La
noche del 27 de setiembre, cuando se desgranaban los primeros datos de las
elecciones autonómicas más importantes en la historia reciente, fueron
quedando meridianamente claras las dos cuestiones: que el proceso hacia la
independencia de Catalunya es imparable y que va para largo por su complejidad. Las razones de esa complejidad se encuentran,
básicamente, en un Estado Español que sigue siendo tan centralista
como siempre, que le cuesta desprenderse de sus características históricas
heredadas de taras de nacimiento, ligadas a la expulsión de judíos primero y de
moriscos más tarde, imponiendo una falsa homogeneidad que implica una drástica
negación de las diferencias. Desnudos de
argumentos que se dieron durante la campaña, luego de que la Unión Europea
destacara, luego de las elecciones, que el resultado es apenas “un asunto
interno de España” (La Vanguardia, 28 de setiembre de 2015).
Los
independentistas ganaron la mayoría absoluta de las bancas (72 en 135) pero no
alcanzaron la mitad más uno de los sufragios (48 por ciento del total). Más
allá de las declaraciones de unos y otros, dos cosas parecen evidentes: que el
país catalán está dividido y, aunque la pujanza mayor está del lado de los que
optan por la independencia, los números no alcanzan. Aunque llegaran a la mitad más uno, no tiene mucho sentido declarar
la independencia con un respaldo que, aunque fuese mayoría, no alcanza para
revestirse de legitimidad. Así las cosas, deben analizarse los resultados dando
un rodeo. La participación fue extraordinaria. Casi el 77 por
ciento fueron a votar, ocho puntos encima de la participación de 2012. Sin
duda, el tema motivó tanto a los que quieren la independencia como a los que la
rechazan, y también a esa porción de
insatisfechos que no quieren ni una cosa ni la otra,
pero aspiran a que Catalunya tenga más autonomía, entre los que figuran los ex
comunistas y Podemos, aliados en Catalunya Si Que es Pot (csqp).
/////
CUESTIÓN DE ESTADO. CATALUNYA HACIA LA
INDEPENDENCIA.
*****
Raúl Zibechi*.
ALAI. América Latina en Movimiento.
Viernes 2 de octubre del 2015.
ALAI
AMLATINA, 02/10/2015.- Las placas
tectónicas de la política española están sufriendo agudos desplazamientos con
el crecimiento exponencial del independentismo catalán. Que llegue a producirse
terremoto, depende en gran medida de la actitud de los gobiernos de Madrid, hoy
prisioneros de un radical rechazo centralista hacia todo lo que suene a cambios
de fondo, tanto en el terreno social como en el territorial.
“La independencia llegará tarde o temprano”,
dijo Pep Guardiola, ex director técnico del Barcelona y actual del
Bayern. Con la distancia y la claridad que le da el no formar parte de la
elite política, aunque cerró las listas de Junts pel Sí, el catalán sentencia
que la independencia “es una cosa complicada y difícil, que parece que va para
largo”.
Su posición, como la de la inmensa mayoría de los
seres, está dictada por el sentido común más que por los cálculos de intereses,
a menudo justificados como razón política. “Esta es la oportunidad que tenemos
de hacer un nuevo país, partiendo de cero, más justo”. A renglón seguido,
disparó: “La voluntad de un pueblo no la puede parar nadie” (El Confidencial,
28 de agosto de 2015).
La noche del 27 de setiembre, cuando se desgranaban
los primeros datos de las elecciones autonómicas más importantes en la historia
reciente, fueron quedando meridianamente claras las dos cuestiones: que el
proceso hacia la independencia de Catalunya es imparable y que va para largo
por su complejidad.
Las razones de esa complejidad se encuentran,
básicamente, en un Estado Español que sigue siendo tan centralista como
siempre, que le cuesta desprenderse de sus características históricas heredadas
de taras de nacimiento, ligadas a la expulsión de judíos primero y de moriscos
más tarde, imponiendo una falsa homogeneidad que implica una drástica negación
de las diferencias. Desnudos de argumentos que se dieron durante la campaña,
luego de que la Unión Europea destacara, luego de las elecciones, que el
resultado es apenas “un asunto interno de España” (La Vanguardia, 28 de setiembre
de 2015).
Un país dividido.
Los independentistas ganaron la mayoría absoluta de
las bancas (72 en 135) pero no alcanzaron la mitad más uno de los sufragios (48
por ciento del total). Más allá de las declaraciones de unos y otros, dos cosas
parecen evidentes: que el país catalán está dividido y, aunque la pujanza mayor
está del lado de los que optan por la independencia, los números no alcanzan.
Aunque llegaran a la mitad más uno, no tiene mucho sentido declarar la
independencia con un respaldo que, aunque fuese mayoría, no alcanza para
revestirse de legitimidad. Así las cosas, deben analizarse los resultados dando
un rodeo.
La participación fue extraordinaria. Casi el 77 por
ciento fueron a votar, ocho puntos encima de la participación de 2012. Sin
duda, el tema motivó tanto a los que quieren la independencia como a los que la
rechazan, y también a esa porción de insatisfechos que no quieren ni una cosa
ni la otra, pero aspiran a que Catalunya tenga más autonomía, entre los que
figuran los ex comunistas y Podemos, aliados en Catalunya Si Que es Pot (csqp).
Entre los ganadores de la jornada, deben destacarse
la izquierda radical de las CUP (Candidaturas de Unidad Popular) que triplica
diputados (de tres a diez) y votos, y la nueva derecha de Ciutadans que duplica
largamente su representación (de nueve a 25 escaños) y más que duplica sus
votos. Para los primeros es un doble triunfo, ya que se convirtieron en la
llave de la independencia y de la gobernabilidad catalana, dependiendo Artur
Mas de su apoyo para seguir en la presidencia.
Entre los derrotados, la peor parte se la lleva el
Partido Popular que se convierte en una fuerza marginal (con apenas once
escaños) y la versión catalana de Podemos (csqp) que con apenas 11 diputados
realiza una pésima votación. Los socialistas pierden cuatro escaños (quedan en
16), no sufren una sangría de votos aunque no consiguen captar entre los nuevos
votantes, ese medio millón de personas que se volcaron a las urnas y que
habitualmente se abstienen.
En cuanto al oficialismo catalanista, la candidatura Junts pel Sí, que agrupa a Convergencia y Esquerra Republicana, queda lejos de la mayoría absoluta con sólo 62 escaños pero se reafirma como la fuerza más votada. Entre las dos fuerzas habían obtenido 71 diputados en las autonómicas de 2012 (50 Convergencia y 21 Esquerra), siendo el presidente Mas el mayor afectado ya que su audaz proyecto de independencia (que debería concretarse en dos años) parece sufrir por lo menos un serio enlentecimiento.
En cuanto al oficialismo catalanista, la candidatura Junts pel Sí, que agrupa a Convergencia y Esquerra Republicana, queda lejos de la mayoría absoluta con sólo 62 escaños pero se reafirma como la fuerza más votada. Entre las dos fuerzas habían obtenido 71 diputados en las autonómicas de 2012 (50 Convergencia y 21 Esquerra), siendo el presidente Mas el mayor afectado ya que su audaz proyecto de independencia (que debería concretarse en dos años) parece sufrir por lo menos un serio enlentecimiento.
En síntesis, predominó la polarización, con fuerte
desgaste del partido del presidente español Mariano Rajoy. Lo más preocupante,
para las fuerzas de izquierda, es la pujanza de la nueva derecha que, junto a
la vieja, cosechan nada menos que 36 escaños, una minoría tan maciza como
resistente.
En efecto, el partido Ciutadans ha crecido sobre
todo entre los inmigrantes, o sea en el cinturón obrero de Barcelona que supo
ser el “cinturón rojo”, porque como sucedía en otras grandes ciudades europeas
sus votantes se repartían entre comunistas y socialistas. Pero ahora la nueva
derecha españolista ha ganado en municipios como l´Hospitalet de Llobregat y
Prat de Llobregat, anunciando un futuro complejo para las izquierdas. Es
probable que ante la debilidad de los socialistas y las indefiniciones de
Podemos, una parte del electorado que nunca hubiera votado por el Partido
Popular, se incline ahora hacia una derecha más moderna como Ciutadans.
Los límites de la nueva izquierda.
El sonoro fracaso de la versión catalana de Podemos,
en alianza con Izquierda Unida y otras tres formaciones menores, merece una
reflexión aparte. En escaños, apenas consiguió once donde Izquierda Unida había
cosechado 13 en 2012. El desastre es aún mayor porque la dirección de Podemos
aspiraba a disputar el segundo lugar a Ciutadans, de ahí la fuerte
participación de Pablo Iglesias en la campaña, quien participó nada menos que
en catorce actos.
Quizá la peor consecuencia para Podemos es que los
magros resultados en Catalunya pueden arrastrarla a la baja en todo el Estado
Español en las elecciones de diciembre, en las cuales la formación se juega su
futuro.
A la hora de reflexionar sobre las razones de este
fracaso, aparecen dos cuestiones de fondo. La primera es la forma como encaró
la campaña electoral. El comunista Jordi Borja criticó a la formación por su
indefinición respecto al tema central en debate, la relación España-Catalunya.
En vez de responder a este dilema, Podemos optó por “una campaña social”, o sea
“mear fuera del tiesto” (El Diario, 25 de setiembre de 2015).
El resultado fue “un perfil bajo y marginal”. Para
Borja, uno de los principales intelectuales de la izquierda catalana que apoya
a Podemos, “no se trataba de apuntarse a la independencia, pero sí a la
autodeterminación, al derecho a decidir, a dejar claro que el principal
adversario es el Partido Popular, que seríamos beligerantes si las actuales
instituciones pretenden reprimir al independentismo, que rechazamos al bloque
del NO, que no renunciamos a la independencia si no hay un gobierno dispuesto a
reconocer a Catalunya como nación y a una relación pactada de tu a tu”.
Pero el mensaje más fuerte de Borja a sus
compañeros, consiste en que no se sienten identificados con el país catalán ya
que han hecho un discurso “más propio de la periferia de Madrid”. Es muy duro,
pero es cierto. La imagen que emitieron de pertenencia al Estado Español ha
sido más potente que la de afinidad con un Estado catalán, que es defendido por
la inmensa mayoría de los catalanes aunque no estén a favor de la independencia.
Aparece aquí la segunda cuestión, que es la que hace
dudar sobre la capacidad de la dirección de Podemos para encabezar un proyecto
verdaderamente de izquierdas. Al parecer, la formación de Iglesias no ha
comprendido que la transición fue una estafa, según la entienden buena parte de
los vascos y los catalanes, en gran medida porque las izquierdas de la época,
socialistas y comunistas, negociaron un continuismo del franquismo a espaldas
de sus votantes y hasta de sus militantes.
Josep Fontana lo pone en
negro sobre blanco. “Las izquierdas –dice el historiador en una larga
entrevista- que han pedido a la gente niveles de heroísmo durante el
franquismo, que se jugaran la libertad y la vida por conseguir unos objetivos,
se olvidan de lo que habían defendido cuando llega el momento de aceptar la
continuidad de gran parte del aparato social del franquismo: jueces,
profesores, etcétera, a cambio de acceder a los privilegios de ser
parlamentarios” (El Diario, 28 de noviembre de 2014).
Fontana integró las filas del comunismo catalán
(PSUC) desde 1957 pero lo abandonó en 1980, poco después de los criticados
Pactos de la Moncloa entre la izquierda y el aparato posfranquista. En su
opinión, resultó “escandaloso” que el PSOE y el PCE publicaran
manifiestos a favor del derecho a la autodeterminación pero, en privado, se
reunieron con militares “donde hablaban
con franqueza lo que piensan, que es lo contrario de lo que dicen los
manifiestos”. Reuniones discretas que se conocieron mucho después, al
publicarse las memorias de miembros de los servicios de inteligencia de la
época.
Podemos nace criticando precisamente a esa izquierda
y enarbolando otra forma de hacer política, un tema al que le concedió más importancia
incluso que al programa. Pero en Cataluña fue perfilando un estilo diferente,
de pactos entre partidos y dirigentes, a contrapelo de lo prometido y de las
coaliciones de “unidad popular” que promovió en varias capitales, como
Barcelona en Común, que entusiasmó al punto de ganar la alcaldía con la
activista social Ada Colau al frente. La reciente campaña catalana
mostró otra cara de Podemos, mucho más cercana al estilo político que
siempre habían criticado sus dirigentes.
El gran problema, incluso para esta nueva izquierda,
es que para el votante medio las diferencias con la derecha son menos claras de
que lo sería deseable.
El Estado Español como problema.
La transición del franquismo a la democracia fue,
quizá, la última oportunidad para resolver un problema de cinco siglos: un
Estado centralista y absolutista, montado sobre exclusiones y expulsiones,
oscurantista como pocos, maridado con la iglesia católica y militarista. El
largo dominio del franquismo fue posible gracias a esas tradiciones que, a su
vez, contribuyó a reforzar.
La fuerza social acumulada bajo los 40 años de
dictadura fue dilapidada, como señala Fontana, a cambio de un puñado de cargos
en las instituciones. Oportunidades como esa se dan cada mucho tiempo, quizá
una vez cada siglo. La derrota de la Corona de Aragón en la Guerra de Sucesión
(1714) acabó con los fueros catalanes en manos de los borbones. La derrota de
la Constitución aprobada por las Cortes de Cádiz (1812), con el retorno de
Felipe VII, echó por tierra la democratización de un Estado que acababa de
nacer y repuso al absolutismo en el poder de mando. La República fue
aniquilada con un baño de sangre (1936).
En los tres casos anteriores hubo derrotas militares
que dieron por tierra con proyectos democratizadores. Lo novedoso de la
transición tras la muerte de Franco, es que la posible ruptura democrática fue
apuñalada por la espalda por los que se suponía debían llevarla hasta el final.
De ahí que el economista y ecologista Joan Martínez Alier mencione la
“rabia” que en Catalunya generó la transición, y Fontana la considere un
fraude.
¿Serán las cosas diferentes en esta ocasión? Según
el historiador, ya lo son. En gran medida porque se conjugan dos hechos
centrales: se trata de un problema social más que nacional y el turnarse entre
partidos del sistema, conservadores y socialistas (PP y PSOE) se está agotando.
Lo segundo parece evidente, ante el ascenso de Podemos y Ciutadans.
Lo primero, supone descartar la propaganda de la
derecha, que viene utilizando un nacionalismo inexistente para hacer pasar su
anticatalanismo. En suma, según la opinión de Fontana estaríamos ante un independentismo
no nacionalista.
Las manifestaciones del 11 de setiembre de 2012 (Día de Catalunya), que fue el despertar del actual independentismo con
millones en las calles, fueron “movimientos populares y espontáneos”.
Esos millones “no fueron movilizados por
los partidos ni por nadie”, ganaron las calles “porque responden a un malestar,
y ese malestar, y es lo que muchas veces no se ha entendido, se suma a la idea
de que están sufriendo una serie de agresiones”. En síntesis, estaban allí “por un malestar profundo que se expresa con
la palabra independencia. Una palabra que expresa la voluntad de ruptura total”
(El Diario, 28 de noviembre de 2014).
Una suerte de “que se vayan todos” en una
nación que siente agravios históricos. Argumento sólido que, sin embargo,
necesita comprobación.
La
descripción que hace Martínez Alier de las CUP, el sector
independentista que más ha crecido, resuena en la misma dirección. “Es un
partido asambleario, a favor de la soberanía alimentaria y energética, es un
partido feminista y ecologista con muchos jóvenes pero con viejas raíces entre
quienes rechazamos las concesiones que la izquierda hizo a los post-franquistas
durante la transición” (Sinpermiso, 27 de setiembre de 2015).
Creadas en 1986, las CUP se definen además
como anticapitalistas y euroescépticas. Hasta las elecciones municipales de
2003, en las que cosecharon 20 mil votos y una veintena de concejales en pequeños
pueblos, eran una fuerza marginal. Hoy se acercan al 10 por ciento, tienen 400
concejales, diez diputados y 335 mil votos.
En ningún lugar de su programa aparece el vocablo nacionalismo.
Se trata de un movimiento del sector de la sociedad que rechaza el capitalismo,
el patriarcado y el Estado. Una política con fuerte arraigo juvenil, sector que
ostenta un 50 por ciento más de catalanismo que los mayores de 30 años. Ante
las enormes dificultades que existen para que La Moncloa cambie de inquilinos,
este sector puede seguir creciendo.
“Aquí
sin demasiado esfuerzo se saca un millón de personas a la calle”, razona
Fontana. “Y que salgan una vez y que vuelvan a salir y que vuelvan a hacerlo,
quiere decir que hay un malestar profundo. Y lo único que se hace con ese
malestar es alimentarlo sobre la base de decir estupideces y no hay salida. El
PP, lejos de ser un cuerpo de bomberos, es un cuerpo de incendiarios”.
Para la gente común la independencia es, en
gran medida, una cuestión de Estado. La gente intenta evadir, en su vida
cotidiana, a las instituciones y a sus funcionarios, pero en las épocas de
crisis, cuando aparece la cara más adusta del Estado, suele rebelarse. No por
ideología, sino por necesidad. Tal vez la frase de Pep sea una utopía,
ya que nada indica que el nuevo país que pretende no sea copado por las elites.
Pero esa misma gente común ya probó el sabor amargo de las izquierdas. Ahora
muchos quieren probar un nuevo país, como lo soñaron
tras la muerte de Franco en 1975. Nadie les puede negar el deseo de volver a
soñar.
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* Raúl Zibechi, periodista uruguayo, escribe en Brecha y La
Jornada. Integrante del Consejo de ALAI.
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