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“La
tesis subyacente es mucho más cruda y reveladora, lo que se
diagnostica como «fallido» rara vez es
un Estado que ha colapsado por sí solo, sino más bien uno que ha sido metódica y deliberadamente rediseñado, despojado de su
capacidad para servir al bien común y reconvertido en una máquina de extracción
de rentas. Lo que denominamos Estado fallido constituye la máxima
expresión de un poder distorsionado
que ha encontrado en la fachada del caos,
en el teatro de la ingobernabilidad,
su instrumento de dominación y
enriquecimiento más perfecto y opaco. Haití, Ucrania y Argentina, tres naciones
en contextos aparentemente dispares,
ofrecen un prisma devastador para
observar este fenómeno global. No
son ejemplos de Estados que han
fracasado, sino de élites que han
triunfado en su objetivo final: desmantelar el concepto de bien común y
establecer, sobre sus ruinas, un Estado paralelo donde operan con total
impunidad. El caos no es el problema; es la solución que han implementado para
disfrazar el mayor de los saqueos.
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Fuentes: El tábano economista.
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HAITÍ,
UCRANIA Y ARGENTINA: Elaborando el Estado fallido.
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Por Alejandro Marcó del Pont | 01/09/2025 | Economía
Fuente. Revista Rebelión lunes 1 de septiembre del 2025.
Lo
que llamamos “falla” es, en realidad, un modo de gobierno muy exitoso para unos
pocos (El Tábano Economista)
La narrativa
convencional de las relaciones
internacionales presenta al «Estado
fallido» como una anomalía, un
desastre político, un vacío de poder; un
territorio sumido en el caos donde la ley ha sido reemplazada por la violencia
primaria y donde la comunidad internacional debe debatir, con una mezcla de
conmiseración y fastidio, la posibilidad de una intervención humanitaria o de
estabilización, dependiendo siempre de su beneficio estratégico inmediato.
La tesis
subyacente es mucho más cruda y
reveladora, lo que se diagnostica como «fallido»
rara vez es un Estado que ha colapsado
por sí solo, sino más bien uno que ha
sido metódica y
deliberadamente rediseñado,
despojado de su capacidad para servir al bien común y reconvertido en una
máquina de extracción de rentas. Lo que
denominamos Estado fallido
constituye la máxima expresión de un poder
distorsionado que ha encontrado en la fachada
del caos, en el teatro de la
ingobernabilidad, su instrumento de
dominación y enriquecimiento más perfecto y opaco.
Haití, Ucrania y Argentina, tres naciones en contextos aparentemente dispares, ofrecen un prisma devastador para observar este fenómeno global. No son ejemplos de Estados que han fracasado, sino de élites que han triunfado en su objetivo final: desmantelar el concepto de bien común y establecer, sobre sus ruinas, un Estado paralelo donde operan con total impunidad. El caos no es el problema; es la solución que han implementado para disfrazar el mayor de los saqueos.
El caso de HAITÍ es el arquetipo más puro y brutal de esta dinámica. La narrativa internacional lo reduce a una tragedia perpetua, una sucesión de desastres naturales, golpes de Estado y violencia pandilleril que condenan a su población a una miseria insoluble. Esta lente ignora deliberadamente la ingeniería política que ha manufacturado esta realidad. Las pandillas que hoy siembran el terror en Puerto Príncipe y controlan el 90% de la capital no son entidades orgánicas surgidas de la marginalidad social. Son el producto de una estrategia deliberada de las élites económicas y políticas haitianas, en connivencia con intereses externos.
La ventaja
estratégica para esta élite es monumental y multifacética. Bajo el
manto protector de la «ingobernabilidad»,
operan con una impunidad absoluta, libres
de cualquier fiscalización tributaria, laboral o judicial. El colapso deliberado del aparato estatal
formal no significa una ausencia de gobierno, sino su privatización selectiva, donde
las funciones más lucrativas son acaparadas por actores no estatales leales a
sus patrocinadores. Las pandillas,
en este esquema, actúan como brazo
armado y socios comerciales, es decir, controlan
los puertos críticos, imponiendo sus propios aranceles paralelos; dominan
la cadena de suministros esenciales, desde alimentos hasta
combustible; monopolizan la distribución de energía, creando escasez
artificial para multiplicar sus ganancias en el mercado negro, y
extorsionan a toda la actividad económica formal e informal, estableciendo un sistema de impuestos predatorios.
Los grandes conglomerados empresariales haitianos, dueños de la importación y la exportación, negocian con estas mismas pandillas para garantizar la seguridad de sus mercancías, externalizando el costo de la «protección» e integrando el precio de la extorsión como un simple gasto operativo más. La élite económica se beneficia de un sistema de extracción de riqueza que no requiere proporcionar servicios públicos, aportes, educación o salud a la población. La violencia pandilleril actúa como un muro de contención social, fragmentando cualquier posibilidad de organización popular que pueda desafiar el statu quo.
UCRANIA presenta una
variante de este modelo, pero sofisticada,
militarizada y legitimada por una
guerra de defensa nacional. La narrativa
dominante en Occidente es la de un Estado
unificado, heroicamente defendiéndose de una agresión imperialista, mientras
avanza por un camino virtuoso de reformas
democráticas y lucha contra la corrupción. Esta visión, esencial para mantener el flujo de ayuda militar y financiera, choca
frontalmente con una realidad interna mucho más compleja y adversa.
La guerra no ha erradicado las viejas estructuras de poder oligárquico; en muchos sentidos, las ha fortalecido y les ha proporcionado una cobertura patriótica perfecta. El caso del batallón Azov, ahora integrado formalmente en la Guardia Nacional, conservando una identidad, una cadena de mando y una ideología marcadamente autónomas, es quien gobierna Ucrania. Lo que comenzó como un regimiento de voluntarios se ha convertido en dos cuerpos de ejército con decenas de miles de soldados, un poder militar dentro del Estado.
Este poder no
es neutral. Azov y otras unidades similares funcionan, en la
práctica, como el brazo armado de una
facción específica de la oligarquía y la
ultraderecha ucraniana. Su función
va más allá del campo de batalla.
Garantizan un control territorial y económico sobre las zonas en las que
operan, protegiendo los intereses de
sus patrocinadores oligarcas y
participando en el saqueo sistemático
de los recursos que deberían estar destinados
al esfuerzo de guerra. La
corrupción endémica, denunciada incluso por los aliados occidentales de Ucrania,
no es un fallo del sistema; es el sistema
mismo. Es el Estado paralelo en
acción, una estructura que utiliza los instrumentos formales del poder —leyes, decretos, sanciones— para enriquecer a una red de actores privados.
La
movilización masiva, lejos de ser un acto de unidad nacional
perfecta, ha expuesto la profunda
fractura de clase que recorre la guerra.
Como documentan analistas, se ha
convertido en «una guerra librada por los pobres«.
Las leyes de movilización, su
aplicación, muestran una selectividad perversa. Mientras los jóvenes de las zonas rurales y las clases
bajas son reclutados de forma compulsiva
en las trincheras, las élites
urbanas y los conectados con el poder
pueden eludir el servicio con sobornos, certificados médicos falsos o
simplemente abandonando el país. Simultáneamente, el gobierno de Zelensky, bajo la presión de la necesidad financiera y el
mandato del FMI, ha implementado políticas fiscales profundamente regresivas, aumentando impuestos a la población ya agotada y recortando gastos sociales.
La guerra, por tanto, funciona como una pantalla de humo gigantesca que permite un doble movimiento: la concentración extrema de la riqueza en manos de una oligarquía militarizada extranjerizada y la transferencia de todo el costo humano y económico hacia los sectores más vulnerables de la sociedad. El heroísmo del soldado en el frente es la narrativa que esconde la impunidad del saqueo en la retaguardia.
ARGENTINA ofrece la versión
posmoderna y financiarizada del Estado fallido
fabricado, la obsesión de un Estado
paralelo. Aquí, el instrumento de dominación
no son las pandillas armadas o los batallones ultranacionalistas, sino el capital financiero internacional y
sus socios locales. El relato
fantasma que se vende es el de un país
crónicamente ingobernable, víctima de
su propio populismo, que existe al borde del abismo macroeconómico por su incapacidad para vivir dentro de sus posibilidades (déficit fiscal). Este relato omite cuidadosamente
que el colapso fiscal permanente
es un negocio extraordinariamente lucrativo para una élite específica.
El mecanismo
es diabólico en su simpleza: un sector de la oligarquía
argentina, profundamente vinculado a
los monopolios de exportación de
commodities (agro, energía y minería) y los grandes grupos económicos financieros, necesita evadir impuestos, quitar regulaciones, fugar capitales externalizando sus ganancias en dólares. Para ello, requiere mantener al Estado
en una situación de crisis de deuda perpetua.
El
endeudamiento externo masivo no es un accidente; es una herramienta de política económica. Cada préstamo del FMI, cada emisión de bonos de deuda, viene acompañado
de condicionalidades que exigen recortes salvajes en el gasto público, privatizaciones y
desregulaciones. Estos ajustes,
presentados como «medidas de
saneamiento», tienen un efecto
inmediato: debilitan al Estado
como regulador y como proveedor de
servicios, transfiriendo ese poder y esos recursos al sector
privado.
Los «dueños
del sector externo», se benefician doblemente, primero, especulan con los dólares
para pagar la deuda externa, después con la deuda interna (comprando
bonos a precios de quiebra y cobrando su valor total o prestándole al estado
con tasas de interés inaceptables), y segundo,
operan en un mercado laboral cada
vez más desregulado donde pueden maximizar sus ganancias sin restricciones,
exportar en dólares y pagar en pesos.
El gobierno de Javier Milei, lejos
de ser un iconoclasta que rompe con el sistema, es la expresión más pura y radical de
esta lógica. Su «plan de ajuste hasta los huesos» no es más que la aceleración final de un proceso
de décadas: el desmantelamiento
metódico del Estado nacional para servir a los intereses de una plutocracia financiera.
Los recientes casos de corrupción que acechan a su gobierno, incluyendo las acusaciones contra su hermana, la secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, por la contratación de funcionarios con sobresueldos en negro y la manipulación de la cadena de pagos del Estado, sobre todo de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), sacarles a los discapacitados para su bolsillo, no es una anomalía. Son la consecuencia natural de un proyecto que concibe el Estado no como un árbitro del bien común, sino como un botín a repartir entre los leales. La retórica anarcocapitalista de «destruir el Estado» se traduce, en la práctica, de entregar lo que queda de él.
La «libertad»
que pregona es, en esencia, la libertad de que esa élite opere sin fiscalización, sin impuestos y sin rendir cuentas a una sociedad
a la que se mantiene en un estado de shock permanente mediante la inflación,
variaciones en el tipo de cambio
y recesión. El caos económico no es un efecto colateral no deseado;
es el ambiente necesario para este gran
rediseño a favor de que unos pocos
concentren los dólar. El Estado
fallido argentino es una hoja de cálculos en Excel, una crisis de deuda cuidadosamente orquestada
que enriquece a los mismos que predican la austeridad para los demás.
La conclusión que emerge
de este análisis trilateral
es tan contundente como inquietante
para el orden internacional establecido. La idea convencional del
Estado fallido como un accidente de
la historia o una patología
exclusiva del Sur global es un mito
útil, un relato que debe ser deconstruido con urgencia. Haití, Ucrania y Argentina, cada uno a su manera, demuestran con crudeza que el «fracaso» estatal es, con frecuencia,
la forma más pura de éxito para las
élites depredadoras locales y globales.
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