Pero si el “hándicap moral” de la izquierda le lavó la cara a diversos
políticos y políticos/empresarios conservadores, existe un “hándicap
democrático” que impide denunciar con eficacia los retrocesos democráticos
evidentes hoy en la región. Brasil es sin duda un caso alarmante de degradación
con consecuencias regionales, como la desaparición de la Unión de Nacionales Sudamericanas (UNASUR), e internas, como los crímenes políticos, el aumento de
las desigualdades, la pérdida de derechos y la “desdiabolización” de quienes defienden la dictadura militar. El
caso de Bolsonaro es un emergente de
esta situación, con su discurso fascistizante y discriminador en lo político y
ultraliberal en lo económico (lo que atrae a los partidarios de la mano dura y
de la destrucción del Estado de bienestar). En Colombia, la violencia estatal y los asesinatos políticos son de
más larga data. Pero la falta de crítica a los déficits democráticos de Venezuela –y más aún de Nicaragua– impide construir una vara
común para responder ante la politización de la justicia (o judicialización de
la política), la represión estatal, los retrocesos institucionales y más en
general los recortes de derechos democráticos. Hoy Venezuela es gobernada por una Asamblea Constituyente –por
encima de cualquier poder constituido– que opera como un poder de facto sin
contrapesos institucionales de ningún tipo. Y el gobierno de Daniel Ortega utilizó grupos
parapoliciales para resistir en el poder con un saldo de alrededor
de 300 muertos. Todo esto es justificado por la amenaza imperialista.
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¿CUÁNDO SE JODIÓ EL PROGRESISMO EN
LATINOAMÉRICA?
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Pablo Stefanoni.
Revista Anfibia.
Rebelión miércoles 10 de octubre del2018.
Los progresismos latinoamericanos desestiman la
construcción de una nueva ética pública como un problema “liberal” propio de
almas bellas o de las agendas imperiales. Pero es posible identificar un tipo
de “republicanismo desde abajo” en toda la región, que incluye una cierta
economía moral de lo que debe ser la función pública junto con ideas de
alternancia en el poder estatal. Las “cruzadas anticorrupción”, el
"honestismo" y el socialismo real.
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“Veníamos bien y pasaron cosas”, dijo en
una entrevista el presidente Mauricio Macri para explicar una crisis que puso
fin a su “ utopía
gradualista ” que, hasta el momento, lo alejaba de la imagen del
presidente ajustador con el que buscaba asociarlo la oposición. Pero la
expresión podría usarse, también, para reflexionar sobre el cambio de ciclo
político en la región: el continente actual está muy lejos de aquellos días en
los que Chávez, Lula, Kirchner,
Evo, Lugo y Correa parecían estar construyendo un proyecto
regional común con una espalda política que era la suma ampliada de sus propias
legitimidades y de los capitales simbólicos que cada uno de ellos movilizaba.
Pocos esperaban que, algunos años más tarde, la región se encontrara frente al
actual deterioro económico, e incluso democrático, y con sus instituciones de
integración en crisis. Pero se podría fácilmente reemplazar la superficial
expresión macrista
por una pregunta vargallosiana de
mayor calado: ¿cuándo –y por qué– se jodió el progresismo?
Después de dos “décadas” de proyectos políticos definidos e intensos –la
neoliberal de los 90 y la progresista de
mediados de los 2000– el continente entró, más que en un nuevo ciclo, en un
proceso de fragmentación y disgregación, que combina la supervivencia de un
progresismo que no acaba de morir y de una “restauración
conservadora” que no acaba de nacer, al menos en término de un nuevo
proyecto hegemónico.
Mientras una Venezuela en caída libre sirve a las derechas continentales como
baza de triunfo electoral –por la amenaza de “venezuelizaciones” más
imaginarias que reales–, el líder estrella del post-populismo –Mauricio Macri– comenzó a hacer agua y pocos querrían hoy ser los Macris de
sus países. Brasil, otro proyecto post-progresista, pero sin elecciones de por
medio, se encuentra sumido en la peor crisis en décadas, con un potencial
candidato ganador preso (Lula),
otro hospitalizado (el ultraderechista Bolsonaro, recientemente atacado con un
cuchillo) y un presidente conservador, Michel
Temer, cuya aprobación asciende al 3%; el 76% lo considera ruim o péssimo.
Entretanto, el triunfo electoral de Andrés
Manuel López Obrador en México puso en marcha una incierta
experiencia de “ progresismo
tardío ” que difícilmente sea suficiente para reeditar el ciclo
sudamericano pero alcanza para limitar la consolidación del giro conservador.
Recientemente, el filósofo Slavoj
Žižek convocó a “dar
vuelta” la famosa Tesis N° 11 de Marx sobre Feuerbach (Los filósofos no
han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de
transformarlo).
“En el siglo XX, tal vez hayamos tratado de
transformar el mundo demasiado rápido, sin saber qué estábamos haciendo.
Debemos dar un paso atrás y reinterpretarlo”.
Y
en el caso latinoamericano, no se trata solo de comprender el mundo,
sino de sacar conclusiones no autocomplacientes de la agenda y experiencia
progresistas y de su agotamiento. La reciente reunión del Foro de San Pablo reunido en La Habana –que articula a las fuerzas
de izquierda de la región– es una expresión patente de las dificultades para
andar este camino y de un repliegue en la “resistencia”
antiimperialista que funciona como un operativo de cierre político/sentimental,
cargado de nostalgia hacia el Comandante
Fidel Castro, de cualquier perspectiva de lectura
(auto)crítica del pasado reciente. “Este
XXIV puede tener la misma importancia histórica de los años 90 cuando cayó el
Muro de Berlín”, señaló Mónica
Valente, secretaria ejecutiva del Foro, en una analogía sintomática de las
dificultades para pasar del socialismo
“del siglo XX” al “del XXI”.
La corrupción
está hoy en el centro del debate político y social. Es cierto, como ha
apuntado Frederico
de Almeida , que asistimos a la expansión internacional de
esquemas políticos y legales de combate a la corrupción desde el centro hacia
la periferia y que los efectos de las “cruzadas
anticorrupción” se vuelven más inciertos cuando se aplican en democracias
frágiles, como hoy ocurre en Brasil y
podríamos agregar a la Argentina.
Pero no es verdad, como se sostiene a menudo, que las luchas anticorrupción
sean solo contra gobiernos de izquierda: en Guatemala hubo una lucha de masas contra la descomposición del
Estado, hasta niveles de verdadera podredumbre moral, bajo un gobierno de
extrema derecha como el del general Otto
Pérez Molina ; en México,
López Obrador ganó con una campaña fundamentalmente “honestista”, y el reciente referéndum anticorrupción en Colombia –boicoteado por Álvaro Uribe– fue motorizado por la
izquierda; por no hablar del papel del rechazo social a la corrupción en el
nacimiento de fuerzas “amigas” de
América Latina como Podemos en España.
A menudo, especialmente en su versión nacional-popular, los progresismos desestiman la cuestión de la
construcción de una nueva ética pública como un problema “liberal” propio de almas bellas o de repetidores del discurso de
los medios hegemónicos o las agendas imperiales. Sin embargo, es posible
identificar un tipo de “republicanismo desde abajo” en toda
la región, que incluye una cierta economía moral de lo que debe ser la función
pública junto con ideas de alternancia en el poder estatal (como ocurrió en Bolivia en el referéndum
de 2016 ). Que eso sea manipulado por la derecha no puede ocultar
que las formas de financiamiento político (y personal) –y los esfuerzos por
construir o apoyar a “burguesías
nacionales” de maneras opacas y corruptas– debilitaron las credenciales
morales de los progresismos y habilitaron que figuras de la “patria contratista” (Macri) o de la banca y las offshore (Guillermo Lasso, en Ecuador) pudieran
enarbolar banderas anticorrupción como parte de sus campañas.
En Argentina,
Macri ganó; en Ecuador Lasso perdió, pero el vicepresidente correísta Jorge Glas terminó preso por la causa Odebrecht en medio
de una guerra política entre Lenín
Moreno y el ex presidente Rafael
Correa –quien, a su vez, habría pedido asilo
en Bélgica , donde vive con su esposa–. En Venezuela, a su vez,
operó un verdadero saqueo de recursos públicos “por arriba”, reconocido
por el propio gobierno y el enraizamiento de una economía política de la ilegalidad “por abajo” que explica, en gran
medida, la supervivencia de los sectores populares en medio de la
hiperinflación y la escasez. Y en Brasil,
Lula Da Silva (casi 40% de apoyo en las encuestas) está impedido de
enfrentar en las urnas al neofascista Jair
Messias Bolsonaro (alrededor de 22%). La sentencia de 12 años de prisión
por el famoso tríplex supuestamente recibido de manos de una constructora es
débil y no es difícil percibir en la aversión a su candidatura un antiplebeyismo a flor de piel, sumado
al racismo y el clasismo de gran parte de las elites brasileñas. No obstante,
como balance político de los gobiernos del PT, no es posible dejar de lado
los vínculos opacos con constructoras o frigoríficos, y el papel del propio
Lula en la expansión regional de las “translatinas”
brasileñas, aprovechando su influencia y prestigio como un soft power –como
queda en claro con el reguero dejado por la causa Odebrecht en toda América Latina.
Sin duda, no se puede reducir el ciclo progresista a la corrupción
y borrar lo que implicó en el sentido del “derecho
a tener derechos” difundido entre los sectores populares. Pero tampoco
puede pasarse por alto que, históricamente, el socialismo democrático combinó la demanda de ética pública con la
de justicia social y que el desacople de ese binomio terminó por crear un
hándicap moral de la izquierda que
dificulta seriamente la (re)construcción de alternativas políticas
anticonservadoras.
Pero si el “hándicap moral” de la izquierda le lavó la cara a diversos
políticos y políticos/empresarios conservadores, existe un “hándicap
democrático” que impide denunciar con eficacia los retrocesos democráticos
evidentes hoy en la región. Brasil es sin duda un caso alarmante de degradación
con consecuencias regionales, como la desaparición de la Unión de Nacionales Sudamericanas (UNASUR), e internas, como los crímenes políticos, el aumento de
las desigualdades, la pérdida de derechos y la “desdiabolización” de quienes defienden la dictadura militar. El
caso de Bolsonaro es un emergente de
esta situación, con su discurso fascistizante y discriminador en lo político y
ultraliberal en lo económico (lo que atrae a los partidarios de la mano dura y
de la destrucción del Estado de bienestar). En Colombia, la violencia estatal y los asesinatos políticos son de
más larga data. Pero la falta de crítica a los déficits democráticos de Venezuela –y más aún de Nicaragua– impide construir una vara
común para responder ante la politización de la justicia (o judicialización de
la política), la represión estatal, los retrocesos institucionales y más en
general los recortes de derechos democráticos. Hoy Venezuela es gobernada por una Asamblea Constituyente –por
encima de cualquier poder constituido– que opera como un poder de facto sin
contrapesos institucionales de ningún tipo. Y el gobierno de Daniel Ortega utilizó grupos
parapoliciales para resistir en el poder con un saldo de alrededor
de 300 muertos. Todo esto es justificado por la amenaza imperialista.
Es cierto que el imperialismo conspira, pero como lo muestra un
reciente artículo de investigación del New
York Times , lo hace de manera menos “orgánica”, homogénea y
eficaz de lo que parece creer el discurso bolivariano. Lo que no es
sorprendente, dado que hoy ocupa la Casa
Blanca un presidente acusado de traición a la patria por parte del
establishment conservador por su aparente colusión con Rusia en la campaña
electoral de 2016 que además está
enfrentado con los tradicionales aliados de la OTAN. Denunciar las conspiraciones
reales es diferente a utilizar la amenaza imperial como acto
reflejo frente a todos los problemas –en su mayor parte de naturaleza
endógena–. Por ejemplo, ¿por qué Venezuela está sumergida en caos económico y
Bolivia mostró una macroeconomía cuyo desempeño fue elogiado por el Banco
Mundial y la prensa económica global? Quizás la gestión de algunas pistas. Pero
el actual retroceso de parte de la
Izquierda hacia la cultura del
socialismo real –expresado en simpatías hacia Vladímir Putin– lleva a
abandonar la disputa por la democracia contra las visiones que la reducen a la
libertad de mercado, la pospolítica o el
republicanismo conservador. Y a replegarse en un dudoso y minoritario “pueblo verdadero”.
La ventaja del
progresismo es que las derechas regionales
carecen de proyectos atractivos para la región, en medio de una incertidumbre
global que puso en crisis a los defensores del libre comercio y las
modernizaciones neoliberales más
clásicas. Pero lo que parece cierto es que el progresismo no “va a volver” tal como era. Ni el
continente es el mismo que el de la “década ganada”. Quizás, el progresismo se jodió cuando dejó de leer bien la
realidad. La Tesis 11 invertida.
Ilustración Sebastián
Angresano.
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