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De pie frente a la sala de conferencias, el
geofísico de la Universidad de California San Diego presentó a la multitud el avanzado modelo informático que iba a
utilizar para responder a esa pregunta. Habló
de límites del sistema, perturbaciones, disipación, atractores, bifurcaciones y
toda una serie de asuntos que en gran parte eran incomprensibles para nosotros,
los no iniciados en la teoría de sistemas complejos. Pero el resultado final era suficientemente claro: el capitalismo
global hace que el agotamiento de los recursos sea tan rápido, conveniente
e irrestricto, que los “sistemas
tierra-humanos” se están haciendo peligrosamente inestables como reacción.
Cuando un periodista lo presionó para que diera una respuesta clara a la pregunta “¿estamos jodidos?, Werner
dejó la jerga a un lado y respondió: “Más o menos”. Había, sin embargo, una dinámica en el modelo
que ofrecía alguna esperanza. Werner la
llamó “resistencia”, movimientos de “gente o grupos de gente” que “adoptan
un cierto conjunto de dinámicas que no se ajustan a la cultura capitalista”. Según el resumen de su presentación esto
incluye “acción directa ecológica, resistencia proveniente desde afuera de la
cultura dominante, como en protestas, bloqueos y saboteos por parte de pueblos indígenas, trabajadores,
anarquistas y otros grupos activistas”.
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Dra. Naomi Klein. Autora del libro "NO logo". y La Doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre. Columnista del New York Times.
***
¿ESTÁN MATANDO AL
PLANETA NUESTRA IMPLACABLE BUSCA DE CRECIMIENTO ECONÓMICO?.
Cómo nos dice la
ciencia a todos que nos rebelemos.
*****
Naomi Klein.
New Statesman lunes 11 de noviembre
del 2013.
Traducido para Rebelión por
Germán Leyens.
¿Está matando al planeta
nuestra implacable busca de crecimiento económico? Los climatólogos han visto
los datos y están llegando a algunas conclusiones incendiarias.
Diciembre de 2012. Un investigador de
sistemas complejos, de cabellos rojos, llamado Brad Werner pasó entre la
multitud de 24.000 climatólogos y astrofísicos en la Reunión de Otoño de la
Unión Geofísica Estadounidense, celebrada anualmente en San Francisco. La
conferencia de este año incluía algunos participantes de gran renombre, desde
Ed Stone, del proyecto Voyager de la NASA explicando un nuevo hito en el camino
al espacio interestelar, hasta el cineasta James Cameron, quien habló de sus
aventuras en sumergibles de aguas profundas.
Pero fue la propia sesión
de Werner la que atrajo gran parte del alboroto. Se titulaba “¿Está jodida la
tierra? (título completo: ¿Está jodida la tierra? Futilidad dinámica del manejo
del medioambiente y posibilidades de sustentabilidad a través del activismo de
acción directa”).
De pie frente a la sala de
conferencias, el geofísico de la Universidad de California San Diego presentó a
la multitud el avanzado modelo informático que iba a utilizar para responder a
esa pregunta. Habló de límites del sistema, perturbaciones, disipación,
atractores, bifurcaciones y toda una serie de asuntos que en gran parte eran
incomprensibles para nosotros, los no iniciados en la teoría de sistemas
complejos. Pero el resultado final era suficientemente claro: el capitalismo
global hace que el agotamiento de los recursos sea tan rápido, conveniente e
irrestricto, que los “sistemas tierra-humanos” se están haciendo peligrosamente
inestables como reacción. Cuando un periodista lo presionó para que diera una
respuesta clara a la pregunta “¿estamos jodidos?, Werner dejó la jerga a un
lado y respondió: “Más o menos”.
Había, sin embargo, una
dinámica en el modelo que ofrecía alguna esperanza. Werner la llamó
“resistencia”, movimientos de “gente o grupos de gente” que “adoptan un cierto
conjunto de dinámicas que no se ajustan a la cultura capitalista”. Según el
resumen de su presentación esto incluye “acción directa ecológica, resistencia
proveniente desde afuera de la cultura dominante, como en protestas, bloqueos y
saboteos por parte de pueblos indígenas, trabajadores, anarquistas y otros
grupos activistas”.
Las reuniones científicas
serias no destacan usualmente llamados a la resistencia política, mucho menos
acción directa y saboteo. Pero por otra parte, Werner no estaba llamando a
emprender cosas semejantes. Simplemente estaba observando que los
levantamientos masivos de la gente, siguiendo las líneas del movimiento por la
abolición, del movimiento de derechos civiles u Ocupa Wall Street, representan
la fuente más probable de “fricción” para ralentizar una maquinaria económica
que se está saliendo de control. Sabemos que los movimientos sociales del
pasado han “tenido tremenda influencia sobre… cómo se desarrolló la cultura
dominante", señaló. Por lo tanto es razonable que, “si estamos pensando en
el futuro de la tierra y el futuro de nuestra conexión con el medio ambiente tenemos
que incluir la resistencia como parte de esa dinámica”. Y eso, argumentó
Werner, no es un tema de opinión, sino “realmente un problema de geofísica”.
Numerosos científicos han
sido motivados por los resultados de su investigación a emprender la acción en las
calles. Físicos, astrónomos, médicos y biólogos han estado a la vanguardia de
los movimientos contra las armas nucleares, la energía nuclear, la guerra, la
contaminación química y el creacionismo. Y en noviembre de 2012, Nature
publicó un comentario del financista y filántropo ecológico Jeremy Grantham
instando a los científicos a sumarse a esa tradición y “ser arrestados si es
necesario”, porque el cambio climático “no es solo la crisis de vuestras vidas,
es también la crisis de la existencia de nuestra especie”.
Algunos científicos no
necesitan que los convenzan. El padrino de la climatología moderna, Hames
Hansen, es un formidable activista, ha sido detenido una media docena de veces
por resistir la minería de remoción de cima de montaña y los oleoductos de
arenas bituminosas (incluso abandonó su puesto en la NASA este año en parte
para tener más tiempo para las campañas). Hace dos años, cuando fui arrestada
frente a la Casa Blanca en una acción masiva contra Keystone XL, el oleoducto
de arenas bituminosas, una de las 166 personas esposadas ese día era un
glaciólogo llamado Jason Box, un experto de reputación mundial sobre la placa
de hielo de Groenlandia que se derrite.
“No podía mantener mi
autorespeto si no iba”, dijo Box entonces, y agregó que “solo votar no parece
suficiente en este caso. También tengo que ser un ciudadano”.
Esto es laudable, pero lo
que Werner hace con sus modelos es diferente. No dice que su investigación lo
impulsó a tomar acción para detener una política en particular, dice que su
investigación muestra que todo nuestro paradigma económico es una amenaza para
la estabilidad ecológica. Y por cierto que cuestionar ese paradigma económico
–mediante la presión contraria del movimiento de masas– es el mejor intento de
la humanidad para evitar la catástrofe.
Es un argumento pesado.
Pero no es el único. Werner forma parte de un grupo pequeño pero cada vez más
influyente de científicos cuya investigación de la desestabilización de
sistemas naturales –en particular el sistema climático– los lleva a
conclusiones similarmente transformadoras, incluso revolucionarias. Y para
cualquier revolucionario de armario quien nunca ha soñado con derrocar el orden
económico actual a favor de otro que sea menos probable que lleve a jubilados
italianos a ahorcarse en sus casas, este trabajo debería ser de particular
interés. Porque hace que el abandono de ese cruel sistema a favor de algo nuevo
(y tal vez, con mucho trabajo, mejor) ya no sea cosa de simple preferencia
ideológica, sino más bien una necesidad existencial para la especie.
En la dirección de ese
grupo de nuevos revolucionarios científicos se encuentra uno de los principales
expertos en el clima de Gran Bretaña, Kevin Anderson, vicedirector del Centro
Tyndall de Investigación del Cambio Climático, que se ha establecido
rápidamente como una de las principales instituciones de investigación del
clima del Reino Unido. Dirigiéndose a todos, desde el Departamento de
Desarrollo Internacional al Consejo Municipal de Manchester, Anderson ha pasado
más de una década traduciendo pacientemente las implicaciones de la última
ciencia climatológica a políticos, economistas y activistas. En lenguaje claro
y comprensible, presenta un camino riguroso para la reducción de emisiones, que
asegura un intento decente de mantener el aumento de la temperatura global a
bajo 2º Celsius, un objetivo que la mayoría de los gobiernos han determinado
que conjuraría la catástrofe.
Pero en los últimos años,
los escritos y presentaciones visuales de Anderson se han hecho más alarmantes.
Con títulos como “El cambio climático: más allá de peligroso… Cifras brutales y
tenue esperanza”, señala que las probabilidades de mantenerse dentro de algo
semejante a niveles seguros de temperatura disminuyen rápidamente.
Con su colega Alice Bows,
experta en mitigación del clima en el Centro Tyndall, Anderson señala que hemos
perdido tanto tiempo debido a atolladeros políticos y débiles políticas
climáticas –mientras el consumo (y las emisiones) globales aumentaban
vertiginosamente– que ahora estamos enfrentando recortes tan drásticos que
cuestionan la lógica fundamental de dar prioridad al crecimiento del PIB por
sobre todas las cosas.
Todos tenemos el deber y la obligación de defender la naturaleza ante el avance de extractivismo depredador que hoy avanza y crece bajo el manto del crecimiento económico?.
***
Anderson y Bows nos
informan de que el objetivo de mitigación a largo plazo mencionado
frecuentemente –un recorte de las emisiones de un 80% bajo los niveles de 1990
para 2050– ha sido seleccionado exclusivamente por motivos de conveniencia
política y no tiene “ninguna base científica”. Esto se debe a que los impactos
del clima no tienen lugar solo por lo que emitimos hoy y mañana, sino por las
emisiones que se acumulan en la atmósfera con el paso del tiempo. Y advierten
de que al concentrarse en objetivos a tres décadas y media de distancia en el
futuro –en lugar de lo que podemos hacer para reducir el carbono fuerte e
inmediatamente– existe un serio riesgo de que permitamos que nuestras emisiones
sigan aumentando durante años, gastando demasiado de nuestro “presupuesto de
carbono” y colocándonos en una posición imposible en el resto del siglo.
Por eso Anderson y Bows
argumentan que si los gobiernos de países desarrollados son serios en alcanzar
el objetivo internacional acordado de mantener el calentamiento por debajo de
2º Celsius y si las reducciones han de respetar algún tipo de principio de
equidad (básicamente que los países que han estado expeliendo carbono durante
gran parte de dos siglos tienen que recortar antes que los países donde más de
mil millones de personas todavía no tienen electricidad), entonces las
reducciones tienen que ser mucho más profundas y tendrán que ocurrir mucho
antes.
Para tener incluso una
probabilidad de 50/50 de alcanzar el objetivo de 2ºC (que, advierten ellos y
muchos otros, ya involucra una serie de impactos climáticos inmensamente
dañinos), los países industrializados tienen que comenzar a reducir sus
emisiones de gases invernadero en algo como 10% al año y tienen que hacerlo
ahora mismo. Pero Anderson y Bows van más lejos, al señalar que este objetivo
no se puede alcanzar con la serie de soluciones de bonos de carbono o de tecnología
verde usualmente propugnadas por grandes grupos verdes. Estas medidas
ciertamente ayudan, sin duda, pero simplemente no bastan: una baja de las
emisiones de un 10%, año tras año, virtualmente no tiene precedentes desde que
comenzamos suministrando energía a nuestras economías con carbón. De hecho,
recortes de más de 1% por año “han sido asociados históricamente solo con
recesión económica o agitación”, como dijo el economista Nicholas Stern en su
informe de 2006 para el Gobierno británico.
Incluso después del colapso
de la Unión Soviética no hubo reducciones de esta duración y profundidad (los
antiguos países soviéticos tuvieron reducciones anuales promedio de
aproximadamente 5% durante un período de diez años). No tuvieron lugar después
del crac de Wall Street en 2008 (algunos países ricos tuvieron una baja de 7%
entre 2008 y 2009, pero sus emisiones de CO2 se recuperaron con ganas en 2010 y
las emisiones en China e India siguieron aumentando). Solo durante las
consecuencias inmediatas del gran crac del mercado de 1929, por ejemplo, EE.UU.
tuvo una baja de emisiones durante varios años consecutivos de más de un 10%
por año, según datos históricos del Centro de Análisis de Información sobre
Dióxido de Carbono. Pero esa fue la peor crisis económica de los tiempos
modernos.
Si queremos evitar ese tipo
de matanza mientras cumplimos nuestros objetivos de emisiones basados en la
ciencia, la reducción de carbono debe ser administrada cuidadosamente mediante
lo que Anderson y Bows describen como “estrategias radicales e inmediatas de
"decrecimiento" en EE.UU., la UE, y otras naciones ricas”. Lo que
está bien, con la excepción de que sucede que tenemos un sistema económico que
hace un fetiche del crecimiento del PIB por sobre todo, sin que importen las
consecuencias humanas o ecológicas, y en el cual la clase política neoliberal
ha abdicado del todo su responsabilidad de administrar algo (ya que el mercado
es el genio invisible al que hay que confiarlo todo).
Por lo tanto, lo que
realmente dicen Anderson y Bows es que todavía queda tiempo para evitar un
calentamiento catastrófico, pero no dentro de las reglas del capitalismo tal
como están construidas actualmente. Lo que podría ser el mejor argumento que
hayamos tenido para cambiar esas reglas.
En un ensayo de 2012 que
apareció en la influyente revista científica Nature Climate Change,
Anderson y Bows presentaron una especie de desafío, acusando a muchos otros
científicos de no decir la verdad sobre el tipo de cambios que el cambio
climático exige de la humanidad. Al respecto vale la pena citarlo en extenso:
…al desarrollar escenarios
de emisiones los científicos subestiman repetida y severamente las
implicaciones de sus análisis. Cuando se trata de evitar un aumento de 2ºC,
“imposible” es traducido como “difícil pero factible”, mientras “urgente y
radical” aparece como “retador”, todo para apaciguar al dios de la economía (o,
para ser más precisos, de las finanzas). Por ejemplo, para evitar de exceder la
reducción de la tasa de emisión máxima dictada por los economistas, se asumen
picos “imposiblemente” tempranos, junto con nociones ingenuas sobre “gran”
ingeniería y las tasas de despliegue de infraestructura de bajo carbono. A
medida que disminuyen los presupuestos de emisiones, se propone cada vez más
geoingeniería para asegurar que el dictado de los economistas no se cuestione.
En otras palabras, a fin de
parecer razonables dentro de los círculos económicos neoliberales, los
científicos han estado suavizando dramáticamente las implicaciones de su
investigación. En agosto de 2013, Anderson estuvo dispuesto a ser aún más
directo y escribió que ya era demasiado tarde para el cambio gradual. “Tal vez
en los días de la Cumbre de la Tierra de 1992, o incluso al principio del
milenio, los niveles de mitigación de 2ºC podrían haber sido logrados mediante
cambios evolutivos significativos dentro de la hegemonía política y económica.
¡Pero el cambio climático es un problema acumulativo! Ahora, en 2013, en las
naciones (post) industriales de altas emisiones enfrentamos una perspectiva muy
diferente. Nuestro continuo y colectivo libertinaje con el carbono ha
desperdiciado toda oportunidad del ‘cambio evolucionista’ permitido por nuestro
anterior (y mayor) presupuesto de carbono de 2ºC. Actualmente, después de dos
décadas de fanfarronadas y mentiras, el presupuesto de 2ºC restante exige
cambios revolucionarios de la hegemonía política y económica”.
Probablemente no debería
sorprendernos que algunos científicos especialistas en clima estén un poco
asustados ante las implicaciones radicales incluso de su propia investigación.
En su mayoría solo estaban haciendo tranquilamente su trabajo midiendo muestras
de hielo, preparando modelos del clima global y estudiando la acidificación de
los océanos, solo para descubrir, como describe el experto en clima y autor
australiano Clive Hamilton, que estaban “involuntariamente desestabilizando el
orden político y social”.
Pero hay mucha gente muy
consciente de la naturaleza revolucionaria de la ciencia climática. Por eso
algunos gobiernos que decidieron descartar sus compromisos climáticos a favor
de excavar más carbón han tenido que encontrar maneras cada vez más
"matonescas" para silenciar e intimidar a los científicos de sus
naciones. En Gran Bretaña esta estrategia es cada vez más abierta e Ian Boyd,
asesor científico jefe del Departamento del Entorno, Alimentación y de Asuntos
Rurales, escribió recientemente que los científicos deberían evitar “sugerir
que las políticas son correctas o equivocadas” y expresar sus puntos de vista
“trabajando con asesores empotrados (como yo mismo) y siendo la voz de la
razón, en lugar del disenso, en la arena pública”.
Si queréis saber adónde
lleva esto comprobad lo que sucede en Canadá, donde vivo. El Gobierno
conservador de Stephen Harper ha realizado un trabajo tan efectivo silenciando
a los científicos y eliminando proyectos de investigación crítica que en julio
de 2012 un par de miles de científicos y sus partidarios efectuaron un
simulacro de funeral en Parliament Hill en Ottawa, deplorando “la muerte de la
evidencia”. Sus pancartas decían, “No a la ciencia, no a la evidencia, no a la
verdad”.
Pero la verdad sale a la
luz a pesar de todo. Ya no es necesario leer en publicaciones científicas que
la búsqueda de beneficios y crecimiento de los negocios como si tal cosa está
desestabilizando la vida en la tierra. Las primeras señales se despliegan ante
nuestros ojos. Y más y más de nosotros reaccionamos correspondientemente:
bloquear la actividad del fracking e Balcombe; interferir en los
preparativos para perforaciones en aguas rusas en el Ártico (a un enorme coste
personal); demandar a los operadores de arenas bituminosas por violar la
soberanía indígena; e innumerables actos más de resistencia grandes y pequeños.
En el modelo informático de Brad Werner, esta es la “fricción” requerida para
ralentizar las fuerzas de desestabilización; el gran activista del clima Bill
MbKibben los llama “anticuerpos” que se alzan para combatir la “fiebre de
adulteración” del planeta.
No es una revolución, pero
es un comienzo. Y
podría darnos suficiente tiempo para encontrar una manera de vivir en este
planeta que sea claramente menos jodida.
*****
Naomi Klein es una periodista galardonada, columnista publicada en numerosos periódicos y autora del éxito de
ventas internacional del New York Times, La doctrina del shock: El auge del
capitalismo del desastre (septiembre de 2007); y de un éxito de ventas
internacional anterior: No logo: El poder de las marcas; y de la colección:
Vallas y Ventanas: Despachos desde las trincheras del debate sobre la
globalización (2002). Lea más en
Naomiklein.org. La puede seguir en Twitter: @naomiaklein.
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