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La política es
discrepancia. A pesar de los grupos que conformemos, de
las alianzas que trencemos, hay una radical pluralidad
que una y otra vez se empeña en recordarnos que todos y cada uno de nosotros
somos distintos respecto al que tenemos al lado. No sólo en nuestros rasgos externos, o en cómo son y se comportan
nuestros órganos internos; también lo somos en nuestras trayectorias de vida, en las memorias que albergamos, en las
expectativas que nos mueven, en las pasiones que nos recorren, en las fantasías
que generamos, en nuestros modos de razonar. En cómo pensamos y nos enfrentamos
a la contingencia de los hechos. Pero a
pesar de estas diferencias, somos capaces de unirnos a partir de grandes
proyectos e ideas compartidas, o de pequeñas asociaciones temporales en pos de
objetivos muy concretos. Sabemos que solos es muy difícil conseguir nada,
pero que bien organizados es cómo se logran las cosas. En el inevitable conflicto que surge entre organizaciones ha sido
habitual trasladar los modos de pensar la guerra a la política. Es por ello que resulta habitual leer cómo
los términos bélicos pueblan los libros políticos sin ningún reparo, lo que
ha posibilitado que triunfe la idea de que la política es la lucha descarnada
por el poder donde, de seguir el “método democrático”, valdría todo menos el uso de
las armas de punta y fuego.
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DISCIPLINA,
DEMOCRACIA Y PARTIDOS.
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Víctor Alonso.
Colectivo Novecento
Lunes 19 de noviembre del
2013.
Uno de los teóricos más importantes del siglo
XX, Leo Strauss, insistía siempre en
que las cuestiones fundamentales de la política son perennes. Volvemos a ellas
una y otra vez. Su íntimo enemigo en la academia norteamericana, Sheldon S. Wolin, matizaba que en
realidad a la hora de pensar la política estamos comerciando de continuo entre
lo viejo y lo nuevo, por lo que además del estudio debemos contar con una
visión que combine nuestra propia experiencia con ciertas dosis de imaginación.
Cuando en 1787 Alexander
Hamilton envía su primer artículo a un periódico
neoyorquino, tratando de que la opinión pública de su Estado empiece a ver con
mejores ojos el proyecto constitucional de Filadelfia,
va a apelar a la formación del juicio individual y la discusión libre más allá
del seguidismo de los dogmas partidistas. Le convenía hacerlo así, pues los
llamados federalistas partían de una clara desventaja en su Estado. Y por ello
escribe: “[...] Nada es tan desacertado como ese espíritu de intolerancia que
ha caracterizado en todos los tiempos a los partidos políticos. Porque en
política como en religión resulta igualmente absurdo intentar hacer prosélitos
por el fuego y la espada. En una y otra, raramente es posible curar herejías
con persecuciones”.
Fueran los que fueran los motivos de Hamilton, en este pasaje tiene razón.
Nuestras convicciones son tan profundas y están tan arraigadas que podremos
disimular para salvar la vida, el trabajo o el estatus, pero difícilmente las
coacciones lograrán nuestra conversión allá en el fondo. Precisamos de juicios
y argumentos que incluso, a veces, nos conmuevan.
La política es
discrepancia. A pesar de los grupos que
conformemos, de las alianzas que trencemos, hay una radical pluralidad que una
y otra vez se empeña en recordarnos que todos y cada uno de nosotros somos
distintos respecto al que tenemos al lado. No sólo en nuestros rasgos externos,
o en cómo son y se comportan nuestros órganos internos; también lo somos en
nuestras trayectorias de vida, en las memorias que albergamos, en las
expectativas que nos mueven, en las pasiones que nos recorren, en las fantasías
que generamos, en nuestros modos de razonar. En cómo pensamos y nos enfrentamos
a la contingencia de los hechos.
Pero a pesar de estas diferencias, somos
capaces de unirnos a partir de grandes proyectos e ideas compartidas, o de
pequeñas asociaciones temporales en pos de objetivos muy concretos. Sabemos que
solos es muy difícil conseguir nada, pero que bien organizados es cómo se
logran las cosas.
En el inevitable conflicto que surge entre organizaciones ha sido habitual trasladar los modos de pensar la guerra a la política. Es por ello que resulta habitual leer cómo los términos bélicos pueblan los libros políticos sin ningún reparo, lo que ha posibilitado que triunfe la idea de que la política es la lucha descarnada por el poder donde, de seguir el “método democrático”, valdría todo menos el uso de las armas de punta y fuego.
En el inevitable conflicto que surge entre organizaciones ha sido habitual trasladar los modos de pensar la guerra a la política. Es por ello que resulta habitual leer cómo los términos bélicos pueblan los libros políticos sin ningún reparo, lo que ha posibilitado que triunfe la idea de que la política es la lucha descarnada por el poder donde, de seguir el “método democrático”, valdría todo menos el uso de las armas de punta y fuego.
Michel Foucault es quizá el crítico del pasado siglo que mejor encaró el problema de la
disciplina. La estudió en cuarteles, conventos, fábricas, hospitales o escuelas
concluyendo que la agresión a nuestras libertades que provoca el control
disciplinario, la instrucción en la obediencia, nos aprisiona en una red apenas
perceptible de la que resulta difícil salir. Irremediablemente, siempre que veo
niños de tres años bien sentados rellenando fichas sin salirse del cuadro me
acuerdo de Foucault.
Este sueño militar de la sociedad europea,
que el autor francés emplazaba en el siglo XVIII, nos aboca al riesgo de los
engranajes coercitivos, la docilidad automática, el silencio impuesto.
Recordemos que por aquel entonces aparecían ya los partidos modernos, aún en
forma de facciones de notables, que no por casualidad pronto buscarían
convertirse en batallones disciplinados de fervorosos “militantes”.
Con el auge del totalitarismo en la Europa de
entreguerras este modelo bélico triunfó. Los “movimientos” políticos más dogmáticos se convirtieron en cerradas
milicias donde no saberse la letra implicaba expulsión y disidencia. La soledad
del individuo de las grandes ciudades estimuló que gentes confusas y frustradas
se unieran a las dinámicas de amigo/enemigo que teorizara el insigne jurista
nazi Carl Schmitt. Nada como el
calor de un grupo en perpetuo movimiento, sus canciones y marchas, su líder
paternal, sus chivos expiatorios y enemigos a muerte, como para sentirnos algo
mejor en el absurdo existencial de la vida moderna.
Como es de imaginar, la libertad política
sufrió un severo golpe. En política, como en religión, la disidencia es
inevitable. Y es que, como decía, somos radicalmente distintos. Todos y todas.
Aunque la política democrática obre el milagro de crear esa ficción según la
cual somos iguales en derechos y libertades, en garantías ante la ley, a la vez
somos diversos. Por ello no pensamos igual sobre todo. Si gozamos de
libertades, podremos expresarlo dónde y cómo nos plazca siempre que, eso sí, no
calumniemos. Para evitar esto último, con buen sentido, solemos dotarnos de
leyes que nos protejan.
Los partidos políticos actuales siguen modelos de hace cien años. Apenas han evolucionado. Y
esa es una de las grandes críticas que están aflorando en esta crisis.
Estrictamente jerarquizados, plenos de rigideces burocráticas, donde una cúpula
maneja agenda, información y grandes decisiones, la libertad de opinión en su
seno ha sido sofocada una y otra vez. Se temen “las comunicaciones peligrosas”.
Y ni siquiera se molestan en ocultarlo. El caso español es en esto extremo.
Cuando el Parlamento británico recientemente rechazó los planes del primer
ministro, David Cameron, sobre una
intervención armada en Siria, aquí
nos sorprendimos de que muchos diputados conservadores de su partido le
hubieran dado públicamente la espalda. Esto por el momento, en nuestro
Congreso, resulta impensable.
Evidentemente en momentos de tensión interna
los partidos políticos semejan ollas de presión. Fíjense, si no, en la última Conferencia Política del PSOE.
Numerosos inconformistas quieren expresar públicamente sus desacuerdos, pero
saben que no pueden, que se arriesgan a que carreras políticas por las que
llevan luchando años se vayan al traste. Ante la mínima salida de tono, si no
estás cubierto, acecha la purga.
Pero ¿son todos los partidos iguales?
Evidentemente, no. Desde la izquierda, en el ámbito político donde los valores
de igualdad, respeto a las diferencias y a las libertades están más arraigados,
se demanda una ruptura con ese modelo de organización política. Esta es una de
las causas del actual rechazo al bipartidismo en nuestro país.
Por todo ello, cuando hace unos días se
conoció que la cúpula de Izquierda Unida
de la Comunidad de Madrid –inserta en un duro conflicto interno contra el
49% de la formación– había introducido un artículo estatutario donde
consideraba como infracción sancionable la discrepancia pública con las
decisiones de la organización, saltaron todas las alarmas. Poco importaba que a
nivel federal este mismo partido tuviera una norma muy similar, pero de poca
aplicación real. El gesto en sí, conociendo el contexto en que se producía,
resultaba desolador.
En un momento crítico como el actual, cuando
se está tratando de reorganizar la izquierda de acuerdo a demandas que son un
clamor en las calles, enrocarse en medidas autoritarias y caducas como esta ha
desesperado a propios y extraños. Y con razón.
La disciplina en un partido no tiene nada que
ver con el compromiso. Cuando uno se presenta a unas elecciones democráticas,
lo hace formulando unas promesas, apelando a una confianza con sus electores
que no debe traicionar. Si en un momento determinado un miembro de un partido
político es elegido y traiciona este compromiso, democráticamente no habrá
cumplido. Y deben existir normas que lo impidan.
La revocación de los cargos por asambleas de
base, su rotación, la obligatoriedad de asambleas informativas periódicas por
parte de los representantes –donde puedan exponer a debate público y
consideración sus cambios de postura–, los exámenes anteriores y posteriores al
momento de obtener un cargo, y otras medidas como estas que están más que
inventadas, son algunas de las iniciativas que nos permitirían afianzar este
compromiso.
Obligar, en cambio, a cualquier miembro de un partido a callar sus opiniones discrepantes resulta antidemocrático. La política encara los conflictos desde el diálogo, el intercambio público de razones. La palabra y la escucha son sus protagonistas; no el silencio, el control o el ruido de los golpes. Al deliberar nos informamos de cuestiones que desconocíamos, nos llegan opiniones que no habíamos considerado, se nos presentan argumentos que nos desafían y, quizá, nos cambien. Tenemos también la oportunidad, la libertad, de expresarnos. Cercenar este proceso representa un flaco favor a la democracia.
Si aquel que tenemos al lado piensa distinto, construimos nuestra amistad política con él sólo si permitimos que lo exprese, si nos atrevemos a rebatirle. Todo ello proporciona confianza. Y expresarlo más allá de las cuatro paredes de la organización no sólo enriquecerá los debates de la escena pública, sino que retirará todo el manto de sordas imposiciones y declaraciones impostadas que han protagonizado la política española los últimos años.
Obligar, en cambio, a cualquier miembro de un partido a callar sus opiniones discrepantes resulta antidemocrático. La política encara los conflictos desde el diálogo, el intercambio público de razones. La palabra y la escucha son sus protagonistas; no el silencio, el control o el ruido de los golpes. Al deliberar nos informamos de cuestiones que desconocíamos, nos llegan opiniones que no habíamos considerado, se nos presentan argumentos que nos desafían y, quizá, nos cambien. Tenemos también la oportunidad, la libertad, de expresarnos. Cercenar este proceso representa un flaco favor a la democracia.
Si aquel que tenemos al lado piensa distinto, construimos nuestra amistad política con él sólo si permitimos que lo exprese, si nos atrevemos a rebatirle. Todo ello proporciona confianza. Y expresarlo más allá de las cuatro paredes de la organización no sólo enriquecerá los debates de la escena pública, sino que retirará todo el manto de sordas imposiciones y declaraciones impostadas que han protagonizado la política española los últimos años.
Pero entender la esencia de todo esto implica
dejar atrás viejos modos y maneras muy arraigadas de lo que, popularmente, se conoce como
régimen. Y me temo que no va a ser fácil.
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