"Esta ola
insurreccional marca la pauta de la crisis estructural y civilizatoria del
capitalismo en América Latina en su fase neoliberal, entendiendo por esta última el esfuerzo supremo de
la burguesía dominante internacional y de su Estado por reducir a lo mínimo,
incluso extinguir, el gasto público destinado a la preservación de la
naturaleza y a la población en materia de salud, educación, salarios, bienestar
social, alimentación y recreación; para aumentar, al mismo tiempo, el
dirigido a subsidiar al capital y a sus empresas trasnacionales. Siendo el
soporte de este proceso la superexplotación de la fuerza de trabajo, el
aumento del desempleo, la caída de los salarios reales y del poder efectivo de
compra, el aumento de la pobreza y de la pobreza extrema, así como de
la exclusión y la marginalidad social prácticamente en todo el mundo, pero de manera
incrementada en América Latina. Los
regímenes formalmente democráticos, pero en el fondo verdaderos Estados del
cuarto poder (Marini) debido a la
prevalencia, en última instancia, de las fuerzas armadas tanto sobre la
sociedad en general, como de las burocracias políticas y las instituciones
legales, incluyendo el parlamento, mostraron sus límites estructurales
desde que fueron aceptados y gozaron de cierta legitimidad política a raíz de
los nefastos efectos, incluso psicológicos, provocados por las dictaduras
durante el periodo anterior".
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EL
RETORNO DE LAS DICTADURAS EN AMÉRICA LATINA Y EL FRACASO DE LAS DEMOCRACIAS
RESTRINGIDAS.
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Adrián Sotelo Valencia.
Rebelión miércoles 4 de diciembre del 2019.
Después del
retorno formal a sus cuarteles de los militares golpistas en la mayoría de los
países latinoamericanos y del Caribe, se eligió
a la llamada democracia restringida, viable y
gobernable, como el nuevo paradigma que habría de regir las relaciones
políticas entre el Estado capitalista dependiente y las sociedades y
pueblos que lo constituyen. En términos generales esto ocurrió a partir de
mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, al influjo de la
política norteamericana hasta el retorno formal de la dictadura chilena a
sus cuarteles a principios de 1990. Con esta democratización se empezó a
hablar de que esta dejaba atrás para siempre tanto al paradigma de la dictadura
como al de la revolución. Esto avalaba la tesis, levantada por intelectuales,
incluso de izquierda, y de medios de comunicación, relativa a que la nueva
configuración política posibilitaba “resolver” los graves problemas sociales como el desempleo, la pobreza, la desigualdad,
los crecientes déficits en la salud, la educación y el transporte
entre otros, mediante el “diálogo, la negociación y la concertación” deshabilitando,
por tanto, la necesidad por parte del pueblo y los trabajadores de recurrir a
la revolución para conseguir estos objetivos.
En un nivel
teórico-ideológico lo anterior se expresó en ideas como la siguiente:
"Si la revolución es eje articulador de la discusión latinoamericana en la década del
sesenta, en los ochenta el tema central es la democracia" (Norbert
Lechner, "De la revolución a la democracia", en La ciudad
futura, n. 2, 1986, pp. 33-35). Otro autor conservador de la derecha
lúcida estadunidense como Francis Fukuyama, discípulo de Samuel
Huntington, alumbró el supuesto “fin de la historia”, el “fin de
la lucha ideológica” y el advenimiento de la “democracia liberal”
como fórmulas del “triunfo del capitalismo” sobre el socialismo y la
consolidación definitiva en el mundo de las llamadas economías de mercado.
Al parecer estas fórmulas se combinaban con la relativa expansión del
capitalismo, sobre todo del estadunidense, en la década de los noventa cuando
también florece toda una embestida ideológica contra el marxismo y su eje
axial articulado en la ley del valor/trabajo de Marx.
Estas ideas
permearon tanto los marcos teóricos y políticos de las derechas hasta la intelectualidad
latinoamericana más crítica pero que ya no vislumbraba, como alternativa, la
revolución de orientación socialista, al mismo tiempo que sembró la ilusión
expresada en ensayos, libros y folletos de que era prácticamente imposible el
retorno de las dictaduras dadas las nuevas condiciones democratizadoras
prevalecientes en América Latina.
Una de las
graves limitaciones de este enfoque consistía en que separaba la política de la economía, y los
problemas de esta, que eran propios de la estructura capitalista
particularmente dependiente y subdesarrollada, se trataban por separado
como si no influyeran en las prácticas y en los contenidos clasistas de los
sistemas políticos de dominación sintetizados en el concepto de democracia in abstracto. De tal manera
que, por mucho tiempo, hasta el advenimiento de la era de las dictaduras
blandas, judiciales, parlamentarias o institucionales, se consideró que
bastaban los arreglos interclasistas con el concurso y los buenos oficios
prestados por el Estado para avanzar en la solución de los graves problemas económico-sociales
y políticos de las grandes masas poblacionales de la región. Incluso se
llegaron a establecer indebidamente identidades mecánicas entre neoliberalismo
y democracia, en las que el “mercado” se encargaba de la cuestión
económica y el Estado y los arreglos institucionales, de la política. De alguna
manera se sobrepuso la concepción weberiana de la separación de la economía de
la política no entendiendo que, dialécticamente, como sostiene certeramente Lenin,
la segunda es la expresión concentrada de la primera.
Hoy en día,
si queremos tener una visión más apegada a la realidad, es prácticamente
imposible separar ambas dimensiones porque, en los hechos y prácticas, se
entrelazan y sobre determinan mutuamente: en unos casos las determinaciones, las
crisis y contradicciones de los procesos de acumulación y de reproducción de
capital influyen y determinan los procesos
políticos, mientras que estos le
imprimen su sello y su lógica en otros casos que aparentemente se encuentran en
cierto auge en su crecimiento económico pero que se ve fracturado
violentamente por la irrupción de una asonada dictatorial. El primer
caso se puede ilustrar con el Ecuador y el segundo con Bolivia
que es el país de mayor crecimiento económico de América Latina en los
últimos años. Sin embargo, hay que aclarar, que en ambos casos las dimensiones
económica y política se entrelazan y correlacionan dependiendo también, su
prevalencia, de la lucha de clases y del tipo de demandas que exijan en sus
luchas y movilizaciones las clases proletarias y subalternas en cada sociedad.
En el caso
del reciente golpe de Estado en Bolivia, a pesar del
sólido desarrollo económico que sustentaba, el trasfondo no era solamente
derrocar al presidente constitucional Evo Morales,
sino apropiarse de los enormes recursos naturales del país, en particular, del
litio que es un insumo estratégico de las industrias contemporáneas de punta en
ramos como la electrónica, el transporte o la fabricación de baterías, así como
en usos avanzados en la medicina. A diferencia de Ecuador, donde la imposición
del “paquetazo” neoliberal por el gobierno de Lenín Moreno fue el
detonante del levantamiento de la población, particularmente del movimiento
indígena que lo logró derogar. Lo mismo se puede ver en Chile, donde en
aumento decretado por el gobierno de 30 centavos al transporte público
sacudió los cimientos de la sociedad chilena y provocó el levantamiento y una
ola de movilizaciones populares que han puesto en jaque al gobierno neoliberal
del neo-pinochetista presidente Piñera. En los tres casos, dada la gran des-legitimización
y descrédito popular, estos gobernantes han tenido que recurrir a la feroz
represión y al establecimiento de estados de sitio que se suponían erradicados
en los regímenes latinoamericanos con el presunto advenimiento de la llamada
era democrática.
En Colombia, como producto de la crisis económica, la
aplicación de las políticas neoliberales a ultranza contra la población
trabajadora más afectada, del desconocimiento de los acuerdos de paz
firmados con la guerrilla colombiana durante el gobierno anterior, el
descontento generó una de las grandes resistencias populares masivas de
las últimas décadas en ese país contra el gobierno paramilitar y cuasi
fascista del presidente Iván Duque. También aquí la constante ha sido la
represión del régimen contra las protestas populares que exigen al gobierno
solución a sus demandas presentes y acumuladas. Aquí la constante ha sido la
represión del régimen contra las movilizaciones sociales que exigen al
gobierno solución a sus demandas presentes y acumuladas.
En Haití
también la población se ha insurreccionado contra el gobierno represivo y
neoliberal del presidente Jovenel Moïse a quien exigen
su renuncia ante las acusaciones de corrupción e incompetencia de este
mandatario.
Esta ola
insurreccional marca la pauta de la crisis estructural y civilizatoria del
capitalismo en América Latina en su fase neoliberal, entendiendo por esta última el esfuerzo supremo de
la burguesía dominante internacional y de su Estado por reducir a lo mínimo,
incluso extinguir, el gasto público destinado a la preservación de la
naturaleza y a la población en materia de salud, educación, salarios, bienestar
social, alimentación y recreación; para aumentar, al mismo tiempo, el
dirigido a subsidiar al capital y a sus empresas trasnacionales. Siendo el
soporte de este proceso la superexplotación de la fuerza de trabajo, el
aumento del desempleo, la caída de los salarios reales y del poder efectivo de
compra, el aumento de la pobreza y de la pobreza extrema, así como de
la exclusión y la marginalidad social prácticamente en todo el mundo, pero de manera
incrementada en América Latina.
Los
regímenes formalmente democráticos, pero en el fondo verdaderos Estados del
cuarto poder (Marini) debido a la
prevalencia, en última instancia, de las fuerzas armadas tanto sobre la
sociedad en general, como de las burocracias políticas y las instituciones
legales, incluyendo el parlamento, mostraron sus límites estructurales
desde que fueron aceptados y gozaron de cierta legitimidad política a raíz de
los nefastos efectos, incluso psicológicos, provocados por las dictaduras
durante el periodo anterior.
En los
países hoy insurrectos como Ecuador, Chile, Colombia y
Haití, por nombrar a los más destacados en esta coyuntura insurreccional, las mentiras del
neoliberalismo han salido a flote mostrando sus efectos nefastos para la
población, particularmente la juventud, en tanto que sus autoridades
no gozan de legitimidad política, por lo que tienen que recurrir a la
aplicación de la violencia y la represión para intentar frenar el ascenso de
los movimientos de masas que exigen verdaderas democracias,
participación constitucional en los asuntos que competen a los Estados y
la mejora de sus condiciones de vida y de trabajo.
Los Piñera,
los Duque, los Moreno o Bolsonaro, no tienen otra alternativa más que la de someterse a los designios y mandatos
de los militares quienes verdaderamente ejercen el poder efectivo del Estado
frente a los otros poderes del sistema: el judicial y el parlamentario
que finalmente terminan por acatar las órdenes que dicta el poder ejecutivo
como peldaño de la Presidencia Imperial de Estados Unidos.
De este modo
los diputados y senadores, así como los jueces interactúan en la lógica del
proceso contrarrevolucionario utilizando
todos los instrumentos a su alcance para doblegar y extinguir el descontento
popular. Así ha ocurrido en Brasil, Ecuador,
Argentina, Chile y Colombia donde se ha perseguido, condenado y juzgado a los
opositores de esos regímenes.
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