La Unión Europea apenas desempeña el papel de
comparsa, sumida en una grave crisis, atenazada por una política
que no sólo no consigue superar la recesión económica sino que agrava su falta
de autonomía y su decadencia como actor político global, y una hipotética quiebra de la zona euro dañaría irremediablemente a
Alemania, que se ha convertido en el eje de Europa. Gran Bretaña va a
seguir siendo el fiel escudero de Washington. Los gobiernos británicos,
conservadores o laboristas, consideran que mantener el estatuto de potencia
internacional sólo puede hacerse a la sombra del amigo americano. Francia aspira a
seguir formando parte del eje central de la Unión Europea y a preservar su
papel de potencia regional en los países saharianos y en el Sahel africano. Por su parte, Alemania
es consciente de que, si bien la guerra civil ucraniana favorece la presencia y
el papel estratégico de la OTAN y
los intereses norteamericanos, la extensión del dispositivo militar de la OTAN hasta las fronteras rusas es
una provocación innecesaria a Moscú y no augura nada bueno para Berlín y la
Unión Europea. Eso explica sus reticencias a la incorporación de Ucrania y
Georgia a la alianza militar occidental, aunque el “partido de la guerra” cuenta también con partidarios en Berlín, y las viejas hipotecas de su subordinación
a Estados Unidos no se van a romper a corto plazo. La inestabilidad de la
zona euro, junto con los interrogantes
sobre el propio futuro de la Unión Europea, no aconsejaban, precisamente,
involucrarse en la aventura ucraniana. Y Berlín lo sabe. Pero ninguna de las potencias europeas va a
resistirse a las imposiciones de Washington.
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La larga avenida política del siglo XXI, nos conducirá inexorablemente hacia Otro Mundo, Socialista, Democrático, Participativo, que si es posible, desde la construcción de Nuestra América, como base fundamental y central del nuevo proceso político de Integración y Transformación social?.
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EL IMPERIO VULNERABLE.
*****
Higinio. Polo.
El Viejo Topo. Miércoles 8 de abril del 2015.
Para Washington, los días
felices de la última década del siglo XX, cuando el poder norteamericano era
innegable y desmedido en todo el planeta, no volverán. El error estratégico,
con Bush, de la invasión de Iraq, lanzada por el neoconservadurismo estadounidense
para alumbrar un siglo XXI bajo su dominio, dio lugar, paradójicamente, a las
primeras grietas francesas y alemanas y a extenuantes guerras en Oriente Medio,
a las que se añadieron la nueva política exterior independiente de Putin, que
borraba así los años de Yeltsin de la Rusia arrodillada, y el cauteloso y
progresivo fortalecimiento chino. La conjunción de unas guerras empantanadas y
sucias, de la revelación al mundo de que Washington espía, secuestra, tortura,
encarcela y mata sin control; de una economía capitalista de casino donde los
viejos bandidos siguen robando a manos llenas, y de la progresiva certeza de
que Estados Unidos si bien puede iniciar guerras y encender regiones enteras no
puede ya imponer su voluntad, hicieron el resto. El tránsito de los días
felices hasta el nuevo mundo reveló que el imperio norteamericano, siempre
dominante y orgulloso, se había vuelto vulnerable.
La confusión ante el mundo
que llega, sin premura pero irremediablemente, y la certeza de que los años de
gloria se escapan, difundida por los enemigos pero también por relevantes
personajes como Bill Clinton o Henry Kissinger, no mitiga en los núcleos
dirigentes de Washington el afán por intentar detener la decadencia, ni evita
la peligrosa convicción, arraigada en el pensamiento estratégico
norteamericano, de que Estados Unidos es una “nación providencial”, creada para
confirmar el sueño de dios, segura de su bendición (In God we trust),
surgida para dirigir el mundo. Todo el establishment norteamericano está
convencido de la “excepcionalidad” de Estados Unidos. Esa idea, compañera de la
aventura imperial, tiene sus lejanos orígenes en la política exterior
imperialista que impulsó William Henry Seward (secretario de Estado de Abraham
Lincoln y de Andrew Johnson) y, después, en la presidencia de Teddy Roosevelt.
Tras la Segunda Guerra Mundial, en los años de Truman, Estados Unidos inició
sus programas de operaciones militares encubiertas para apoyar a grupos
guerrilleros en territorio soviético y chino, o en Europa, como hicieron en
Albania, y siguieron con prácticamente todos los presidentes, que, además de
protagonizar guerras de exterminio, como en Vietnam, autorizaron planes para
derrocar gobiernos, desde Guatemala a Irán, pasando por Cuba, Chile, la vieja
Indochina, Congo, Angola, Afganistán, Nicaragua, y, en los últimos veinte años,
lanzaron nuevas operaciones (directamente o a través de grupos terroristas
dirigidos por la CIA) en la periferia rusa, en Asia central, Iraq, Irán,
Pakistán, Yemen, Siria y Libia.
Hoy, la pretensión de
mantener un mundo unipolar, el predominio norteamericano en el planeta, tiene
dos serios adversarios: Pekín y Moscú. China, que tiene los recursos necesarios
para hacerlo, no busca sustituir a Estados Unidos como gran potencia
planetaria, pero rechaza el hegemonismo pendenciero y brutal que define a la
Casa Blanca; Rusia, cuyo poder económico es notablemente menor que el de
Estados Unidos y China, quiere la consolidación de un mundo multipolar,
mientras intenta reconstruir pacientemente los viejos lazos con las que fueron
repúblicas soviéticas, porque sabe que nada bueno puede esperar de un mundo
dirigido por Washington. Así, en el diseño de la política exterior
norteamericana, tanto Pekín como Moscú son adversarios a batir, y Washington no
dudaría siquiera para contribuir a una hipotética partición de Rusia y China,
como impulsó el desmembramiento de la Unión Soviética: no es sólo una cuestión
ideológica, porque si bien China mantiene un perfil comunista (pese a los
cambios y el desarrollo económico) que justifica la desconfianza de
Washington, la nueva Rusia capitalista no puede considerarse un adversario por
su modelo social. Pero, por su envergadura, ambos países son sombras
amenazadoras para el declinante sol norteamericano. Si China postula un
concierto internacional donde los grandes países sean corresponsables en el
planeta, y Rusia prosigue su trabajosa reconstrucción y aspira a consolidar su
posición de gran potencia, Estados Unidos sólo persigue la dominación ciega, la
hegemonía sobre un mundo angustiado que asiste al agravamiento de todos los
peligros, a la amenaza del apocalipsis ecológico y de un capitalismo esclavista
que cubre de miseria, mugre, polvo y explotación a buena parte de los
habitantes del planeta. Las más relevantes decisiones estratégicas de
Washington en los últimos años van en esa dirección, y tienen a Pekín y Moscú
entre sus objetivos: tanto el despliegue de los escudos antimisiles en Europa y
Asia, como los intentos de sabotaje del proyecto de Putin de “Unión Euroasiática”
y la exclusión de Rusia del G-8, así como el “giro a Asia” para contener la
pujanza china, el apoyo a golpes de Estado (Thailandia, Egipto y Ucrania en los
dos últimos años) y la ayuda militar y diplomática a rebeliones contra
gobiernos molestos (Libia, Siria, etc); sin olvidar el patrocinio de una guerra
civil ucraniana en la frontera sur de Rusia, el proyecto de incorporación a la
OTAN de Ucrania y Georgia, ni la utilización de redes terroristas para sus
fines. Esas decisiones, que no eran ni necesarias ni inevitables a la luz de la
forzosa cooperación internacional para atender la crisis mundial, revelan la
ambición norteamericana. También, su ceguera.
Ahora mismo, las tres zonas
más peligrosas del planeta son Oriente Medio, Europa oriental y las costas que
bañan China (Mar de China Oriental y Mar de China meridional). En las tres, se
enfrentan los intereses de Washington, Pekín y Moscú. Excepto en las costas
chinas, las guerras se han impuesto, con desigual intensidad, y, en Asia, la
nueva orientación belicista del gobierno de Shinzō Abe no invita
al optimismo, porque no se hubiera producido sin el previo aval del gobierno
norteamericano. La renuncia al pacifismo consagrado por la vieja constitución
nipona (irenismo que fue impuesto por Estados Unidos en la posguerra) ilustra
la nueva tentación de Washington, y anuncia un giro estratégico de Japón que
responde más a las necesidades de Estados Unidos que a las suyas propias,
puesto que China, más allá de la defensa de sus intereses y de la reivindicación
de islotes en su fachada marítima, no ha mostrado el menor signo agresivo hacia
Japón, ni ha movilizado su ejército, aunque haya indicado su preferencia por
los partidos políticos japoneses y los sectores empresariales que se oponen a
la política de Abe. Las últimas iniciativas chinas en el seno de los BRICS,
como la creación del Asian Infrastructure Investment Bank, AIIB, que
tendrá su sede en Pekín y puede convertirse en una alternativa al Banco Mundial
y el FMI, fueron saboteadas por Washington, que forzó a Japón, Corea del Sur e
Indonesia para que no se uniesen al proyecto. La visita de Xi Jinping a Seúl
(cuyos sucesivos gobiernos, por encima de los partidos, mantienen gran
desconfianza histórica hacia Tokio) fue interpretada por Washington como un
intento chino de debilitar la tripleta que agrupa a Estados Unidos, Japón y
Corea del Sur, y configura el eje central de las alianzas norteamericanas en la
región de Asia-Pacífico.
En Oriente Medio, Estados
Unidos sigue apoyándose en Arabia y Egipto, se enfrenta al poder regional de
Irán y transige con una Turquía que, si bien es aliada formal en la OTAN, tiene
sus propios intereses y ejerce un papel cada vez más autónomo en la región. El
desastre estratégico de las guerras lanzadas por George W. Bush ha creado un
caos regional (Iraq, Afganistán, Pakistán, Siria) que se ha extendido al Yemen,
y el gobierno Obama, además, debe lidiar con la agresividad de Israel y con la
herida sangrante de la cuestión palestina, que ha sido incapaz de introducir en
las discusiones sobre el futuro de la región. Casi tres lustros de abierta
intervención militar estadounidense en Oriente Medio han destruido sociedades
donde imperaba el laicismo y se había iniciado el desarrollo, han creado un
escenario de guerras sin control, de muerte y destrucción, de desarrollo del
fanatismo religioso y de eclosión del terrorismo.
Para Ucrania, Washington ha
seguido un preciso guión, que ha arrastrado a la Unión Europea: primero,
organizaron la ayuda al Maidán y la provocación de los francotiradores de Kiev;
después, impulsaron el golpe de estado contra Yanukóvich; por último, lanzaron
la operación de castigo contra los opositores al golpe de estado, que ha
degenerado en una guerra civil en el este del país, con episodios de
provocación como el sospechoso derribo del avión de Malaysia Airlines, MH17,
que Washington ya no tiene interés en aclarar . Estados Unidos añora la
dependiente política exterior de Moscú en los años de Yeltsin y de Kozirev, y,
ante la nueva orientación estratégica de Putin (que se resiste a la intromisión
norteamericana, pero que quiere mantener buenas relaciones con Bruselas) ha
conseguido imponer a la Unión Europea su política de acoso a Moscú. Washington
y Bruselas han impuesto hasta ahora siete oleadas de sanciones contra Rusia,
con especial énfasis en dañar sus intereses en el negocio del petróleo y el
gas, en la industria armamentística y en las instituciones financieras rusas.
Las apresuradas exigencias norteamericanas llegan al punto de descuidar, con
torpeza, la presentación de nuevas sanciones: así, la ruptura de la tregua por
Kiev fue seguida de la adopción de nuevas represalias a Moscú “a causa de la
escalada de violencia en Ucrania”, aunque se ha encontrado con la piedra griega
en su zapato. Si hasta enero de 2015, la Unión Europea estudiaba un
relajamiento de las sanciones a Rusia, la ofensiva militar decidida por
Poroshenko (con completo aval norteamericano) cambió por completo la situación.
Además, Washington quiere dañar los intercambios comerciales entre la Unión
Europea y Rusia, dificultar la expansión de la “nueva ruta de la seda” entre
China y Europa, y, en lo posible, torpedear la relación entre Moscú y Pekín.
La ruptura de la “tregua de
Minsk” y el reinicio de la guerra civil ucraniana por parte de Poroshenko no se
hubiera producido sin el acuerdo de Obama, y abre dos hipótesis que agradan en
Washington: la primera, indica que si Poroshenko consiguiese aplastar la
resistencia en el este del país, se abriría paso la incorporación de Ucrania a
la OTAN y se habría dado un duro golpe al desarrollo de la “Unión
Euroasiática”, el proyecto estratégico de Putin; la segunda, es más
inquietante: que Moscú reaccione interviniendo en la guerra civil ucraniana, lo
que abriría un peligroso escenario de una guerra generalizada en Europa. No es
una hipótesis disparatada: Estados Unidos ya ha incendiado todo Oriente Medio,
y una guerra global es una de las posibles vías de salida de la crisis general
del capitalismo mundial. Ucrania, socio menor en este gran juego, amaga
con el apoyo norteamericano y con el chantaje: exige a Rusia precios más
baratos a los del mercado mundial por el gas que compra, se niega a pagar las
deudas pendientes y amenaza con el desvío de parte del gas que corre por los
gasoductos ucranianos con destino a la Unión Europea. Frente a las demandas de
Putin, que reclama respeto y atención hacia los intereses de cada parte, el
gobierno de Obama responde con una retórica agresiva y una campaña
propagandística que busca el aislamiento internacional de Rusia y
estigmatizarla como “país agresor” en la crisis ucraniana, sin querer reparar
en su propio apoyo al golpe de estado en Ucrania ni en la evidencia flagrante
de las últimas guerras de agresión lanzadas por Estados Unidos. La presión a
Francia para que paralice la entrega de los portahelicópteros Mistral a Moscú
es una muestra más de la actitud de Washington, y el intento de aislar a Rusia
ha ido acompañado de la creación de nuevos centros militares de la OTAN en el
Báltico y en Polonia, de nuevas misiones de vigilancia en Estonia, Letonia y
Lituania, y del reforzamiento de la marina de guerra en aguas cercanas al Mar
Negro y en el golfo de Finlandia. Por añadidura, el secretario general de la
OTAN, Jens Stoltenberg, ha anunciado que la alianza debe prepararse para
“utilizar la fuerza” si es necesario.
La Unión Europea apenas
desempeña el papel de comparsa, sumida en una grave crisis, atenazada por una
política que no sólo no consigue superar la recesión económica sino que agrava
su falta de autonomía y su decadencia como actor político global, y una
hipotética quiebra de la zona euro dañaría irremediablemente a Alemania, que se
ha convertido en el eje de Europa. Gran Bretaña va a seguir siendo el fiel
escudero de Washington. Los gobiernos británicos, conservadores o laboristas,
consideran que mantener el estatuto de potencia internacional sólo puede
hacerse a la sombra del amigo americano. Francia aspira a seguir formando parte
del eje central de la Unión Europea y a preservar su papel de potencia regional
en los países saharianos y en el Sahel africano. Por su parte, Alemania es
consciente de que, si bien la guerra civil ucraniana favorece la presencia y el
papel estratégico de la OTAN y los intereses norteamericanos, la extensión del
dispositivo militar de la OTAN hasta las fronteras rusas es una provocación
innecesaria a Moscú y no augura nada bueno para Berlín y la Unión Europea. Eso
explica sus reticencias a la incorporación de Ucrania y Georgia a la alianza
militar occidental, aunque el “partido de la guerra” cuenta también con
partidarios en Berlín, y las viejas hipotecas de su subordinación a Estados
Unidos no se van a romper a corto plazo. La inestabilidad de la zona euro,
junto con los interrogantes sobre el propio futuro de la Unión Europea, no
aconsejaban, precisamente, involucrarse en la aventura ucraniana. Y Berlín lo
sabe. Pero ninguna de las potencias europeas va a resistirse a las imposiciones
de Washington.
El Mar de China oriental se
ha convertido en una “zona caliente”: la apuesta del gobierno nipón por
reformar su constitución para abrir la puerta a intervenciones militares en el
exterior tiene un claro destinatario: China. Sin embargo, Pekín, aunque no deja
de señalar sus propias líneas rojas, no está dispuesto a dejarse
arrastrar a un conflicto abierto: el propio Ejército Popular señalaba
recientemente en su periódico la deficiente preparación militar china, que
dificultaría sobremanera conseguir la victoria en una hipotética guerra en
Oriente. El otoño pasado, Pekín puso en prueba su nuevo misil balístico
intercontinental DF-31B, que podría alcanzar territorio estadounidense, pero su
fuerza militar continúa siendo notablemente menor que la norteamericana. El
gobierno de Pekín es consciente de que el Pentágono tiene planes concretos para
un eventual ataque masivo a China, rápido y contundente, de cuyo diseño forma
parte el “escudo antimisiles”, hipócritamente presentado a la opinión pública
como un mecanismo defensivo ante una pequeña potencia como Corea del Norte, sin
posibilidad real de alcanzar el territorio norteamericano. No por casualidad,
el general Valeri Gerásimov, jefe del Estado Mayor ruso, advertía en enero de
2015 que el escudo antimisiles norteamericano estaba adquiriendo un carácter
global, y que estaba desplegándose también en la región del Pacífico, pese a
que su instalación vulnera los tratados de desmantelamiento de misiles de corto
y medio alcance suscritos por Washington y Moscú.
Ningún imperio ha aceptado
de buen grado su desaparición, y Estados Unidos está librando una guerra para
intentar mantener su hegemonía en el mundo: guerra abierta en Oriente Medio y,
con actores interpuestos, en Europa del Este, y soterrada en Asia y en las
instituciones internacionales, empresariales y comerciales, y en los escenarios
diplomáticos. Estados Unidos va a tener dificultades financieras y políticas
para mantener la presencia en Oriente Medio, aumentar el despliegue en Europa
del Este sin forzar a sus aliados europeos, y para desarrollar su “giro a
Asia”, que no puede hacer sin aumentar su gasto militar: a principios del año
2015, la oficina del presupuesto del Congreso norteamericano consideraba que
Estados Unidos deberá gastar 350.000 millones de dólares en la próxima década
sólo para mantener y modernizar el arsenal nuclear. El aumento de las
inversiones militares amenaza a la economía norteamericana.
Uno de los riesgos del
futuro inmediato es que, ante la hipótesis de un mundo multipolar, articulado
alrededor de cinco o seis grandes países, Estados Unidos prefiera el caos y la
guerra a la pérdida de su hegemonía global. Un análisis razonable de los costes
que implicaría esa vía, sin resignarse a la desoladora pero insoslayable
evidencia de que ya no puede dominar el planeta en solitario, debería llevar a
Washington a aceptar un escenario internacional distinto, operando con otras
potencias en plano de igualdad, pero la convicción de su propia
“excepcionalidad”, arraigada en su historia y en sus aventuras imperiales,
puede hacer que se incline por un mundo caótico, como muestran algunos signos
inquietantes, porque el código penal que debe aplicarse al enemigo es, siempre,
la destrucción o el vasallaje. El Pentágono anunció en octubre de 2014 su nueva
estrategia (Army operating concept) para una guerra generalizada, donde
no dejaba lugar a dudas sobre su disposición para eliminar a cualquier posible
competidor que pueda dificultar el dominio norteamericano sobre el mundo y sus
recursos, recurriendo a un ataque inicial demoledor si el enemigo es una
potencia nuclear: China o Rusia. Los militares norteamericanos hacían pública
su preocupación por el “creciente poder militar chino”, y acusaban a Moscú de
querer mantener su influencia en Europa y Asia, como si esa aspiración fuera
absurda para el país más extenso de la tierra, asentado en esos dos continentes.
El Pentágono tiene una enorme influencia, pero no es la única en los círculos
del poder estadounidense, y si bien las alarmas periódicas cumplen la función
de asegurar incrementos presupuestarios para los militares, también indican la
preocupación que las mueven, los enemigos que señalan y la dirección de los
disparos. Estados Unidos sigue siendo una formidable máquina de guerra, y
cuenta con un poder determinante, pero se ha vuelto receloso, impredecible,
sombrío, mientras sigue devorando las vidas de otros y los días, en una
frenética carrera hacia la destrucción o el caos, como si pudiera ignorar que se ha tornado un
imperio vulnerable.
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