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“Escucharle decir a los torturadores que si no hablaba violarían a mi hija, que apenas tenía año y medio. Escuchar y ver cómo torturaban y violaban a una compañera, en manada, mientras reían. Saber que cuando ponían una radio a todo volumen es porque estaban
torturando a alguien. Borrachos
llegaban a contarme que habían capturado a uno u otro, que yo no conocía personalmente, pero sabía de sus nombres, y que se los habían entregado a mujeres oficiales para que los violaran y así se le “acabara la machería a esos guerrilleros”. Una
madrugada helada, de esas que saben
hacer en Quito, me sacaron de la
celda de torturas para llevarme no sé
a dónde, pero en el mismo lugar. Me
retiraron la capucha, pero me
dejaron las vendas. Y como llevaba varios con las mismas, se habían despegado un poco del rostro, y si levantaba un poco la cabeza podía ver lo
que pasaba a mi alrededor. Así pude distinguir a aquella compañera que bien conocía, que había tenido a su bebé tres días antes. La tenían parada en ese patio, con la criatura en los brazos. Creo que ella tiritaba de frío. Ella me vio pasar. Años después me dijo que me había reconocido,
pero me ignoró. Como yo a ella.
Cerca de ahí torturaban a su compañero y
ella podía escuchar sus gritos
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Fuentes: Rebelión - Imagen: Familiares de los cuatro niños asesinados por militares ecuatorianos, los Cuatro de Malvinas.
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¡CÓMO ME DUELE
ECUADOR!
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Por Hernando Calvo Ospina.
Fuentes. Revista Rebelión
jueves 25 de septiembre del 2025.
“Bendita y sagrada palabra Democracia, en tu Santo Nombre cuantos crímenes se habrán cometido. Y cuantos más se cometerán a lo largo de la Historia”.
En Quito, el 24 de septiembre de 1985, hace 40 años, en medio de
un sol de medio día bellísimo, fui detenido en un operativo adelantado por
miembros de inteligencia militar de Ecuador y Colombia.
Durante doce días fui otro “detenido-desaparecido”.
Mi familia y amistades vivieron lo que era tener a un ser que no se sabía si había
muerto porque nadie daba razón de él, pero
existía porque no había un cadáver. Los servicios de “seguridad” negaban mi detención, aunque todo apuntaba que sí sabían, pues
de la captura muchos testigos habían
sido. Testigos que al preguntarles
después nada sabían, por temor.
Fueron doce días de torturas, donde conocí
en carne propia lo que ya habían
contado compañeras y compañeros que habían caído en manos de esos enfermos, y, que, como yo, tuvieron la suerte
de salir vivos.
Cuando se dieron cuenta que yo no tenía nada que
ver con las organizaciones
guerrilleras de Colombia o Ecuador, me
enviaron a la cárcel, como si nada hubiera pasado. Como si mi cuerpo y cerebro no llevaran
las marcas de esos días y noches sin que me dejaran dormir, de golpes
brutales y choques eléctricos.
Conocí la miseria humana de esos seres
que sirven y defienden a esa clase social que los utiliza por un mísero
salario, pero que los desprecia. Lo jodido es que todos lo hacen con placer,
por ser enfermos mentales o por creer que defienden a la “patria”.
Escucharle decir a los torturadores que si no hablaba violarían a mi hija, que apenas tenía año y medio. Escuchar y ver cómo torturaban y violaban a una compañera, en manada, mientras reían. Saber que cuando ponían una radio a todo volumen es porque estaban
torturando a alguien. Borrachos
llegaban a contarme que habían capturado a uno u otro, que yo no conocía personalmente, pero sabía de sus nombres, y que se los habían entregado a mujeres oficiales para que los violaran y así se le “acabara la machería a esos guerrilleros”.
Una madrugada helada, de esas que saben hacer
en Quito, me sacaron de la celda de
torturas para llevarme no sé a dónde,
pero en el mismo lugar. Me retiraron
la capucha, pero me dejaron las
vendas. Y como llevaba varios con las mismas, se habían despegado un
poco del rostro, y si levantaba un
poco la cabeza podía ver lo que pasaba
a mi alrededor. Así pude distinguir
a aquella compañera que bien conocía,
que había tenido a su bebé tres días
antes. La tenían parada en ese patio,
con la criatura en los brazos. Creo
que ella
tiritaba de frío. Ella me vio
pasar. Años después me dijo
que me había reconocido, pero me ignoró. Como yo a ella. Cerca de ahí
torturaban a su compañero y ella podía escuchar sus gritos.
La tortura duele, y mucho. Además, se mezcla con la impotencia de nada poder hacer en defensa. En esos momentos solo queda la conciencia de que estás ahí porque luchas por un mundo mejor. El fin es quebrarte de la moral y la conciencia. Que delates, así sepan lo que estás diciendo, pero te quebraron. Eso sí: nunca señalaré a los que han hablado, aunque quisieron aguantar.
Años
después volví a Ecuador. Era presidente Rafael Correa. Ecuador era otro. El
cambio había sido gigantesco. Se olía, se sentía, se vivía en cada rincón. Yo
podía decirlo pues había vivido en ese bello país como tres años. Y lo más
bello que encontré la segunda vez que volví: fui a bailar por el sector de la
avenida Amazonas. Y a la madrugada no encontré, como era “normal”, que niños o
niñas en uniforme de escuela vendieran flores, o durmieran por el piso mientras
la madre vendía algo, o pedían limosna. Eso me aseguró que en Ecuador la vida
estaba llegando para las mayorías. ¡Qué felicidad sentí!
Fui a Ecuador en cuatro ocasiones durante ese gobierno de Rafael Correa, dos de ellas para realizar
reportajes para Le Monde diplomatique. Entonces
puedo decir que presencié sus cambios.
Correa hizo de Ecuador un país destacado a nivel internacional. Nunca otro presidente fue tan escuchado y ovacionado por miles. Las universidades en el mundo lo invitaban, como la Sorbona en Paris, y se necesitaba policía para contener a los cientos que no podían entrar por falta de cupo.
Galo Chiriboga, el entonces Procurador General
de la Nación, me invitó a declarar
ante el Estado sobre mis
torturas. Cuando la justicia aceptó
como verídico mi testimonio fui nombrado
como “sobreviviente” de esa oscura época ecuatoriana.
Para tomar mis primeras declaraciones me llevaron a la recién desocupada embajada de
Estados Unidos, pues habían cambiado de sede y la
procuraduría se había instalado ahí. El
mismo procurador me invitó a
recorrer algunos pisos. Y me dijo algo casi en confesión: para que muchos
funcionarios llegaran a trabajar ahí se tuvieron que hacer hasta misas
especiales, pues se debía
sacar a los “espíritus del mal”
que ahí se sentían. Una trabajadora del
aseo me contó que había partes
por donde ella no se atrevía a pasar
porque sentía “espantos”: ¡me paguen lo que me paguen, no lo hago!
“¿Cuántos crímenes y males se habrán
preparado en este lugar?”, se preguntó el procurador, mientras caminábamos por
el tétrico edificio.
Después de la partida del presidente Rafael Correa, Ecuador empezó un declive que lo trajo hasta el abismo en que se encuentra: miseria para las mayorías, violencia de todo tipo, corrupción estatal
al máximo y un narco-estado. Todo
con el visto bueno y apoyo que
le ha brindado a esos gobernantes, que
le siguieron a Correa, la nueva embajada estadounidense.
¡Cómo me duele Ecuador!
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