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“Esta oligarquía, que no para de
secuestrar y concentrar la riqueza de las sociedades, se ha dado cuenta de dos problemas: (1) La brecha entre quienes lo tienen todo y quien no tienen nada se ha incrementado de forma logarítmica --ergo, peligrosa. (2) La vampirización de las colonias que proveían a los imperios del capitalismo blanco se está secando y los pueblos, que apenas se beneficiaron de este genocidio histórico que dejó
cientos de millones de muertos, ya no
sienten el privilegio de ese sistema internacional.
Están empobrecidos, endeudados,
destruidos por las drogas duras
y por las drogas de la argumentación
apasionada e inútil de las redes
de entretenimiento, productoras del
odio sectario, nacionalista y tribal.
“La droga principal de las elites es el dinero
y el poder. Necesitan siempre más
para mantener un mínimo de
satisfacción, pero saben que esta
situación, tanto nacional como
internacional, no es sostenible. A
nivel nacional, es la fórmula
perfecta para una sangrienta
rebelión. A nivel internacional,
significa el derrumbe de un poder
dictatorial que en el siglo XIX se
llamó “democracia blanca”. Adentro, para evitar o postergar esta rebelión, necesitan promover el odio entre los de abajo y la militarización como solución. Afuera, el objetivo es el genocidio, la aniquilación de cualquier potencia emergente o la tercera
guerra mundial.
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Imagen AFP.
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¿GUERRA CULTURAL O LUCHA DE CLASES?
*****
Por
Jorge Majfud.
Fuente
Página / 12 lunes 29 de septiembre del 2025.
El 10 de setiembre de 2025,
en un evento llamado “The American Comeback Tour” (“Gira por el Regreso de
Estados Unidos”) en la Utah Valley University, un estudiante le preguntó a
Charlie Kirk:
--“¿Sabes cuántos tiroteos en masa ha habido en los últimos diez
años?”
--“¿Contando la violencia de pandillas?” respondió Kirk, irónico.
Kirk era un arengador profesional de la derecha, reconocido por el presidente Trump por haberlo ayudado a ganar
las elecciones. Tiempo atrás,
había afirmado que algunos muertos por violencia de armas (40.000 anuales) eran un precio razonable para mantener la sagrada Segunda Enmienda. Según la Asociación del Rifle, que dio vuelta la
interpretación de la Suprema Corte,
esta enmienda protege el derecho de los individuos
a portar rifles AR-15. La letra impresa de 1791 no habla de
individuos sino de “milicias
bien reguladas”. Por armas se refería a unos mosquetes que no mataban un conejo a
cien metros. Por “the people” ni soñando se refería a negros, mulatos,
indios o mestizos.
Antes que pudiese articular una respuesta completa, Kirk recibió un poderoso disparo en la garganta
desde un edificio ubicado a 140
metros. De paso, por casualidad o no,
sus enemigos de la misma derecha, como
Ben Shapiro y, tal vez Tel Aviv, se sacaron de encima a un traidor
que había cuestionado el 7 de octubre de
2023 --como lo hicimos nosotros en Página/12, el 8 de octubre.
Los medios y las redes sociales explotaron culpando a “la izquierda”, pese a que, solo en los últimos cincuenta años, las matanzas
de la derecha suman el 80 por ciento
de los muertos y los de la izquierda
apenas cinco por ciento.
Pero ¿a quién le importa la realidad, si el verbo creó el mundo? Desde Europa hasta el Cono Sur, quienes escucharon por primera vez el
nombre de Kirk organizaron emotivas ceremonias por el nuevo mártir de la “violencia de los zurdos” y no ahorraron elogios a su “profunda
influencia” que “marcó un camino”
para la gente de bien.
Dos días después, el gobernador del
estado mormón de Utah, Spencer Cox, dio a conocer la identidad del asesino. Casi llorando, reconoció que
“había rezado 33 horas para que el asesino fuese alguien de
afuera, de otro estado o de otro país”, pero Dios no lo
escuchó. Dos días más tarde volvió a los medios más aliviado: el asesino, aunque conservador, amante de
las armas, votante del presidente Donald
Trump, había sido influenciado por las “ideas
de izquierda” de su pareja, un joven
transexual.
Los religiosos capitalistas no creen en el pecado colectivo sino en el pecado
individual, pero siempre están buscando
un pecador dentro de un grupo ajeno para para criminalizar al grupo entero.
Cuando Cox reconoció:
“Durante 33 horas recé para que el asesino fuera alguien de otro
país... Lamentablemente, esa oración no fue escuchada”. No se le ocurrió pensar que
“nosotros, que lideramos las donaciones
en todo el país”, podíamos ser
criminales, pecadores. Si cerramos los ojos para decirle a Dios lo que debe
hacer, no podemos ser malos.
Ahora, ¿Cuál es la lógica (sino la ingeniería) social en todo
esto? Pongámoslo con una metáfora que atraviesa tres continentes y más de mil
años de historia: el ajedrez.
Como las matemáticas modernas, las ciencias fácticas y los mecanos, en el siglo IX los árabes introdujeron el ajedrez indio a Al-Andalus (hoy España). Europa lo adoptó y adaptó. El sistema feudal europeo concentraba todo el prestigio social en la tenencia de tierras y en el honor de las guerras. Como hoy, los nobles inventaban guerras en las cuales sus súbditos iban a morir en nombre de Dios, mientras ellos recogían el botín y el honor. Los peones, esa línea de piezas sin rostros y sin nombres, son los soldados modernos y, más recientemente, los civiles que sólo sirven de carne de cañón.
¿Dónde está el truco? En geopolítica, los dos bandos representan dos bloques o alianzas de países. Igual, los de abajo son los primeros en morir. Si sobrevive un peón hasta el final de la partida, es porque se arrimó
al rey para protegerlo.
A nivel nacional, representa una guerra civil, pero éstas suelen ser raras; son la última instancia de una guerra
más prolongada que la precede. Cuando
vemos estas piezas en acción,
vemos las blancas contra las negras. Vemos una “guerra
cultural”. Una guerra que hoy no es, porque, si realmente fuese una guerra cultural, la libertad de expresión estaría garantizada,
algo que, en Estados Unidos y bajo el
gobierno libertario de Trump-Rubio, ha ido muriendo cada día.
Es decir, la guerra cultural nos impide ver la verdadera guerra que precipita el conflicto: la guerra de clases. En la línea de fuego
tenemos a los peones. Más atrás,
la aristocracia, los ricos. Finalmente, los verdaderos dueños del combate: todos
luchan y mueren por defender a un
rey (¿BlackRock?) quien, sin sacrificio, se lo lleva todo.
En La narración de lo invisible (2004) propusimos una tesis sobre la lucha
política de los campos semánticos:
quien lograba definir y limitar el significado del ideoléxico
(luego “guerra
cultural”), marcaba
la dirección de la historia. Esto sin
negar que la principal fuerza de conflicto radica en la lucha
de clases, que las clases en
el poder (y sus amanuenses) niegan siempre o se la atribuyen, como
intención perversa, a los críticos
marxistas, conspiradores del mal.
Hoy podemos ver cómo esta lucha de clases, ejercida por las elites financieras, no
ha cesado de promocionar una guerra
cultural como distracción
perfecta. Negras
contra blancas, cristianos contra musulmanes, machistas contra feministas,
elegidos de Dios contra creaciones defectuosas de Dios…
Esta oligarquía, que no para de secuestrar y concentrar la
riqueza de las sociedades, se ha dado
cuenta de dos problemas: (1) La
brecha entre quienes lo tienen todo y quien no tienen nada se ha incrementado de forma logarítmica
--ergo, peligrosa. (2) La vampirización
de las colonias que proveían a los
imperios del capitalismo blanco se
está secando y los pueblos, que apenas se beneficiaron de este
genocidio histórico que dejó cientos de millones de muertos, ya
no sienten el privilegio de ese sistema
internacional. Están empobrecidos, endeudados, destruidos
por las drogas duras y por las drogas de la argumentación apasionada
e inútil de las redes de entretenimiento,
productoras del odio sectario,
nacionalista y tribal.
La droga principal de las elites
es el dinero y el poder. Necesitan siempre más para mantener un mínimo de satisfacción, pero saben que esta situación, tanto nacional como internacional, no es
sostenible. A nivel nacional, es la fórmula perfecta para una sangrienta rebelión. A nivel internacional, significa el derrumbe de un poder dictatorial que
en el siglo XIX se llamó “democracia
blanca”.
Adentro, para evitar o postergar esta rebelión, necesitan promover el odio entre los de abajo y la militarización como solución. Afuera, el objetivo es el genocidio, la aniquilación de cualquier potencia emergente o la tercera
guerra mundial.
Palestina es el laboratorio perfecto donde se decide cómo
alcanzar una brutalidad a pesar de
la oposición de un mundo sin poder. La propaganda les está fallando, así que aceleran el recurso sordo
de la violencia bélica, cuyo
objetivo es la limpieza de
humanos incómodos a fuerza de bombardeos masivos, interminables, impunes.
Todo para agradar a un dios
extraño.
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