“El ciclo
progresista no es más posible de la forma como fue caracterizado entre diez y
cinco años atrás, con el aprovechamiento de precios altos de Commodities,
aumento del crédito y consumo, buen trato con los poderes
empresariales que generaron lucros históricos para el poder financiero,
perdones fiscales para grandes empresas y expansión del agronegocio sin
precedentes. Políticas sociales y de cultura pretendían equilibrar un modelo que no dejó de ser de
concentración de renta y desigualdad. Crecimiento y consumo
ocurrían sin ruptura con las bases de una democracia de pocas familias dueñas
del poder”.
“Después del
progresismo, y sin ruptura con las bases de la organización económica, así como de las
políticas públicas de transferencias de renta, nuevas y viejas derechas ganan elecciones,
pero no establecen una nueva hegemonía. Como en Chile, el gobierno
colombiano de Iván Duque, también de derecha, enfrenta fuerte
oposición en las calles. Bolsonaro en Brasil, muestra grandes problemas
de sustentación de una base parlamentaria y problemas para mostrar una mejora
económica que beneficie la población. Apenas un discurso
autoritario que se presenta contrario
a las instituciones, pero que no se mostró capaz de organizar una base
movilizada de sustentación, ni de unificar
políticamente las distintas derechas oscurantistas, liberales, conservadoras y
oportunistas que congrega”.
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Su norte político: El desastre, el hambre y la miseria a sus pueblos. Pero el bolsillo y la chequera gigante de su entorno y la élite político-empresarial se super concentró como un camino visible de la Desigualdad.Tal es la dimensión económico-social y política de su fracaso gubernamental, que definitivamente deben despedirse para Nunca más ser o asumir la "responsabilidad de Primer Ciudadano" o Presidente de su propia Nación.
***
TRANSICIÓN
POLÍTICA SUDAMERICANA, ENTRE PRESIDENCIAS DESHIDRATADAS Y EL DESPERTAR DE LAS
CALLES.
*****
Salvador Schavetzon.
Rebelión jueves 19 de
diciembre del 2019.
Sudamérica
se muestra en estado de turbulencia y sin una tendencia definida que consiga
orientar el proceso político. Con protestas de distinta naturaleza en octubre y
noviembre en Ecuador, Chile, Bolivia, Colombia y Perú, el juego político migra
de las instituciones para el movimiento social, sin que la política partidaria
encuentre respuestas o formas de cerrar la crisis que las movilizaciones abren
de par en par.
En Argentina
y Brasil, sin recientes grandes manifestaciones, los líderes políticos
concentran un alto grado de atención alrededor de sí. Pero el desencantamiento
generalizado no es diferente al de los países vecinos, y el fin del progresismo
no se traduce en el inicio de un ciclo conservador estable y prolongado. La
alternancia política, vivida de forma escatológica, no constituye tampoco un
sistema bipartidista como el de las décadas que siguieron a la democratización.
Es posible
que los consensos que sustentan el modelo social y político se hayan vuelto
obsoletos, además de injustos y para pocos, como siempre fueron, naciendo
herederos de los pactos post dictadura militar. Pero toda la clase política
todavía funciona con ellos, garantizando su vigencia y fortaleza, y enfrentando
de forma conjunta, por lo tanto, a la oposición de las calles, línea de frente
del momento actual.
En Bolivia y
Chile, las protestas de octubre se iniciaron contra los presidentes Piñera y
Evo Morales, pero la situación política abierta por las calles parece
dislocarse más allá. En dos países con gobiernos de izquierda y de derecha que
aparecían con la mayor estabilidad económica en la región, la crisis no se
suaviza pero se aleja del conflicto por la reelección, en Bolivia, y de la
renuncia de Piñera, en Chile. A partir de un acuerdo con participación de los
legisladores del propio MAS (Movimiento al Socialismo), que mantiene mayoría en
el legislativo, fueron convocadas elecciones sin la participación de Evo
Morales, mientras su vuelta al país no parece ser lo que organice la política
boliviana hacia delante, más allá de algunos sectores.
Incluso
fuera del poder, partidos alimentados por el sistema no pueden romper con la
lógica con que se acostumbraron a funcionar. Pasó con el kirchnerismo, que
después de la derrota frente a Macri encontró legisladores propios construyendo
mayoría con el nuevo gobierno. También con el Partido de los Trabajadores, en
Brasil, que poco tiempo después de la destitución de Dilma Rousseff, siguió
haciendo alianzas electorales con los partidos que consideraba golpistas. La
radicalización discursiva convive con un juego institucional, electoral y de la
administración burocrática contraria a la movilización y disputa política que
busca cambios.
En Chile, la
renuncia de Piñera deja de ser el foco, y ningún líder aparece como salvación.
La fuerza de las calles parece alejar la idea de que la solución vendrá de
arriba. Es el fracaso del sistema privado de jubilación, la mercantilización de
la salud y la educación, el costo de vida, y las dificultades impuestas por el
neoliberalismo, que están centralmente en la orden del día. Buscando recuperar
iniciativa política, el gobierno hace acuerdos con la izquierda partidaria y
convoca un proceso constituyente. La izquierda vota a favor de legislación
represiva (ley “anticapucha”) y da lugar a una Convención Constituyente que
garantiza poder de veto para la derecha. En una asamblea en manos de los
partidos, probablemente el conflicto abierto por las calles no será cerrado
fácilmente.
El ciclo
progresista no es más posible de la forma como fue caracterizado entre diez y
cinco años atrás, con el aprovechamiento de precios altos de commodities ,
aumento del crédito y consumo, buen trato con los poderes empresariales que
generaron lucros históricos para el poder financiero, perdones fiscales para
grandes empresas y expansión del agronegocio sin precedentes. Políticas
sociales y de cultura pretendían equilibrar un modelo que no dejó de ser de
concentración de renta y desigualdad. Crecimiento y consumo ocurrían sin
ruptura con las bases de una democracia de pocas familias dueñas del poder.
Después del
progresismo, y sin ruptura con las bases de la organización económica, así como
de las políticas públicas de transferencias de renta, nuevas y viejas derechas
ganan elecciones pero no establecen una nueva hegemonía. Como en Chile, el
gobierno colombiano de Iván Duque, también de derecha, enfrenta fuerte
oposición en las calles. Bolsonaro en Brasil, muestra grandes problemas de
sustentación de una base parlamentaria y problemas para mostrar una mejora
económica que beneficie la población. Apenas un discurso autoritario que se
presenta contrario a las instituciones, pero que no se mostró capaz de
organizar una base movilizada de sustentación, ni de unificar políticamente las
distintas derechas oscurantistas, liberales, conservadoras y oportunistas que
congrega.
La falta de
legitimidad política del nuevo gobierno en Bolivia, de Jeanine Áñez, apenas lo
autoriza para llamar nuevas elecciones, mientras el MAS se habilita para
disputar la presidencia con nuevos candidatos, a ser nombrados por Evo Morales.
El vacío de hegemonía deja al MAS con chances de conseguir, por un camino más
largo, un retorno al poder parecido al del kirchnerismo en Argentina que,
dejando de lado la centralidad del líder, preserva espacios de poder. Asumiendo
un tono moderado que seduce sectores medios, los consensos que gobiernan el sistema
obtienen garantía con izquierdas del orden, tanto cuanto con derecha que asumen
directamente el cuidado de los intereses de los de arriba.
En Ecuador,
el presidente Lenin Moreno, que buscó ocupar el lugar dejado por Rafael Correa,
de quien fue vicepresidente, enfrentó 11 días de rebelión cuando decretó
medidas impopulares como el fin del subsidio al combustible, aumento de
impuestos y corte de vacaciones para empleados públicos. La debilidad del
sucesor, sin embargo, no abre camino para la vuelta del correísmo, derrotado en
la tentativa de buscar una alianza con el movimiento social que paralizó el
país con movilizaciones. En la voz de las organizaciones indígenas, destacadas
en las jornadas de protesta, la oposición al gobierno venía junto con la oposición
a la vuelta del ex presidente que, como los otros gobiernos progresistas, no se
diferenció de los gobiernos de derecha en relación a las grandes obras que
violaron territorios y autonomía de comunidades indígenas y tradicionales, y
criminalización de la protesta.
La fuerza de
las movilizaciones remite a las protestas de 20 años atrás, como en diciembre
de 2001 en Argentina, la Guerra del Agua en Bolivia del 2000, en un ciclo
global de movilizaciones iniciado en Seattle en 1999, o con el zapatismo en 1994
y que nunca concluyó, con frecuentes movilizaciones indígenas y campesinas en
los Andes, marchas y levantamientos contra ajustes, o como lo protestos
iniciados en junio de 2013 en Brasil, y las movilizaciones más recientes de
estudiantes, campesinos e indígenas en Colombia, Chile y Ecuador. Nuevamente,
las calles alimentan una búsqueda de auto-organización de los de abajo, con
fuerza social y autonomía. Esta vez, sin embargo, no parecen abrirse salidas
partidarias o populistas, con líderes que centralizan la iniciativa política
conseguida por movimientos y luchas sociales.
Contra
líderes que se vuelven blanco fácil de nuevas derechas, vemos indignación y
revuelta que los excede, en movimientos de destitución seguidos de nuevas
administraciones y líderes que enfrentan protestas o desencanto, sin apoyo
movilizado fuera del tiempo de las elecciones. La aparición de una derecha
autoritaria y más virulenta, con discurso de odio, ausente en el ciclo
progresista, antagoniza y restaura el progresismo, que también no se retira
definitivamente. Pero en este juego el resultado es el aumento de la visión
generalizada de falta de alternativas por dentro del sistema.
La caída de
Evo Morales, en Bolivia, se adecua al mismo momento regional, de disolución de
hegemonías institucionales. Esta se produce después de una derrota electoral,
en 2016, en un referéndum en el que la mayoría votó “No” a la reforma de la
constitución que permitiría una nueva reelección, resultado contrariado por el
tribunal constitucional que, bajo presión política, autorizó la candidatura,
permitiendo la nueva postulación, que generó el conflicto posterior sobre la
aceptación del resultado electoral. Después de 20 días de protestas en las
ciudades, una victoria electoral controversial se tornó insostenible para el
MAS cuando la auditoría de la OEA que el propio gobierno había solicitado,
recomendó la realización de nuevas elecciones, y hubo desobediencia de las
fuerzas de seguridad para contener la movilización social.
Sin Evo
Morales, la llegada de la derecha asociada a la elite del Oriente del país,
como la de Macri en Argentina en 2015 y de Bolsonaro en Brasil en 2018, no se
explica por la fuerza política propia, tampoco por la intervención
imperialista, sino por la pérdida de apoyo popular que interrumpe más de diez
años de gobiernos sucesivos de signo plurinacional, progresista, populista,
bolivariano o de izquierda. La oposición regional que desde la asunción de Evo
Morales en 2006 buscó desestabilizar, había sido neutralizada en 2008, en un
referéndum revocatorio contra Evo Morales, cuya victoria por el 67,4% aisló la
oposición y dio lugar a la aprobación de la nueva Constitución Plurinacional.
Pero el precio de la consolidación política y avance del MAS sobre las
instituciones sería dejar de lado los cambios, negociando ya la propia
constitución con las elites políticas y económicas que aprendieron a convivir
con un progresismo amigo, y mismo con Estado Plurinacional, garantiza los
viejos consensos.
La opción
por la conciliación, los negocios, el desarrollismo predatorio en países de
fuerte perfil de proveedor de materias primas, alejándose de las agendas que
los erigieron en el poder, fue deshidratando rápidamente gobiernos populistas o
progresistas. Del otro lado, derechas que se construyen en base a retórica
mediática, oposición a la corrupción que no se sostiene una vez en el gobierno,
falta de prometidas respuestas a los problemas endémicos, y dificultades
económicas que abaten gobiernos de cualquier signo político, abren la
posibilidad, clara hoy para la población de Chile más que en ningún otro lugar,
que más allá de sucesiones presidenciales, disputas electorales y en la
justicia, el foco de la política debe apuntar al arreglo neoliberal y su
continuidad de décadas, administrada por los sucesivos poderes políticos.
La fuerza
electoral de la derecha chilena, mostrada por el triunfo de Piñera en 2017,
muestra pies de barro también, como fueron las victorias recientes de la
izquierda, incluyendo Venezuela, momentáneamente al margen de la dinámica de
las calles. Más de un mes de protestas diarias en las calles de Chile, con
ocupaciones de escuela, paros generales, organización de asambleas populares,
con una visión política que necesariamente pasa por la constatación que la
alternancia política entre progresismo (neoliberal, de Bachelet) y derecha no
había alterado la estructura que gobierna por detrás del espectáculo electoral
y enfrentamiento ideológico sin contacto con la realidad cotidiana y las
disputas concretas con el poder económico y la gobernanza neoliberal.
Junto con la
política de las calles, la represión policial y militar gana espacio, generando
diferencias internas al campo de la propia derecha en el poder. Con respaldo de
sectores políticos conservadores, y también progresistas, la represión de las
protestas expone la violencia institucional que cotidianamente está presente en
la militarización de barrios populares, encarcelamiento en masa y asesinato de
líderes sociales, práctica sistemática en varios países. La insistencia en
limitar la política al espacio de las instituciones, más bien sólo aumenta el
desencanto porque falta de respuestas que se muestran posibles y a la altura de
la fuerza que muestran las movilizaciones de millones, cuando estas despiertan.
En las
calles hoy no se encuentran respuestas y soluciones políticas para ser
aplicadas. Pero se encuentran caminos para cuestionar las trampas de un sistema
que tiende a eliminar el trabajo no precario y los espacios de la vida no
sometidos al capitalismo. Se pone en agenda la destrucción de bosques y selvas
con la expansión de un modelo de destrucción, que propone formas de vida
miserables. En las calles, y más allá de la disputa presidencial, los acuerdos
que estructuran el modelo se perciben de forma más nítida y masiva.
Más allá de
una política partidaria e institucional que entra en desesperación y no
encuentra respuesta, estudiantes toman la iniciativa política, grupos de
mujeres politizan y ocupan las calles, pueblos indígenas luchan por el
autogobierno poniendo en discusión el modelo de desarrollo, cada vez más
cuestionado, asambleas de barrio crean afinidad entre vecinos y se organizan
para la manifestación o la crítica a la sociedad de consumo. En las calles, el
mundo de la mercancía, las deudas, la falta de horizontes, encuentran un lugar
de existencia política que ya es una respuesta y alternativa.
El
neoliberalismo se muestra poderoso en gobernar una fuerza de trabajo
desorganizada y en mercantilizar cada vez más espacios de vida, pero en las
calles una nueva fuerza política desarrolla herramientas para enfrentar los
desafíos de gobiernos, nuevas derechas, continuidad de un sistema elitista para
pocos. La oposición al neoliberalismo en las calles, coloca la autonomía
como alternativa a la salida populista o progresista y, retomando antiguas
movilizaciones, trasciende el llamado de las
instituciones para que todo el mundo vuelva para casa y confíe nuevamente en
líderes y partidos.
SALVADOR
SCHAVELZON, antropólogo, Universidad Federal de São Paulo.
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