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"La vieja guardia de la
Revolución Cubana regresará hoy al lugar donde empezó a escribir su historia. Sesenta
años después del fallido asalto al cuartel Moncada, la cúpula del gobierno
cubano celebrará en Santiago de Cuba
el que es considerado como el inicio de la sublevación que llevó a Fidel Castro al poder. En esa ciudad
del extremo oriental de la isla tuvo lugar el 26 de julio de 1953 la primera
revuelta del movimiento que derrocaría al régimen dictatorial de Fulgencio Batista. Seis décadas atrás,
casi 80 hombres salieron en la madrugada del 26 de julio para sorprender
mientras dormían a unos 800 soldados en el cuartel
Moncada de Santiago. Su líder era el propio Fidel Castro, entonces un joven
abogado de 26 años. Con un ataque simultáneo a otra guarnición en la ciudad de
Bayamo y la toma del hospital y el Palacio de Justicia de Santiago, los rebeldes
esperaban desencadenar un levantamiento popular en todo el país para forzar la
caída de Batista".
"Los
moncadistas fueron casi todos personas de las clases populares, que juraron el
Manifiesto del Moncada. Contenido en el alegato de autodefensa de Fidel, La
Historia me Absolverá, el Programa proclama sus objetivos políticos, económicos
y sociales, los más avanzados en esas materias, encaminados a resolver una
serie de problemas de prioridad, entre éstos, los vinculados con la tierra, la
industrialización, la vivienda, el desempleo, la educación y la salud del
pueblo. El grupo era por Fidel, que dio el paso al frente tras esperar
inútilmente una reacción de las fuerzas opositoras contra los golpistas. La
mayoría eran jóvenes obreros, empleados, campesinos, trabajadores en oficios
diversos o desempleados, y sólo media docena eran estudiantes, tres contadores
profesionales y cuatro graduados universitarios. Ante la situación en que vivía
la mayoría de los cubanos, Fidel y sus compañeros asumieron como legítimo
oponerse a la segunda dictadura batistiana y cambiar la realidad del país.
“Hace falta echar a andar un motor pequeño que ayude a arrancar el motor
grande”, dijo por aquellos días Fidel, según recordaba su hermano Raúl Castro.
“El motor pequeño sería la toma de la fortaleza del Moncada, la más alejada de
la capital, la que, una vez en nuestras manos echaría a andar el motor grande,
que sería el pueblo combatiendo.” Página /12 Viernes 26 de julio.
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CUBA. FIDEL. ¡60º
ANIVERSARIO DEL ASALTO AL CUARTEL MONCADA¡.
*****
Atilio
A. Boron.
Rebelión
sábado 27 de julio del 2013.
Se cumplen 60 años de una gesta
político-militar, el asalto al Cuartel Moncada, que marcó el inicio de la
guerra anti-oligárquica y antiimperialista que culminaría victoriosamente con
el triunfo de la Revolución Cubana el 1º de Enero de 1959 y el inicio de la
larga marcha hacia la Segunda y Definitiva Independencia de Nuestra América.
Esa heroica operación fue liderada por tres brillantes y valientes jóvenes
cubanos: Fidel Castro Ruz, quien a
punto de cumplir 27 años era el jefe del operativo secundado por su hermano
Raúl, un joven que apenas acababa de cumplir 22 años y Abel Santamaría, de 26,
capturado vivo y torturado salvajemente para que delatara el nombre del jefe
del alzamiento, cosa que no hizo y lo pagó con su vida. Fidel y Raúl libraron
de correr esa suerte porque hubo demasiados testigos que los vieron cuando,
pocos días más tarde, eran capturados por los militares de Fulgencio Batista,
el dictador cubano. Poco después se montó una farsa jurídica, el célebre Juicio
del Moncada, y allí Fidel Castro, abogado él, asumió su autodefensa y pronunció
un discurso que visto con la perspectiva que otorga el paso del tiempo puede
sin duda ser calificado como uno de los más excepcionales documentos políticos
del siglo veinte.
A continuación
reproduzco el Prólogo que escribiera para la edición definitiva y anotada de La
Historia me Absolverá, publicada en la Colección Batalla de Ideas de
Ediciones Luxemburg (Buenos Aires, 2005).
Prólogo a La historia me absolverá
La premonición de la Historia Atilio
A. Boron • Buenos Aires
Suele decirse que
hay textos, libros o discursos que son hacedores de la historia. La metáfora es
expresiva pero, a la vez, engañosa. Lo primero, porque hace justicia a la
extraordinaria importancia que un escrito puede excepcionalmente adquirir en el
desencadenamiento de grandes procesos históricos. Pero también engañosa porque
en su formulación inicial oculta un hecho decisivo: son hombres y mujeres
quienes realmente hacen la historia. Las 95 tesis que el monje Martín Lutero
clavara en las puertas de la Catedral de Wittenberg en 1517 no hubieran pasado
de ser una disputa conventual, un intrascendente berrinche del monje agustino
si no fuera porque tuvieron la capacidad de captar la sensibilidad de su
tiempo. Fue sólo cuando las ideas del clérigo –aquel “rayo del pensamiento”,
apelando a la expresión utilizada por el joven Marx a propósito de este asunto–
tomaron contacto con el suelo popular que se convirtieron en poderosos
instrumentos de transformación social. Algo parecido puede decirse de El
Contrato Social , de Jean-Jacques Rousseau que, por supuesto, no “produjo”
la Revolución Francesa ni ocasionó las guerras de la independencia de las
colonias españolas en las Américas. Pero al igual que en el caso anterior, el
escrito del ginebrino sintetizó, de algún modo, las aspiraciones de una época y
permitió imaginar los contornos de la nueva sociedad que se estaba gestando en
el vientre de la vieja. Lo mismo vale en relación a otro texto extraordinario,
el Manifiesto Comunista escrito por aquellos dos geniales jóvenes
alemanes a comienzos de 1848 y que con el correr de los años habría de
convertirse en el heraldo de una nueva etapa histórica. Otro tanto puede
decirse, por último, de El Estado y la Revolución , escrito por Lenin en
medio de los fragores de la primera revolución socialista de la historia. No
fueron los libros, o los panfletos, sino la articulación entre estos y las
luchas de los pueblos los que movieron la historia.
La
coyuntura del ‘53
La
historia me absolverá pertenece a este mismo
ilustre género. Se trata de un alegato extraordinario, un texto impresionante,
sin duda uno de los más importantes de la historia latinoamericana, tanto por
su contenido como por las condiciones bajo las cuales se produjo. Como es bien
sabido, el 26 de julio de 1953 un grupo de jóvenes que constituían la oposición
revolucionaria a la dictadura de Fulgencio Batista –avalada y sostenida militar
y financieramente por el gobierno de Estados Unidos– se propuso tomar por
asalto los cuarteles Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, y Moncada, de
Santiago de Cuba. Esta radical decisión fue precipitada por la acelerada
descomposición del régimen político batistiano y la capitulación de la
oposición legal al mismo. Por ese entonces Fidel militaba en el Partido del
Pueblo Cubano (PPC), una organización de vaga inspiración socialdemócrata,
fundada por un honesto político cubano, el senador Eduardo Chibás, en 1947,
como un desprendimiento del por entonces gobernante Partido Auténtico. La
corrupción generalizada y la total capitulación de la dirigencia política,
económica y social provocó el espectacular suicidio de Chibás en 1951,
transmitido literalmente “en vivo” al final de una de sus periódicas, y muy
populares, alocuciones radiofónicas. Fidel permaneció en el partido y al año
siguiente fue designado como candidato a diputado para las elecciones previstas
para junio de 1952. Pero el 10 de marzo se produjo el golpe de estado del
coronel Fulgencio Batista, y el proceso electoral fue abortado.
Fidel había
reiteradamente manifestado su disconformidad con la línea vacilante del PPC y
la paralizante inoperancia de la oposición legal ante un régimen que, en plena
Guerra Fría y alentado por sus mentores de EE.UU., se limitaba a la denuncia y
a las protestas en el ámbito del Congreso. Sin embargo, su exigencia de que el
partido adoptase una estrategia de oposición extraparlamentaria –apelando con
esto a la mejor tradición revolucionaria cubana– había sido desoída. La
pusilánime respuesta que el PPC ofreció ante el golpe de estado batistiano y su
descarada violación de la Constitución de 1940, influida, según Fidel, “por las
corrientes socialistas del mundo actual”, y cuyos contenidos progresistas
reflejaban un momento de auge de la lucha de clases en Cuba, precipitaron la
ruptura de Fidel con la dirección del PPC y su pasaje a la clandestinidad (p.
101).
Fue a partir de
esos momentos cuando, bajo la dirección de Fidel, el grupo de jóvenes
revolucionarios adoptó una estrategia insurreccional. Esta tenía como momento
inicial la captura de un sitio emblemático de la dictadura para, a partir de
ahí, precipitar la sublevación popular en una ciudad o una región. Dada la
densa y prolongada tradición de lucha y rebeldía popular que desde la época de
la colonia caracterizaban a la provincia de Oriente, cuna de las guerras de la
independencia y el lugar donde, junto con Máximo Gómez, Martí desembarcara en
1895 para librar la que sería su última batalla por la liberación de Cuba, los
revolucionarios decidieron atacar los mencionados cuarteles en el año en que se
cumplía el centenario del nacimiento de José Martí. El ataque se llevó a cabo
el 26 de julio y debido a circunstancias que el mismo Fidel explica en su
alegato terminó en una derrota de las fuerzas insurgentes. Sesenta de los 135
integrantes del comando revolucionario cayeron, en su mayoría luego de que
cesara el combate, víctimas de salvajes torturas y fusilamientos a mansalva.
Fidel y un puñado de sus hombres lograron replegarse a la montaña, pero el 1º
de agosto fueron arrestados por una patrulla del ejército cubano. Luego de
permanecer más de dos meses en confinamiento solitario y bajo durísimas
condiciones carcelarias, el 16 de octubre comienza un proceso legal en su
contra y en el cual, dada la absoluta falta de garantías, el joven abogado de
27 años decide asumir su propia defensa.
Martí, Gramsci y la
“batalla de ideas”.
Lo anterior es el
marco político e histórico en el cual Fidel pronuncia su célebre discurso.
Veamos ahora los detalles concretos de las condiciones en que lo pronunció. Por
empezar, el juicio no se llevó a cabo en ningún edificio del poder judicial de Santiago,
sino en una pequeña sala de la Escuela de Enfermeras del Hospital Civil de esa
ciudad. Para ello, nada mejor que reproducir textualmente lo que una periodista
que pudo estar presente en el juicio, Marta Rojas, escribió en aquella jornada:
“El acusado doctor
Fidel Castro no ha hecho ni un alto en su informe, a veces alza la voz, y él
mismo se contiene; en instantes se inclina sobre la mesita que tiene de frente
y casi habla en secreto. A medida que habla, improvisando siempre, hay más
silencio en el recinto, no se escucha ningún otro sonido más que su voz
pausada, como si conversara con todos, mira fijo al tribunal que lo atiende con
gusto [...] los soldados están apiñados en la puerta y no disimulan su
atención. A veces posa su vista en el retrato de Florence Nigthingale que
preside el saloncito de las enfermeras y parece que conversa con ella. No tiene
ni un papel, ni un libro con él [...] Todas las personas que lo han escuchado
comentan su talento. Improvisó la pieza completa y la coloreó con pensamientos
ajenos (de juristas), con trozos de alegatos y sobre todo con las palabras
textuales de José Martí. Su postura [...] ha despertado verdadera admiración
para con el revolucionario.” *
El excepcional
alegato de Fidel –no improvisado sino profundamente meditado y sopesado, pero
que fluía de su pensamiento con la frescura de las ideas que son dichas por
primera vez– pronto trascendió las paredes de la Escuela de Enfermeras. Pese a
la férrea censura de prensa, el pueblo cubano había comenzado a conocer los
pormenores del asalto al Moncada. En principio, gracias a la irrefrenable
indiscreción desatada, especialmente entre los asistentes de origen popular al
singular proceso judicial, por la elocuencia y la contundencia argumentativa de
Fidel que hizo que su alegato corriera como un reguero de pólvora por Santiago;
y poco después, debido a la distribución clandestina del discurso, tarea a la
que se entregaron con heroísmo y eficacia Haydée Santamaría y Melba Hernández,
una vez cumplidas sus condenas. Remito al lector a la “Introducción” de Pedro
Alvarez Tabío y Guillermo Alonso Fiel, con la que se abre la presente edición
del alegato de Fidel, para un detallado conocimiento de las ingeniosas
estrategias desarrolladas por este para re-escribir lo que había sido escrito y
perdido, logrando la verdadera proeza de hacerlo en su celda y enviarlo
extramuros burlando la vigilancia de sus carceleros. El 26 de julio no sólo
tenía un líder de excepcional estatura política e intelectual; también disponía
de una organización que estaba a su misma altura y que hizo posible “rearmar” La
historia me absolverá a partir de cientos de pequeños fragmentos hábilmente
remitidos desde la cárcel.
Para Fidel era
evidente que no podían ahorrarse esfuerzos a la hora de librar lo que,
utilizando un lenguaje de nuestros días, podríamos llamar la “batalla de
ideas”. Esta era necesaria para contrarrestar los efectos negativos que, para
el curso de la revolución, se desprendían de la derrota militar del 26 de
julio. En un mensaje que hace llegar a sus compañeros desde su cárcel en la
Isla de Pinos les dice que “no se puede abandonar un momento la propaganda,
porque es el alma de toda la lucha”. En una síntesis magistral dice que “lo que
fue sedimentado con sangre debe ser edificado con ideas”, advirtiendo además
que en su alegato “está contenido el programa de la ideología nuestra, sin la
cual no es posible pensar en nada grande”. De ahí su importancia decisiva.
Citando a Martí, diría en su alegato que “un principio justo desde el fondo de
una cueva puede más que un ejército” (pp. 41-42). La derrota militar obligaba
pues a emprender una nueva batalla, esta vez saliendo a disputar con “las armas
de la crítica” en el terreno de las ideas y el sentido común, requisito
indispensable para la construcción de una nueva hegemonía. En este sentido
puede decirse que Fidel aplica en la vida práctica de la lucha revolucionaria
las recomendaciones formuladas, poco más de veinte años antes y también desde
la cárcel, por el fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci: la
conquista de la hegemonía es condición necesaria para el triunfo de la
revolución. “La crítica de las armas” es infecunda si no va acompañada por “las
armas de la crítica”. Martí y Gramsci constituyen el fundamento moral y político
de la estrategia de Fidel.
Los resultados
quedarán a la vista cuando, forzado por el clima de opinión crecientemente
adverso generado por la extraordinaria divulgación del alegato, el tirano no
tuvo más opción que la de amnistiar a Fidel, a su hermano Raúl y otros 18
participantes del asalto al Moncada. Su liberación se produciría el 15 de mayo
de 1955 y la llegada de Fidel a la estación ferroviaria de La Habana se
convirtió en una manifestación multitudinaria, cuyas proporciones sobrepasaron
todo lo que los jóvenes revolucionarios esperaban. La concientización y
movilización del pueblo cubano instalaban el proceso revolucionario en una
nueva meseta, pero exigían un cambio radical de estrategia. El exilio de Fidel
en México, a partir de julio de ese mismo año, y la fundación del Movimiento
Revolucionario 26 de Julio y el encuentro con el Che serían los hitos de una
historia destinada a culminar victoriosamente el 1º de enero de 1959.
Tesis políticas.
Antes de invitar al
lector a sumergirse en el texto, permítasenos decir algunas pocas palabras
sobre su contenido. Su autor desmonta toda la ilegalidad e inconstitucionalidad
del juicio al que se ve sometido por el estado cubano. Juicio que, como
recuerda Fidel, el propio tribunal había caracterizado como “el más
trascendental de la historia republicana” y pese a lo cual está viciado por las
más flagrantes violaciones del debido proceso (p. 38). No pudo conversar a
solas con un abogado y sólo se le permitió acceder a un minúsculo código; pero
ningún tratado penal ni ningún libro pudo llegar a su calabozo, ni siquiera los
de Martí. Ya antes de su alegato final, en una audiencia sostenida a mediados
de septiembre, Fidel había declarado que el Apóstol “era el autor intelectual
del 26 de julio” y que pese a que le negasen libros y tratados “traigo en el
corazón las doctrinas del Maestro” (p. 45).
Fidel no se
engañaba en cuando al significado político del juicio a que estaba sometido.
Era muy conciente que en él se decidiría algo que iba mucho más allá que su
libertad: “se discute –nos dice– sobre cuestiones fundamentales de principios,
se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las
bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y democrática. Cuando
concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por
defender, verdad sin decir, ni crimen sin denunciar” (p. 46). Y esto es lo que
Fidel hace con extraordinaria minuciosidad, siguiendo tal vez aquel viejo
aforismo atribuido a los jesuitas y que asegura que “Dios está en los
detalles”. Su descripción de los crímenes del régimen es precisa y detallada,
al igual que su equilibrada presentación de los hechos desarrollados en el
combate.
Transcurrido el
primer tercio del discurso, Fidel se adentra en un análisis ya no tanto
jurídico sino más político y económico-social. Allí desmonta la creencia de que
el formidable poderío militar constituye una barrera inexpugnable ante la cual
se estrellaría cualquier pueblo que quisiera luchar contra una tiranía. “Ningún
arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por
sus derechos”. Cita en favor de su afirmación la revolución boliviana de 1952 y
la gesta independentista de Cuba en contra del colonialismo español, que con
medio millón de soldados y pese a contar con un armamento aplastantemente
superior fueron derrotados por los patriotas. Podríamos agregar, con el
beneficio de la experiencia histórica posterior, las derrotas sufridas por
franceses y norteamericanos en Vietnam; la propia sobrevivencia de la
Revolución Cubana; y, más recientemente, la resistencia del pueblo iraquí en
contra de la ocupación decretada por George W. Bush, como otras tantas pruebas
de la verdad de aquel aserto.
Pero ¿quién es el
pueblo? En contra de todo esquematismo y con un lenguaje con claras
reminiscencias del joven Marx, Fidel dice que “entendemos por pueblo, cuando
hablamos de lucha, la gran masa irredenta [...] a la que todos engañan y
traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está
movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la
burla generación tras generación” (p. 59). Y ahí están los 600 mil cubanos sin
trabajo, los 500 mil obreros del campo, los 400 mil obreros industriales y
braceros, los 100 mil pequeños agricultores, los 30 mil maestros, los 20 mil
pequeños comerciantes, los 10 mil profesionales jóvenes. “A este pueblo [...]
no le íbamos a decir ‘Te vamos a dar’, sino ‘¡Aquí tienes, lucha ahora con
todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!’” (pp. 60-61).
Se desprende de lo anterior una concepción del campo popular ajena al
exclusivismo “obrerista” que tantos daños hiciera a la izquierda
latinoamericana, al impedirle siquiera “ver” –¡no digamos incorporar a su
construcción política!– a esa enorme masa de campesinos, indígenas y pobres del
campo y la ciudad condenados a la invisibilidad y la negación por la condición
periférica del capitalismo latinoamericano y el colonialismo intelectual de la
izquierda tradicional, con algunas honrosas excepciones como la de José Carlos
Mariátegui. Lo que Fidel propone en su alegato implica precisamente una ruptura
con las concepciones tradicionales acerca del sujeto de las luchas
emancipadoras. Plantea, en cambio, una visión amplia, abarcadora, reconciliada
con las necesidades urgentes de la coyuntura que exige la unificación de todas
las fuerzas sociales oprimidas y explotadas por el capitalismo y no su
dispersión en un archipiélago de organizaciones políticas y sociales cuya
desunión es garantía de su propia irrelevancia. La política de alianzas del
Movimiento 26 de Julio haría de esta verdadera renovación teórica el fundamento
mismo de su actuación política.
Neutralizado el
chantaje militar y definido el sujeto de la transformación social, Fidel
enuncia el programa concreto de la revolución. En primer lugar, devolución al
pueblo de la soberanía usurpada por el tirano, restableciendo la Constitución
de 1940; la segunda ley revolucionaria concedería la propiedad de la tierra a
colonos, arrendatarios y precaristas que ocupan pequeñas parcelas, con una
razonable indemnización a los antiguos propietarios. La tercera ley otorgaría a
los obreros y empleados una participación del 30% en las utilidades de las
grandes empresas. La cuarta ley revolucionaria concedería a los colonos el 55%
del rendimiento de la caña de azúcar. La quinta confiscaría todos los bienes
malversados por los gobernantes, la mitad de cuyo producido iría a engrosar las
cajas de jubilación de obreros y empleados, y la otra mitad para financiar
hospitales, asilos y casas de beneficencia. La política exterior cubana sería
de estrecha solidaridad con las luchas de los pueblos democráticos del
continente. Otras medidas incluían la reforma agraria de la gran propiedad
territorial, la reforma integral de la enseñanza, la nacionalización de los
monopolios en la industria eléctrica y los teléfonos; medidas todas estas que
deberían ser proclamadas y ejecutadas de inmediato (pp. 61-62).
Estas medidas se
asentaban sobre un diagnóstico de lo que Fidel denomina en su discurso la
“espantosa tragedia” por la que atraviesa Cuba, “sumada a la más humillante
opresión política”. El 85% de los pequeños agricultores cubanos vive bajo la
permanente amenaza del desalojo; hay 200 mil bohíos y chozas en el campo,
mientras 400 mil familias viven hacinadas en barracones y cuarterías; 2,2
millones de personas de la ciudad pagan onerosos alquileres y 2,8 millones
carecen de electricidad. Faltan escuelas, y las que existen tienen maestros muy
mal pagados. En el campo, el 90% de los niños están infestados con parásitos, y
entre mayo y diciembre hay 1 millón de personas sin trabajo, una cifra mayor a
la de países como Francia e Italia, con una población varias veces superior a
la de Cuba. “Enviáis a la cárcel al infeliz que roba por hambre, pero ninguno
de los cientos de ladrones que han robado millones al Estado durmió nunca una
noche tras las rejas” (p. 66).
La última parte del alegato, luego de una
nueva serie de denuncias sobre el salvajismo de la represión a los atacantes
del Moncada, culmina con una elaborada justificación
–anclada en la mejor tradición de la filosofía política occidental– sobre el
derecho a la rebelión. “Admito y creo que la revolución sea fuente de derecho
–dice en su discurso– pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto
nocturno a mano armada del 10 de marzo” que instauró la tiranía de Fulgencio
Batista (p. 91). Y en una referencia cuya actualidad se reafirma con sólo echar
una ojeada a la dirigencia de nuestras así llamadas “democracias” –en realidad,
oligarquías apenas disimuladas tras un ligerísimo barniz de sufragio universal
hábilmente manipulado– decía Fidel que Batista “vive entregado de pies y manos
a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo por su mentalidad, por la
carencia total de ideología y de principios, por la ausencia absoluta de la fe,
la confianza y el respaldo de las masas” (p. 92). Aludiendo a lo que en el
lenguaje de nuestros días sería la tan alabada “alternancia”, un atributo
supuestamente propio de las democracias maduras, remata su razonamiento
diciendo que el golpe liderado por Batista “fue un simple cambio de manos y un
reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y la rémora de
parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador” (p. 92).
El último
movimiento de esta verdadera sinfonía política que es La historia me
absolverá lo constituye una encendida invocación a la legitimidad del
derecho a la rebelión ante toda forma de despotismo. En los tramos finales de
su discurso, Fidel pasa revista en primer lugar a las disposiciones de la
propia Constitución de 1940, pisoteada por la satrapía gobernante, para luego
internarse por el largo sendero de la filosofía política señalando, a cada
paso, la forma en que sus principales exponentes defendieron a lo largo de una
historia más de dos veces milenaria el derecho de los pueblos a rebelarse ante
los tiranos. Desfilan así desde referencias al pensamiento político-religioso
de China e India en sus tiempos más remotos hasta su entronque con la tradición
occidental nacida en Grecia y, desde ahí, a Roma para luego expandirse por todo
el occidente europeo. Mención especial se hace de los argumentos en favor de la
rebelión desarrollados por John of Salisbury, Tomás de Aquino, Martín Lutero,
Juan Mariana, Jean Calvin, John Knox, John Ponet, Johannes Althussius, John
Milton, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Thomas Paine y también presentes en
la Declaración de la Independencia de EE.UU. y la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano surgida de la Revolución Francesa.
Luego de tamaña
argumentación, “¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que
llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza
las leyes de la república? ¿Cómo calificar de legítimo un régimen de sangre,
opresión y tiranía?”. Toda la tradición filosófica-política occidental condena
semejante despropósito, pero el mandato que surge de las enseñanzas de Martí es
aún más terminante: “cuando hay muchos hombres sin decoro hay siempre otros que
tienen en sí el decoro de muchos hombres” y serán esos los que se rebelen
contra los tiranos y las satrapías. Los jóvenes atacantes del Moncada son
precisamente esa clase de hombres y mujeres necesarios para las grandes
epopeyas de la liberación. Hombres y mujeres dispuestos a ofrendar sus vidas,
sabedores que “morir por la patria es vivir”. En el año del centenario de su
nacimiento, concluye Fidel, Martí está más vivo que nunca en la rebeldía y la
dignidad de su pueblo.
La fe
inquebrantable en la causa de la emancipación humana y social, su absoluta
convicción en el triunfo final del proceso revolucionario, lo lleva a advertir
a sus jueces que “ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez,
seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido
a la crítica demoledora del futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá
muchas veces, no porque se haya escuchado de mi boca, sino porque el problema
de la justicia es eterno” (p. 87). En el cuidadoso, medido, equilibrio político
y ético de su discurso, el afán de justicia predomina claramente sobre el ansia
de venganza. Todo esto, claro está, sobre el telón de fondo gramsciano del
“optimismo del corazón”. Equilibrio y serenidad que habían quedado de
manifiesto al decir que “para mis compañeros muertos no clamo venganza”, a
pesar de que se contaban entre ellos algunos de sus más cercanos amigos. “Como
sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales
juntos” (p. 86). No apela, como es usual en estos casos, a la clemencia de sus
jueces para conseguir su propia libertad. “No puedo pedirla –nos dice dando
muestras de su ejemplar dignidad– cuando mis compañeros están sufriendo ya en
Isla de Pinos ignominiosa prisión”. Y termina con una frase premonitoria:
“Condenadme, no importa, la historia me absolverá”.
_____________
* Una vibrante
descripción del Juicio se encuentra en la obra de Marta Rojas, única periodista
que pudo presenciarlo y tomar extensas notas de todo lo que allí se dijo. Ver
su El Juicio del Moncada (Córdoba: Editorial Espartaco, 2007)
*****
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