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Pensar
en términos de campo es pensar relacionalmente (1968b, 1982c, pp 41-42). El modo de
pensamiento relacional (antes que «estructuralista», más estrecho) es, como lo
mostró Cassirer en Substance et Fonction, la
marca distintiva de la ciencia moderna, y se podría mostrar que se la
encuentra tras las empresas científicas tan diferentes, en apariencia, como las
del formalista ruso Tynianov, la del psicólogo Kurt Lewin, la de Norbert Elías
y las de los pioneros del estructuralismo
en antropología, en lingüística e historia, de Sapir y Jakobson a Dumézil y
Levi-Strauss. (Lewin invoca explícitamente a Cassirer, como yo, para superar el
sustancialismo aristotélico que impregna espontáneamente el pensamiento del
mundo social). Yo podría, deformando la
famosa fórmula de Hegel, decir que lo real es relacional: lo que existe en el mundo social son
relaciones -no interacciones o lazos intersubjetivos entre agentes sino
relaciones objetivas que existen «independientemente de las conciencias y de
las voluntades individuales», como decía Marx. En términos analíticos, un
campo puede definirse como una trama o configuración de relaciones objetivas
entre posiciones. Esas posiciones se definen objetivamente en su
existencia y en las determinaciones que imponen a sus ocupantes, agentes o instituciones, por su situación (situs) actual
y potencial en la estructura de la distribución de las diferentes especies de poder (o de capital), cuya disposición
comanda el acceso a los beneficios específicos que están en juego en el campo,
y, al mismo tiempo, por sus relaciones objetivas con las otras posiciones (dominación,
subordinación, homología, etc.).
La existencia humana, el
habitus como social hecho cuerpo, es esa cosa del mundo por la cual hay un
mundo: «el mundo me comprende, pero yo lo comprendo», más o menos esto
decía Pascal. La realidad social
existe, por decirlo de algún modo, dos veces, en las cosas y en los cerebros, en los campos y en los habitus, en el
exterior y en el interior de los agentes. Y, en cuando el habitus entra en relación con un mundo social del que
es producto, es como un pez en el agua y el mundo se le aparece como obvio.
Podría, para que me comprendan, prolongar las palabras de Pascal: el mundo me
comprende, pero yo lo comprendo; es
porque él me ha producido, porque ha producido las categorías que le
aplico, que se me aparece como obvio, evidente. En la relación entre el habitus y el campo,
la historia entra en relación consigo misma: es una verdadera
complicidad ontológica que, como Heidegger
y Merleau-Ponty lo sugirieron, une el agente (que no es un sujeto o una
conciencia, ni el simple ejecutante de un rol, o la actualización de una
estructura o de una función) y el mundo social (que no es nunca una simple cosa, incluso si
debe ser construido como tal durante la fase objetivista de la investigación
(1980d, p. 6)).
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ENTREVISTA A
PIERRE BOURDIEU.-
La lógica de los
campos: Habitus y capital.
*****
Sociólogos.
Blog de Actualidad y de Sociología.
La noción de campo forma parte, junto
con las de habitus y capital, de los conceptos centrales de su obra, que
comprende estudios sobre los campos artístico y literario, el campo de las
grandes escuelas, los campos científico y religioso, el campo del poder, el
campo jurídico, el campo burocrático, etc. Usted utiliza la noción de campo en
un sentido muy técnico y preciso que está, quizás, en parte ocultado por su
significación corriente. ¿Podría decir de dónde viene esta noción (para los
americanos evoca, en forma verosímil, la Field theory de Kurt Lewin), qué
sentido le da usted, y cuáles son sus funciones teóricas?
Como no me gustan mucho las
definiciones profesorales, querría comenzar con un breve excursus sobre su uso.
Podría remitir aquí al Métier du sociologue. Es un libro un poco escolar, pero
que contiene sin embargo principios teóricos y metodológicos que permitirían
comprender que una cantidad de abreviaciones y elipses que quizás se me
reprochan son de hecho rechazos concientes y elecciones deliberadas. Por
ejemplo, el uso de conceptos abiertos es un medio para romper con el
positivismo -pero ésta es una frase hecha. Para ser más preciso, es un medio
permanente para recordar que los conceptos no tienen sino una definición
sistémica y son concebidos para ponerse en práctica empíricamente de manera
sistemática. Nociones tales como habitus, campo y capital pueden definirse,
pero solamente en el interior del sistema teórico que constituyen, nunca en
estado aislado.
Dentro de la
misma lógica se me pregunta frecuentemente, en Estados Unidos, porqué no
propongo teoría «de mediano alcance»
(middle-range theory). Pienso que sería en principio una manera de satisfacer
una expectativa positivista, a la manera del ya viejo libro de Berelson y
Steiner (1964) compilación del conjunto de las leyes parciales establecidas por
las ciencias sociales. Como lo mostró Duhem hace mucho tiempo en el plano de la
física, y luego Quine, la ciencia no conoce sino sistemas de leyes. Y lo que es
verdadero con respecto a los conceptos, es verdadero con respecto a las
relaciones. Del mismo modo, si uso mucho más el análisis de correspondencias
que el análisis de regresión múltiple, por ejemplo, es porque es una técnica
relacional de análisis de los datos cuya filosofía corresponde exactamente, a
lo que es, a mi modo de ver, la realidad del mundo social. Es una técnica que
«piensa» términos de relaciones, precisamente yo intento pensar la noción de
campo.
Pensar en términos de campo es pensar
relacionalmente (1968b, 1982c, pp 41-42). El modo de pensamiento relacional
(antes que «estructuralista», más estrecho) es, como lo mostró Cassirer en
Substance et Fonction, la marca distintiva de la ciencia moderna, y se podría
mostrar que se la encuentra tras las empresas científicas tan diferentes, en
apariencia, como las del formalista ruso Tynianov, la del psicólogo Kurt Lewin,
la de Norbert Elías y las de los pioneros del estructuralismo en antropología,
en lingüística e historia, de Sapir y Jakobson a Dumézil y Levi-Strauss. (Lewin
invoca explícitamente a Cassirer, como yo, para superar el sustancialismo
aristotélico que impregna espontáneamente el pensamiento del mundo social). Yo
podría, deformando la famosa fórmula de Hegel, decir que lo real es relacional:
lo que existe en el mundo social son relaciones -no interacciones o lazos
intersubjetivos entre agentes sino relaciones objetivas que existen
«independientemente de las conciencias y de las voluntades individuales», como
decía Marx.
En términos analíticos, un campo puede definirse
como una trama o configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Esas
posiciones se definen objetivamente en su existencia y en las determinaciones
que imponen a sus ocupantes, agentes o instituciones, por su situación (situs)
actual y potencial en la estructura de la distribución de las diferentes
especies de poder (o de capital), cuya disposición comanda el acceso a los
beneficios específicos que están en juego en el campo, y, al mismo tiempo, por
sus relaciones objetivas con las otras posiciones (dominación, subordinación,
homología, etc.).
‘En las sociedades altamente diferenciadas el
cosmos social está constituido por el conjunto de esos microcosmos sociales
relativamente autónomos, espacios de relaciones objetivas que son el lugar de
una lógica y de una necesidad irreductibles a aquellas que rigen los otros
campos. Por ejemplo, el campo artístico, el campo religioso y el económico
obedecen a lógicas diferentes: el campo económico emergió, históricamente, en
tanto que universo en el que, como se dice, «los negocios son los negocios»,
business is business, y del que las relaciones de parentesco, de amistad y de
amor están, en principio, excluidas; el campo artístico, por el contrario, se
constituyó en y por el rechazo, o la inversión, de la ley del provecho material
(1971d).
Usted utiliza frecuentemente la imagen del «juego»
para dar una primera intuición de lo que entiende por campo.
Efectivamente, se puede comparar el campo con un
juego (aunque a diferencia de un juego no sea el producto de una creación
deliberada y no obedezca a reglas, o mejor, regularidades no explicitadas y
codificadas). Tenemos de este modo apuestas que son, en lo esencial, el
producto de la competición entre los jugadores; una investidura en el juego,
illusio (de ludus, juego): los jugadores entran en el juego se oponen, a veces
ferozmente, sólo porque tienen en común el atribuir al juego y a las apuestas
una creencia (doxa), un reconocimiento que escapa al cuestionamiento (los
jugadores aceptan, por el hecho de jugar el juego, y no por un «contrato», que
vale la pena jugar el juego) y esta connivencia está en el principio de su
competición y de sus conflictos. Disponen de triunfos, es decir de cartas
maestras cuya fuerza varía según el juego: del mismo modo que cambia la fuerza
relativa de las cartas según los juegos, la jerarquía de las diferentes
especies de capital (económico, cultural, social, simbólico) varía en los diferentes
campos.
Dicho de otro modo, hay cartas que son válidas,
eficientes en todos los campos -son las especies fundamentales de capital-,
pero su valor relativo en tanto que triunfos varía según los campos, e incluso
según los estados sucesivos de un mismo campo. Dando por supuesto que, más
fundamentalmente, el valor de una especie de capital -por ejemplo el
conocimiento del griego o del cálculo integral- depende de la existencia de un
juego, de un campo en el que ese triunfo puede ser utilizado: un capital o una
especie de capital es aquello que es eficiente en un campo determinado, como
arma y como apuesta de lucha, lo cual permite a su, portador ejercer un poder,
una influencia; por lo tanto, existir en un campo determinado, en lugar de ser
una simple «cantidad despreciable». En el trabajo empírico el determinar qué es
el campo, cuales son los límites, y determinar qué especies de capital actúan
en él, dentro de qué límites ejerce sus efectos, etc., es una misma cosa. (Se
ve que las nociones de capital y de campo son estrechamente interdependientes.)
Es en cada momento el estado de las relaciones de
fuerza entre los jugadores lo que define la estructura del campo: se puede
imaginar que cada jugador tiene delante de sí pilas de fichas de diferentes
colores, correspondientes a las diferentes especies de capital que posee, de
manera tal que su fuerza relativa en el juego, su posición en el espacio de
juego, y también sus estrategias de juego, lo que se llama en francés su «
juego» (jeu), los golpes, más o menos riesgosos, más o menos prudentes, más o
menos subversivos o conservadores que emprende dependen al mismo tiempo del
volumen global de sus fichas y de la estructura de las pilas de fichas, del
volumen global de la estructura de su capital; pudiendo diferir dos individuos
dotados de un capital global más o menos equivalente tanto en su posición como
es sus tomas de posición, en tanto que uno tiene (relativamente) mucho capital
económico y poco capital cultural (un patrón de una empresa privada, por
ejemplo); y el otro tiene mucho capital cultural y poco capital económico (por
ejemplo un profesor).
Más exactamente, las estrategias de un «jugador» en
lo que define su juego dependen de hecho no sólo del volumen y de la estructura
de su capital en el momento considerado y de las chances en el juego (Huyghens
hablaba de lusiones, siempre de ludus para definir las probabilidades
objetivas) que ellas le aseguran, sino también de la evolución en el tiempo del
volumen y la estructura de su capital, es decir de su trayectoria social y de
las disposiciones (habitus) que se constituyeron en la relación prolongada con
una cierta estructura objetiva de chances.
Y esto no es todo: los jugadores pueden jugar para
aumentar o conservar su capital, sus fichas, es decir conformemente a las
reglas tácitas del juego y a las necesidades de la reproducción del juego y de
las apuestas; pero pueden también trabajar para transformar, parcial o
totalmente, las reglas inmanentes del juego, cambiar por ejemplo el valor
relativo de las fichas, la tasa de cambio entre diferentes especies de capital,
por estrategias tendientes a desacreditar la sub-especie de capital sobre la
que reposa la fuerza de sus adversarios (por ejemplo el capital económico) y a
valorizar la especie de capital de la que ellos están particularmente dotados
(por ejemplo el capital jurídico). Numerosas luchas en el campo del poder son
de este tipo: especialmente las que apuntan a apoderarse de un poder sobre el
Estado, es decir sobre los recursos económicos y políticos que permiten al
Estado ejercer un poder sobre todos los juegos y sobre las reglas que los
rigen.
Esta analogía permite ver el lazo entre los
conceptos que usted pone en juego en su teoría. Pero es necesario ahora retomar
de manera más precisa ciertas cuestiones. En primer lugar, ¿Cómo se determinan
la existencia de un campo y sus fronteras?
La pregunta acerca de los límites del campo se
formula siempre dentro del campo mismo y, en consecuencia, no admite una
respuesta a priori. Los participantes de un campo, por ejemplo las empresas
económicas, los sastres, los escritores, trabajan constantemente para
diferenciarse de sus rivales más próximos, con el objetivo de reducir la
competencia y establecer un monopolio sobre un sub-sector particular de campo
(habría que corregir esta frase, que sucumbe al «sesgo» teleológico -aquel que
me atribuyen frecuentemente cuando se comprende que hago de la investigación de
la distinción el principio de las prácticas culturales: todavía un efecto
funesto -hay una producción de diferencia que no es en nada el producto de la
investigación de la diferencia; hay mucha gente -pienso por ejemplo en
Flaubert- para la cual existir dentro de un campo es, eo ipso, diferir, ser
diferente, afirmar la diferencia; esta gente estaba frecuentemente dotada de
características que hacían que no debieran estar allí, que debieran haber sido
eliminados de entrada; pero cierro el paréntesis); trabajan también para
excluir del campo una parte de los participantes actuales o potenciales,
especialmente elevando el derecho de entrada, o imponiendo una cierta
definición de la pertenencia: es lo que hacemos, por ejemplo, cuando decimos
que X o Y no es un sociólogo, o un verdadero sociólogo, conforme a las leyes
inscriptas en la ley fundamental del campo tal como nosotros la concebimos. Sus
esfuerzos para imponer y hacer reconocer tal o cual criterio de competencia y
de pertenencia pueden resultar más o menos exitosos, según la coyuntura. De
este modo, las fronteras del campo no pueden determinarse sino por una investigación
empírica. Toman sólo raramente la forma de fronteras jurídicas (con, por
ejemplo, el numerus clausus), incluso si los campos conllevan «barreras a la
entrada», tácitas o institucionalizadas.
A riesgo de parecer que sacrifico la tautología,
diría que se puede concebir un campo como un espacio en el que se ejerce un
efecto de campo, de manera que lo que le ocurre a un objeto que atraviesa ese
campo no puede ser explicado completamente por sus solas propiedades
intrínsecas. Los límites del campo se sitúan en el punto en el que cesan los
efectos de campo. En consecuencia, hay que tratar de medir, en cada caso, por
medios variados, el punto en el que esos efectos estadísticamente detectables
declinan o se anulan en el trabajo de investigación empírica, la construcción
de un campo no se efectúa por un acto de decisión. Por ejemplo, no creo que el
conjunto de las asociaciones culturales (coros, grupos de teatro, clubes de
lectura, etc.) de tal Estado americano o de tal departamento francés constituya
un campo.
Opuestamente, el trabajo de Jerome Karabel (1984) sugiere que las
principales universidades americanas están ligadas por relaciones objetivas
tales que la estructura de esas relaciones (materiales o simbólicas) ejerce
efectos en el interior de cada una de ellas. Lo mismo con respecto a los
diarios: Michael Schudson (1978) muestra que no es posible comprender la
emergencia de la idea moderna de «objetividad» en el periodismo, si no se ve
que dicha objetividad aparece en diarios cuidadosos de afirmar su respeto de
las normas de respetabilidad, oponiendo las «informaciones» a las simples
«noticias» de los órganos de prensa menos exigentes. Solamente estudiando cada
uno de estos universos puede establecerse cómo están concretamente
constituidos, dónde terminan, qué forma parte de ellos y qué no, y si
constituyen verdaderamente un campo.
¿Cuáles son los motores del funcionamiento y del
cambio del campo?
El principio de la dinámica de un campo reside en
la configuración particular de su estructura, en la distancia entre las
diferentes fuerzas específicas que se enfrentan en él. Las fuerzas que son
activas en el campo que el analista selecciona de ese hecho como pertinentes,
porque producen las diferencias más importantes, son las que definen el capital
específico. Como he dicho a propósito del juego y de los triunfos, un capital
no existe ni funciona sino en relación a un campo: confiere un poder sobre el
campo, sobre los instrumentos materializados o incorporados de producción o de
reproducción, cuya distribución constituye la estructura misma del campo; sobre
las regularidades y las reglas que definen el funcionamiento del campo; y sobre
los beneficios que en él se engendran.
Campo de fuerzas actuales y potenciales, el campo
es también un campo de luchas por la conservación o la transformación de la
configuración de sus fuerzas. Además, el campo, en tanto que estructura de
relaciones objetivas entre posiciones de fuerza, sostiene y orienta las
estrategias por las cuales los ocupantes de esas posiciones buscan, individual
o colectivamente, salvaguardar o mejorar su posición e imponer el principio de
jerarquización más favorable a sus propios productos. Dicho de otro modo, las
estrategias de los agentes dependen de suposición en el campo, es decir en la
distribución del capital específico, y de la percepción que tienen del campo,
es decir de su punto de vista sobre el campo en tanto que vista tomada a partir
de un punto dentro del campo.
¿Qué diferencia hay entre un campo y un «aparato»
en el sentido de Althusser o un sistema tal como lo concibe Luhmann, por
ejemplo?
Una diferencia esencial:
en un campo hay luchas, por lo tanto historia. Soy muy hostil a la noción de
aparato que es para mí el caballo de Troya del funcionalismo de lo peor: un
aparato es una máquina infernal, programada para alcanzar ciertos objetivos. (Ese fantasma del complot, la idea de que una
voluntad demoníaca es responsable de todo lo que sucede en el mundo social,
frecuenta el pensamiento « crítico»). El sistema escolar, el Estado, la
Iglesia, los partidos políticos o los sindicatos no son aparatos, sino campos.
En un campo, los agentes y las instituciones luchan, siguiendo las
regularidades y las reglas constitutivas de ese espacio de juego (y, en ciertas
coyunturas, a propósito de esas mismas reglas), con grados diversos de fuerza
y, por lo tanto, con distintas posibilidades de éxito para apropiarse de los
beneficios específicos que están en juego en el juego. Los que dominan en un
campo dado están en posición de hacerlo funcionar en su provecho, pero deben
tener siempre en cuenta la resistencia, la protesta, las reivindicaciones, las
pretensiones, «políticas» o no, de los dominados.
Ciertamente, en ciertas condiciones históricas, que deben ser estudiadas de
manera empírica, un campo puede comenzar a funcionar como un aparato. Cuando el
dominador logra anular y aplastar la resistencia y las reacciones del dominado,
cuando todos los movimientos se dirigen exclusivamente desde lo alto hacia lo bajo,
la lucha y la dialéctica constitutivas del campo tienden a desaparecer. Hay
historia desde que la gente se rebela, resiste, reacciona. Las instituciones
totalitarias -asilos, prisiones, campos de concentración- o los Estados
dictatoriales son tentativas de poner fin a la historia. De este modo, los
aparatos representan un caso límite, algo que puede ser considerado como un
estado patológico de los campos, pero es un límite nunca realmente alcanzado,
incluso en los regímenes dichos «totalitarios» más represivos.
En cuanto a la teoría de los sistemas, es verdadero que encontramos en ella
un cierto número de parecidos superficiales con la teoría de los campos. Se
podría fácilmente retraducir los conceptos de «auto-referencialidad» o de
«auto-organización» por lo que yo coloco bajo la noción de autonomía; en los
dos casos, es verdad, el proceso de diferenciación y de autonomización juega un
rol central. Pero las diferencias entre las dos teorías son sin embargo
radicales. En primer lugar, la noción de campo excluye el funcionalismo y el
organicismo: los productos de un campo dado pueden ser sistemáticos sin ser
productos de un sistema, y en particular de un sistema caracterizado por
funciones comunes, una cohesión interna y una autoregulación -postulados de la
teoría de los sistemas que deben ser rechazados. Si bien es verdad que en el
campo literario o en el campo artístico se pueden tratar las tomas de posición
constitutivas de un espacio de posibles como un sistema, estas tomas de
posición posibles forman un sistema de diferencias, de propiedades distintivas
y antagónicas que no se desarrollan según su propio movimiento interno (como
implica el concepto de autoreferencialidad), sino a través de los conflictos
internos al campo de producción. El campo es el lugar de relaciones de fuerza
-y no solamente de sentido- y de luchas tendientes a transformarlo y, por lo
tanto, el lugar de un cambio permanente. La coherencia que puede observarse en
un estado dado del campo, su aparente orientación hacia una función única (por ejemplo
en el caso de las grandes escuelas de Francia, la reproducción de la estructura
del campo del poder) son el producto del conflicto y de la competencia, y no de
una suerte de autodesarrollo inmanente de la estructura.
Una segunda diferencia mayor es que un campo no tiene, partes, componentes,
cada sub-campo tiene su propia lógica, sus reglas y regularidades específicas,
y cada etapa en la división de un campo conlleva un verdadero salto cualitativo
(como, por ejemplo, cuando se pasa de un nivel del campo literario en su
conjunto al sub-campo de la novela o del teatro). Todo campo constituye un
espacio de juego potencialmente abierto, cuyos límites son fronteras dinámicas,
que son un juego de luchas en el interior del campo mismo. Un campo es un juego
que nadie ha inventado y que es mucho más fluido y complejo que todos los
juegos que puedan imaginarse. Digo esto para aprehender plenamente todo lo que
separa los conceptos de campo y de sistema, hay que ponerlos en práctica y
compararlos a través de los objetos empíricos que producen.
Brevemente, ¿cómo debe conducirse el estudio de un campo,
y cuáles son las etapas necesarias en este tipo de análisis?
Un análisis en términos de campo implica tres momentos necesarios y
conectados entre sí (1971a). En primer lugar, se debe analizar la posición del
campo en relación al campo del poder (1983c), donde ocupa una posición
dominada. (O, en un lenguaje mucho menos adecuado: los artistas y los
escritores, o más generalmente los intelectuales, son una «fracción dominada de
la clase dominante»). En segundo lugar, se debe establecer la estructura
objetiva de las relaciones entre las posiciones ocupadas por los agentes o las
instituciones que están en competencia en ese campo. En tercer lugar, se deben
analizar los habitus de los agentes, los diferentes sistemas de disposiciones
que han adquirido a través de la interiorización de un tipo determinado de
condiciones sociales y económicas y que encuentran en una trayectoria definida
en el interior del campo considerado una ocasión más o menos favorable de
actualizarse.
El campo de las posiciones es metodológicamente inseparable del campo de
las tomas de posición, entendido como el sistema estructurado de las prácticas
y expresiones de los agentes. Los dos espacios, el de las posiciones objetivas
y el de las tomas de posición, deben ser analizados juntos y tratados como «dos
traducciones de la misma frase», según la fórmula de Spinoza. Dicho esto, en
situación de equilibrio el espacio de las posiciones tiende a comandar el espacio
de las tomas de posición. Las revoluciones artísticas son el resultado de la
transformación de las relaciones de poder constitutivas del espacio de las
posiciones artísticas, que se vuelve posible por el encuentro de la intención
subversiva de una fracción de los productores con las expectativas de una
fracción de su público, es decir, por una transformación de las relaciones
entre el campo intelectual y el campo del poder (1987g). Lo que es verdadero
para el campo artístico vale también para otros campos. Se puede de este modo
observar la misma correspondencia entre las posiciones en el campo
universitario en la víspera de mayo del 68 y las posiciones tomadas en ocasión
de esos acontecimientos, como lo muestro en Homo academicus, o incluso entre
las posiciones estratégicas de los bancos y empresas en el campo económico y
las estrategias que ponen en práctica en materia de publicidad o de gestión del
personal, etc.
Dicho de otro modo, ¿el campo es una mediación capital
entre las condiciones económicas y sociales y las prácticas de quienes forman
parte de él?
Las determinaciones que pesan sobre los agentes situados dentro de un campo
determinado (intelectuales, artistas, políticos o industriales de la
construcción) no se ejercen nunca directamente sobre ellos, sino solamente a
través de la mediación específica que constituyen las formas y las fuerzas del
campo, es decir luego de haber sufrido una reestructuración (o si se prefiere,
una refracción) que es más importante cuanto más autónomo es el campo, es decir
que es más capaz de imponer su lógica específica, producto acumulado de una
historia particular. Dicho esto, podemos observar toda una gama de homologías
estructurales y funcionales entre el campo de la filosofía, el campo político,
el campo literario, etc., y la estructura del espacio social: cada uno de ellos
tiene sus dominantes y sus dominados, sus luchas por la conservación o la
subversión, sus mecanismos de reproducción, etc. Pero cada una de estas
características reviste en cada campo una forma específica, irreductible
(pudiendo ser definida una analogía como un parecido en la diferencia). De este
modo, las luchas en el interior del campo filosófico, por ejemplo, están
siempre subdeterminadas y tienden a funcionar en una lógica doble. Tienen
implicaciones políticas en virtud de la homología de las posiciones que se
establecen entre tal y tal escuela filosófica, y tal y tal grupo político o
social dentro del espacio social tomado en su conjunto.
Una tercera propiedad general de los campos es el hecho de que son sistemas
de relaciones independientes de las poblaciones que definen esas relaciones.
Cuando hablo de campo intelectual, sé muy bien que, dentro de él, voy a
encontrar «partículas» (simulemos por un momento que se trata de un campo
físico) que están bajo el imperio de fuerzas de atracción, de repulsión, etc.,
como en un campo magnético. Hablar de campo es acordar la primacía a ese
sistema de relaciones objetivas sobre las partículas. Se podría, retomando la
fórmula de un físico alemán, decir que el individuo es, como el electrón, un
Ausgeburt des Felds, una emanación del campo. Tal o tal intelectual particular,
tal o tal artista no existe en tanto que tal sino porque tiene un campo
intelectual o artístico. (Se puede de este modo resolver la eterna pregunta,
cara a los historiadores del arte, de saber en qué momento se pasa del artesano
al artista: pregunta que, formulada en esos términos, está casi desprovista de
sentido ya que esta transición se hace progresivamente, al mismo tiempo que se
constituía un campo artístico en la cual algo así como un artista podía
comenzar a existir).
La noción de campo está allí para recordar que el verdadero objeto de una
ciencia social no es el individuo, el «autor», incluso si un campo no puede
construirse sino a partir de individuos, ya que la información necesaria para
el análisis estadístico está generalmente ligada a individuos o instituciones
singulares. Es el campo lo que debe estar en el centro de las operaciones de
investigación, esto no implica de ninguna manera que los individuos sean puras
«ilusiones», que no existan. Pero la ciencia los construye como agentes, y no
como individuos biológicos, actores o sujetos; estos agentes se constituyen
socialmente como activos y actuantes en el campo por el hecho de que poseen las
cualidades necesarias para ser eficientes en él, para producir efectos en él. E
incluso a partir del conocimiento del campo en el que están insertos se puede
aprehender mejor aquello que hace a su singularidad, su originalidad, su punto
de vista como posición (dentro de un campo), a partir de la cual se instituye
su visión particular del mundo, y del campo mismo…
Lo cual se explica por el hecho de que a cada momento hay
algo así como un derecho de entrada que todo campo impone y que define el derecho
a participar, seleccionando así ciertos agentes y no otros…
La posesión de una configuración particular de propiedades es lo que
legitima el derecho de entrar en un campo. Uno de los objetivos de la
investigación es identificar esas propiedades activas, esas características
eficientes, es decir, esas formas de capital específico. Estamos así ubicados
frente a una especie de círculo hermenéutico: para construir el campo, hay que
identificar las formas de capital específico que serán eficientes en él, y para
construir esas formas de capital específico, hay que conocer la lógica
específica del campo. Es un vaivén incesante, dentro del proceso de
investigación, largo y difícil.
Decir que la estructura del campo -habrán notado que he construido
progresivamente una definición del concepto- está definida por la distribución
de las especies particulares de capital que son activas en él es decir que,
cuando mi conocimiento de las formas de capital es adecuado, puedo diferenciar
todo lo que hay que diferenciar. Por ejemplo, y allí está uno de los principios
que ha guiado mi trabajo sobre los profesores de universidad, no podemos
satisfacernos con un modelo explicativo que sea incapaz de diferenciar
personas, o mejor, posiciones que la intuición ordinaria del universo
particular opone muy fuertemente, y debemos interrogarnos sobre las variables
olvidadas que permitirían distinguirlos, (paréntesis: la intuición ordinaria es
totalmente respetable; simplemente hay que estar seguro de no hacerla
intervenir en el análisis sino de manera consciente y razonada, y de controlar
empíricamente su validez, a diferencia de esos sociólogos que la utilizan inconscientemente,
como cuando construyen esas especies de tipologías dualistas que critico en el
principio de Homo academicus, tales como «intelectual universal» por oposición
a «local»).
Último punto: los agentes sociales no son «particulares» mecánicamente
atraídos y empujados por fuerzas exteriores. Son más bien portadores de capital
y, según su trayectoria y la posición que ocupan en el campo en virtud de su
dotación en capital (volumen y estructura), tienen propensión a orientarse
activamente, ya sea hacia la conservación de la distribución del capital o
hacia la subversión de dicha distribución. Las cosas no son tan simples, evidentemente,
pero pienso que es una proposición muy general, que vale para el espacio social
en su conjunto, sin embargo no implica que todos los poseedores de un gran
capital sean automáticamente conservadores.
¿Podría precisar qué es lo que entiende por la «doble
relación oscura» entre el habitus y el campo y cómo funciona?
La relación entre el habitus y el campo es en primer lugar una relación de
condicionamiento: el campo estructura el habitus, que es el producto de la
incorporación de la necesidad inmanente de ese campo o de un conjunto de campos
más o menos concordantes -pudiendo estar las discordancias al principio
expresadas bajo la forma de habitus divididos, hasta destrozados. Pero es
también una relación de conocimiento o de construcción cognitiva: el habitus
contribuye a constituir el campo como mundo significativo, dotado de sentido y
de valor, en el cual vale la pena invertir su energía, de esto se siguen dos
cosas: en primer lugar, la relación de conocimiento depende de la relación de
condicionamiento que la precede y que da forma a las estructuras del habitus;
en segundo lugar, la ciencia social es necesariamente un «conocimiento de un
conocimiento» y debe hacer lugar a una fenomenología sociológicamente fundada
sobre la experiencia primaria del campo.
La existencia humana, el habitus como social hecho cuerpo, es esa cosa del
mundo por la cual hay un mundo: «el mundo me comprende, pero yo lo comprendo»,
más o menos esto decía Pascal. La realidad social existe, por decirlo de algún
modo, dos veces, en las cosas y en los cerebros, en los campos y en los
habitus, en el exterior y en el interior de los agentes. Y, en cuando el
habitus entra en relación con un mundo social del que es producto, es como un
pez en el agua y el mundo se le aparece como obvio. Podría, para que me
comprendan, prolongar las palabras de Pascal: el mundo me comprende, pero yo lo
comprendo; es porque él me ha producido, porque ha producido las categorías que
le aplico, que se me aparece como obvio, evidente. En la relación entre el
habitus y el campo, la historia entra en relación consigo misma: es una
verdadera complicidad ontológica que, como Heidegger y Merleau-Ponty lo
sugirieron, une el agente (que no es un sujeto o una conciencia, ni el simple
ejecutante de un rol, o la actualización de una estructura o de una función) y
el mundo social (que no es nunca una simple cosa, incluso si debe ser
construido como tal durante la fase objetivista de la investigación (1980d, p.
6)).
Esta relación de conocimiento práctico no se establece entre un sujeto y un
objeto constituido como tal y formulado como un problema. Siendo el habitus lo
social incorporado, está «como en su casa» dentro del campo que habita, que
percibe inmediatamente como dotado de sentido a interés. El conocimiento práctico
que procura puede describirse por analogía con la phronèsis aristotélica o,
mejor, con la orthè doxa de la que habla Platón en el Ménon: del mismo modo que
la «opinión recta» «cae sobre lo verdadero», de alguna manera, sin saber cómo
ni porqué, la coincidencia entre las disposiciones y la posición, entre el
sentido del juego y el juego, conduce al agente a hacer lo que tiene que hacer
sin proponerlo explícitamente como un objetivo, de este lado del cálculo e
incluso de la conciencia, de este lado del discurso y de la representación.
Sustituyendo la relación construida entre el habitus y el
campo por la relación aparente entre el «actor» y la «estructura», lleva el
tiempo al corazón del análisis sociológico y, a contrario, revela las
insuficiencias de la concepción destemporalizada de la acción de las visiones
estructuralistas o racionalistas de la acción.
La relación entre el habitus y el campo, concebidos como dos modos de
existencia de la historia, permite fundar una teoría de la temporalidad que
rompe simultáneamente con dos filosofías opuestas: por un lado, la visión
metafísica que trata el tiempo como una realidad en sí, independiente del
agente (con la metáfora del río) y, por el otro, una filosofía de la
conciencia. Lejos de ser una condición a priori y trascendental de la
historicidad, el tiempo es aquello que la actividad práctica produce en el acto
mismo por el cual se produce a sí misma. Porque la práctica es producto de un
habitus que es a su vez producto de la incorporación de las regularidades
inmanentes y de las tendencias inmanentes del mundo; contiene en ella misma una
anticipación de esas tendencias y de esas regularidades, es decir una
referencia no thética a un futuro inscripto en la inmediatez del presente.
El tiempo se engendra en la efectuación misma del acto (o del pensamiento)
como actualización de una potencialidad que es, por definición,
presentificación de un no actual y despresentificación de un actual, lo mismo
que el sentido común describe como el «paso» del tiempo. La práctica no
constituye (salvo excepciones) el futuro como tal, dentro de un proyecto o un
plan armados por un acto de voluntad conciente y deliberada. La actividad
práctica, en la medida en que tiene sentido, en que es razonable, es decir
engendrada por habitus que están ajustados a las tendencias inmanentes del
campo, trasciende el presente inmediato por la movilización práctica del pasado
y la anticipación práctica del futuro inscripto en el presente en estado de
potencialidad objetiva.
El habitus se temporaliza en el acto mismo a través del cual se realiza
porque implica una referencia práctica al futuro implicado en el pasado del que
es producto. Habría que precisar, afinar y diversificar este análisis, pero
quería solamente hacer entrever cómo la teoría de la prácticaa condensada en
las nociones de campo y de habitus permite desembarazarse de la representación
metafísica del tiempo y de la historia como realidades en sí mismas, exteriores
y anteriores a la práctica, sin abrazar por ello la filosofía de la conciencia,
que sostiene las
visiones de la temporalidad que se encuentran en Husserl o en la teoría de la
acción racional.
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*Director de Estudios en la Ecole desd Hautes Etudes en
Sciences Sociales.
Fuente: Ciencias Sociales Hoy: aquevedo.wordpress.com.
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