MANUEL CASTELLS: “EL MIEDO SE SUPERA CON
LA INDIGNACIÓN”. El experto en
redes sociales actualiza su ensayo sobre los movimientos de protesta
ciudadana que se han extendido a nuevas plazas del mundo. El
17 de diciembre de 2010, Mohamed Buazizi dijo basta. Ante la enésima
confiscación de su puesto de frutas por parte de la corrupta policía tunecina,
decidió quemarse a lo bonzo. Su cuerpo fue lo primero que ardió, pero no lo
último. Ni mucho menos. Desde entonces, el fuego de la indignación prendió
por Túnez, en la primera de las primaveras árabes, y por redes sociales
y plazas de todo el mundo, de España a Grecia, de Estados
Unidos a Egipto. Hablaban lenguas distintas, se llamaban Indignados
o Occupy Wall Street pero los unía el mismo hartazgo:
no podían tolerar más que el 1% viviera a
costa del 99%, por citar al movimiento
estadounidense.
En realidad, son muchos más los elementos
que aúnan a las distintas protestas espontaneas y colectivas que
han ido surgiendo por medio planeta. Es lo que se descubre en el libro Redes de indignación y
esperanza (Alianza), un análisis comparativo de orígenes,
puntos de contacto y consecuencias que el sociólogo español Manuel Castells dedicó en 2012 a estos
movimientos. Ahora la obra se refuerza con una segunda edición “un 40%
nueva”, en palabras de Castells (Hellín, 1942).
La lucha política se acaba reduciendo a las
emociones humanas”. ¿Pero, por qué retomar el asunto? “Por un lado, se
debe a la extensión de movimientos de este tipo a otras áreas del mundo, como Brasil,
Turquía o Hong Kong. Y, por otro, a partir de la maduración de los procesos
de cambio social, se pueden empezar a observar efectos a nivel político e
institucional”, asevera el catedrático. “Esto acaba de empezar”, agrega. En
concreto, cada movimiento comienza con una mecha, una gota que colma el vaso de
las injusticias. “Las sociedades se gestionan en base al miedo, la
emoción humana más importante. Solo se supera con la indignación, que permite
ir más allá del temor a que te pase algo”, resume Castells. A
partir de ahí, el acto de rabia individual o de unos pocos se comunica
viralmente. He aquí el rol fundamental de Internet. Aquel levantamiento
personal desemboca finalmente en una acción colectiva. Y el resto es historia, como ya saben europeos, asiáticos,
africanos o americanos. Fuente. El País.
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MANUEL
CASTELLS. ESTALLA AMÉRICA LATINA.
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Manuel Castells.
La vanguardia lunes 2 de diciembre del 2019.
Ecuador,
Chile, Bolivia, Colombia. Las calles
protestan allá donde los puentes con las instituciones se han roto. Una densa
nube de gas lacrimógeno, mezclada con la polución ambiente, hace irrespirable
el aire. Cada protesta tiene una causa específica, pero similares formas de
expresión. Los jóvenes, hombres y mujeres, son vanguardia. Han perdido
el miedo y luchan por sus mayores. Sus redes digitales los empoderan y los
movilizan, no necesitan líderes. La represión policial es violentísima. La
panoplia de medios de hacer daño se multiplica. Artilugios que revientan ojos,
fracturan cráneos, asfixian pulmones, desfiguran rostros. Y cuando no bastan,
balas. El cuenteo de muertos va subiendo. Pero los manifestantes han perdido
el miedo y se enfrentan a la policía con violencia creciente. Al calor de
la protesta, hay quienes aprovechan para saquear supermercados o incendiar
edificios simbólicos y hasta hospitales. Y atacan comisarías. A pesar de la
violencia, una mayoría de ciudadanos aún apoya la protesta. En Chile,
Ecuador y Colombia es una revuelta contra la apropiación del crecimiento
económico por una minoría que además apenas paga impuestos y deja salud, educación y pensiones a la lógica del mercado. Hay conciencia clara
de rechazo a un modelo económico hegemónico en las instituciones. Decía un
dirigente estudiantil: “El neoliberalismo nació en Chile y morirá en
Chile”. Y otros añaden el consumismo, esa trampa en la que
acaban endeudados insosteniblemente porque los señuelos publicitarios no se corresponden
con los sueldos. La chispa fue la subida de la gasolina en Ecuador o el
aumento del precio del metro en Santiago. Por empresas privadas,
respaldadas por el Gobierno. En Colombia,
país que ha superado el miedo tras la incierta paz, los estudiantes piden
acceso a la universidad, mientras disminuyen los recursos destinados a
la enseñanza. Pero también las caceroladas y manifestaciones
claman contra el aumento del paro. Y contra la crisis permanente de
salud y, como en todas partes, contra pensiones miserables que
condenan a la indigencia a millones de ancianos.
Mercado libre para una sociedad tremendamente desigual
en que la injusticia social es el hábito de oligarquías que utilizaron
siempre las instituciones para defender sus privilegios. A las demandas
sociales se une el clamor por la dignidad y el respeto de los derechos
humanos, empezando por las mujeres y
la libertad de decidir a quién se ama. Bogotá acaba de elegir
alcaldesa a una líder lesbiana ecologista y humanista saludada con
entusiasmo por la juventud.
En
la raíz del conflicto está la desigualdad social, el fracaso del neoliberalismo
y la crisis institucional.
La violencia
en Bolivia tiene un origen distinto y más amenazante. Porque es un país en que el crecimiento
económico de la última década ha ido acompañado de una reducción
sustancial de la pobreza y una mejora de las condiciones de vida del
conjunto de la población bajo el liderazgo de Evo
Morales. Pero hubo al mismo tiempo
una profunda transformación social: los indígenas llegaron al poder,
con las cholas en primera línea de las instituciones del Estado y
mayoría absoluta en el Congreso democráticamente elegido. La élite
blanca no pudo tolerarlo. El conflicto en Bolivia es
fundamentalmente racial. Aunque se apoyara la oposición en los brotes de corrupción
en el Estado, la prepotencia del partido MAS y las maniobras de Evo
para mantenerse en el poder, incluyendo, tal vez, fraude electoral. Pero
Morales ofreció volver a repetir las
elecciones y no presentarse. Aun así, la conspiración que ya estaba en marcha,
incluidas manifestaciones populares orquestadas por líderes
religiosos fundamentalistas, consiguió que la jerarquía militar obligara
al presidente constitucional a dimitir y exilarse. La mano de Bolsonaro
parece probable, jaleado por Trump. Contra ese golpe estalló parte de
Bolivia, tanto en las regiones cocaleras de Cochabamba como en El
Alto, concentración de indígenas en La Paz. El ejército
reaccionó disparando y matando, retornando a la siniestra historia de Bolivia,
el país con más golpes de Estado en América Latina.
Quienes
creíamos superada esa etapa hemos de aceptar que cuando hay un cambio del
poder social (aunque se respete el económico) el último recurso de las élites
es siempre el monopolio de la violencia.
Mientras
tanto, en Chile la violencia sin sentido
está desatada en un frenesí de destrucción, alimentada por grupos
narcos tal vez manipulados y una rabia popular multiforme. Es
posible que se despliegue el ejército en las calles a requerimiento de un Piñera
desbordado. Y si no hay reformas pronto y continúa la protesta,
podría suceder una regresión autoritaria.
En la raíz
del estallido latinoamericano, al que se podría añadir un Perú políticamente desestabilizado y del
que se libró Argentina por la esperanza popular en Alberto Fernández,
hay tres fenómenos entrelazados: una desigualdad social extrema;
el fracaso, una vez más, de políticas neoliberales que imponen la lógica
estricta del mercado no sólo a la economía sino a la sociedad en su
conjunto, y la ruptura de la confianza ciudadana en las instituciones políticas, cuya
representatividad rechaza el 83% de la población en el conjunto de la
región. En ese contexto, el gatopardismo (“que
todo cambie para que todo siga igual”) no parece que pueda ya ser suficiente. Las ondas de choque del estallido actual podrían expandirse
en tiempo y espacio, con consecuencias impredecibles
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