectada y egocéntrica, con sus cabezas permanentemente inclinadas sobre
sus teléfonos, publicando fotos de sí mismos en Instagram, está tomando la
iniciativa moral.
Los padres liberales han
estado a su lado con orgullo, abrigando a sus pequeños con bufandas y guantes
mientras les ven saltarse las clases para salvar el planeta. Sospecho que habrá muchos lectores del Guardian que comparten
el dilema al que me he enfrentado esta semana. No es si permitir o no a sus
hijos saltarse las clases en un año de exámenes para abordar la importante causa
del cambio climático: ese es evidente. No, el dilema que tengo en la cabeza
entra más en el detalle. ¿Deberían los
padres liberales concienciados mostrar su emoción al ver a sus hijas e hijos
posicionarse o deberían pretender que lo desaprueban, dando así a los jóvenes
la emoción de una rebelión de principios?
Los profesores han peleado
contra el choque entre la ley, que dice que los niños deben estar en la escuela,
y la evidencia de que este es un “momento
de enseñanza”, una experiencia de aprendizaje. De hecho la ley dice que los
niños deben estar en la escuela a no ser que existan “circunstancias excepcionales”. Como me dijo la única parlamentaria
del Partido Verde, Caroline Lucas,
mientras se maravillaba de las protestas infantiles en las calles de su
distrito de Brighton: “Que David
Attenborough alerte de que el futuro de la civilización está en riesgo, cuenta
como 'circunstancias excepcionales'”.
Y no es solo el problema
con las emisiones de carbono lo que este momento puede enseñarnos. Thunberg también está demostrando el
poder de los actos individuales. Es muy fácil sentirse impotente ante la enorme
magnitud de la crisis climática, pero Thunberg,
cuya cuenta de Twitter la describe como una “activista por el clima de 16 años
con síndrome de Asperger”, es la viva imagen de la causa contra el derrotismo. El rabino Jonathan Wittenberg, un
antiguo e incansable defensor del medio ambiente, tiene razón al decir que el
movimiento #ViernesPorElFuturo (#FridaysForFuture)
“no es el primer gran cambio que comienza
con la acción de una sola persona”: de Abraham en adelante, nuestra
historia y tradición está llena de gente que, sola al principio, cambió el
mundo.
Todas estas razones nos
dan esperanza. Y sin embargo, nos enfrentamos a una verdad mucho más dura. Estas
manifestaciones de los jóvenes son una crítica terrible al resto de nosotros. Son una señal de nuestro fracaso. Su
acción solo es necesaria porque nosotros no hemos actuado. Como un cartel en
una de las protestas en Bélgica les decía a los políticos: “Haré mis deberes cuando vosotros hagáis los vuestros”.
Esta semana ha sido el
primer aniversario del tiroteo en la
escuela Parkland de Florida, una masacre de 17 jóvenes que
dio paso a un movimiento de jóvenes estadounidenses que demandaban el control
de las armas de fuego. Esa reivindicación también es producto del fracaso, de
niños teniendo que actuar porque los adultos han fracasado en su tarea básica: proteger a la
juventud. Hubo una gran vehemencia en
las palabras de Thunber en la conferencia de la ONU sobre el cambio climático en Polonia en diciembre: “No sois lo suficientemente maduros para
contarlo tal y como es, hasta esa carga nos la dejáis a nosotros los niños”.
Cualquier placer u orgullo que sintamos por estas protestas debe enfriarse al
comprender el fracaso del mundo adulto.
Hay
una última cuestión, una que parece injusta dado el idealismo escrito en las
caras de esos niños. ¿Servirán
de algo sus esfuerzos? Los escépticos dirán que no, especulando que la atención de los jóvenes es voluble, que
esto será –como los padres han dicho a sus hijos a lo largo del tiempo- solo
una etapa. También puede que añadan que los poderosos son muy hábiles
apropiándose de los jóvenes y por
tanto neutralizándolos: Como la reciente
invitación de Thunberg a Davos.
Además, las encuestas
sugieren que no hay una mayor concienciación medioambiental entre los jóvenes. Según Ipsos Mori, solamente el 12 % de los jóvenes entre 18 y 24 años nombraron
al medioambiente
o a la contaminación como un problema importante, o el más
importante, al que se enfrenta el país, ni más alta ni más baja que la media
total. Ben Page de Ipsos Mori cree
que hasta que los niños no bloqueen las carreteras de la mayoría de las
ciudades, este último intento “no
calará”.
Es mucho más esperanzador que
todo eso. Hay señales de que la crisis
del clima finalmente está recibiendo la atención que merece. Veremos a los
próximos candidatos demócratas contra Trump
en 2020 hacer todo lo posible para aprovechar el “New Deal verde”, una visión de transformación de la economía para
salvar el planeta, atractivo no solo para los que ya tendían a priorizar el
medioambiente. Veremos también la manera en la que Extintion
Rebellion ha capturado la imaginación; o la reacción a noticias
como que la población de insectos en el mundo se está desplomando, una
destrucción que amenaza con el colapso de la naturaleza misma.
Page alerta de que los
humanos son excepcionalmente malos para detectar los peligros lentos y a largo
plazo: “Estamos programados para los
dientes de sable”, dice. Podemos encontrar difícil imaginar el futuro. La
única manera en la que podemos visualizarlo, quizás, es a través de nuestros
hijos. Cuando
nos dicen que estamos incendiando su futuro, como estamos haciendo ahora,
debemos superar nuestra vergüenza por haberles fallado y escucharles.
Jonathan Freedland
es columnista de The Guardian
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