lunes, 2 de diciembre de 2019

MANUEL CASTELLS. ESTALLA AMÉRICA LATINA.

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MANUEL CASTELLS: “EL MIEDO SE SUPERA CON LA INDIGNACIÓN”. El experto en redes sociales actualiza su ensayo sobre los movimientos de protesta ciudadana que se han extendido a nuevas plazas del mundo. El 17 de diciembre de 2010, Mohamed Buazizi dijo basta. Ante la enésima confiscación de su puesto de frutas por parte de la corrupta policía tunecina, decidió quemarse a lo bonzo. Su cuerpo fue lo primero que ardió, pero no lo último. Ni mucho menos. Desde entonces, el fuego de la indignación prendió por Túnez, en la primera de las primaveras árabes, y por redes sociales y plazas de todo el mundo, de España a Grecia, de Estados Unidos a Egipto. Hablaban lenguas distintas, se llamaban Indignados o Occupy Wall Street pero los unía el mismo hartazgo: no podían tolerar más que el 1% viviera a costa del 99%, por citar al movimiento estadounidense.

En realidad, son muchos más los elementos que aúnan a las distintas protestas espontaneas y colectivas que han ido surgiendo por medio planeta. Es lo que se descubre en el libro Redes de indignación y esperanza (Alianza), un análisis comparativo de orígenes, puntos de contacto y consecuencias que el sociólogo español Manuel Castells dedicó en 2012 a estos movimientos. Ahora la obra se refuerza con una segunda edición “un 40% nueva”, en palabras de Castells (Hellín, 1942).

La lucha política se acaba reduciendo a las emociones humanas”. ¿Pero, por qué retomar el asunto? “Por un lado, se debe a la extensión de movimientos de este tipo a otras áreas del mundo, como Brasil, Turquía o Hong Kong. Y, por otro, a partir de la maduración de los procesos de cambio social, se pueden empezar a observar efectos a nivel político e institucional”, asevera el catedrático. “Esto acaba de empezar”, agrega. En concreto, cada movimiento comienza con una mecha, una gota que colma el vaso de las injusticias. “Las sociedades se gestionan en base al miedo, la emoción humana más importante. Solo se supera con la indignación, que permite ir más allá del temor a que te pase algo”, resume Castells. A partir de ahí, el acto de rabia individual o de unos pocos se comunica viralmente. He aquí el rol fundamental de Internet. Aquel levantamiento personal desemboca finalmente en una acción colectiva. Y el resto es historia, como ya saben europeos, asiáticos, africanos o americanos. Fuente. El País.

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MANUEL CASTELLS. ESTALLA AMÉRICA LATINA.

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Manuel Castells.

La vanguardia lunes 2 de diciembre del 2019.

Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia. Las calles protestan allá donde los puentes con las instituciones se han roto. Una densa nube de gas lacrimógeno, mezclada con la polución ambiente, hace irrespirable el aire. Cada protesta tiene una causa específica, pero similares formas de expresión. Los jóvenes, hombres y mujeres, son vanguardia. Han perdido el miedo y luchan por sus mayores. Sus redes digitales los empoderan y los movilizan, no necesitan líderes. La represión policial es violentísima. La panoplia de medios de hacer daño se multiplica. Artilugios que revientan ojos, fracturan cráneos, asfixian pulmones, desfiguran rostros. Y cuando no bastan, balas. El cuenteo de muertos va subiendo. Pero los manifestantes han perdido el miedo y se enfrentan a la policía con violencia creciente. Al calor de la protesta, hay quienes aprovechan para saquear supermercados o incendiar edificios simbólicos y hasta hospitales. Y atacan comisarías. A pesar de la violencia, una mayoría de ciudadanos aún apoya la protesta. En Chile, Ecuador y Colombia es una revuelta contra la apropiación del crecimiento económico por una minoría que además apenas paga impuestos y deja salud, educación y pensiones a la lógica del mercado. Hay conciencia clara de rechazo a un modelo económico hegemónico en las instituciones. Decía un dirigente estudiantil: “El neoliberalismo nació en Chile y ­morirá en Chile”. Y otros añaden el consumismo, esa trampa en la que acaban endeudados insosteniblemente porque los señuelos publicitarios no se ­corresponden con los sueldos. La chispa fue la subida de la gasolina en Ecuador o el aumento del precio del metro en Santiago. Por empresas privadas, respaldadas por el Gobierno. En Colombia, país que ha superado el miedo tras la incierta paz, los estudiantes piden acceso a la universidad, mientras disminuyen los recursos destinados a la enseñanza. Pero también las caceroladas y manifestaciones claman contra el aumento del paro. Y contra la crisis permanente de salud y, como en todas partes, contra pensiones miserables que condenan a la indigencia a millones de ancianos. Mercado libre para una sociedad tremendamente desigual en que la injusticia social es el hábito de oligarquías que utilizaron siempre las instituciones para defender sus privilegios. A las demandas sociales se une el clamor por la dignidad y el respeto de los derechos humanos, em­pezando por las mujeres y la libertad de decidir a quién se ama. Bogotá acaba de elegir alcaldesa a una líder lesbiana ecologista y humanista saludada con entusiasmo por la juventud.

En la raíz del conflicto está la desigualdad social, el fracaso del neoliberalismo y la crisis institucional.
 


La violencia en Bolivia tiene un origen distinto y más amenazante. Porque es un país en que el crecimiento económico de la última década ha ido acompañado de una reducción sustancial de la pobreza y una mejora de las condiciones de vida del conjunto de la población bajo el liderazgo de Evo Morales. Pero hubo al mismo tiempo una profunda transformación social: los indígenas llegaron al poder, con las cholas en primera línea de las instituciones del Estado y mayoría absoluta en el Congreso democráticamente elegido. La élite blanca no pudo tolerarlo. El conflicto en Bolivia es fundamentalmente racial. Aunque se apoyara la oposición en los brotes de corrupción en el Estado, la prepotencia del partido MAS y las maniobras de Evo para mantenerse en el poder, incluyendo, tal vez, fraude electoral. Pero Morales ofreció volver a repetir las elecciones y no presentarse. Aun así, la conspiración que ya estaba en marcha, incluidas manifestaciones populares orquestadas por líderes religiosos fundamentalistas, consiguió que la jerarquía militar obligara al presidente constitucional a dimitir y exilarse. La mano de Bolsonaro parece probable, jaleado por Trump. Contra ese golpe estalló parte de Bolivia, tanto en las regiones cocaleras de Cochabamba como en El Alto, concentración de indígenas en La Paz. El ejército reaccionó disparando y matando, retornando a la siniestra historia de Bolivia, el país con más golpes de Estado en América Latina.

Quienes creíamos superada esa etapa hemos de aceptar que cuando hay un cambio del poder social (aunque se respete el económico) el último recurso de las élites es siempre el monopolio de la violencia.

Mientras tanto, en Chile la violencia sin sentido está desatada en un frenesí de destrucción, alimentada por grupos narcos tal vez manipulados y una rabia popular multiforme. Es posible que se despliegue el ejército en las calles a requerimiento de un Piñera desbordado. Y si no hay reformas pronto y continúa la protesta, podría suceder una regresión autoritaria.

En la raíz del estallido latinoamericano, al que se podría añadir un Perú políticamente desestabilizado y del que se libró Argentina por la esperanza popular en Alberto Fernández, hay tres fenómenos entrelazados: una desigualdad social extrema; el fracaso, una vez más, de políticas neoliberales que imponen la lógica estricta del mercado no sólo a la economía sino a la sociedad en su conjunto, y la ruptura de la confianza ciudadana en las instituciones políticas, cuya representatividad rechaza el 83% de la población en el conjunto de la región. En ese contexto, el gatopardismo (“que todo cambie para que todo siga igual”) no parece que pueda ya ser suficiente. Las ondas de choque del estallido actual podrían expandirse en tiempo y espacio, con consecuencias impredecibles

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