“Una óptica alternativa al análisis de la adicción al trabajo la
podemos encontrar en el análisis del comportamiento de grupos en la organización, primero, y una perspectiva más estructural, después. Las
sobre-horas en la jornada suelen desencadenarse por algo tan corriente como
que la persona disfrute de su trabajo. El
hecho de no coartar esa circunstancia desencadenará rápidamente que una
oficina al completo esté desarrollando sobre-horas
de manera sistemática. Los equipos de
trabajo, precarizados o no, se encuentran en un entorno social de inestabilidad, y una cultura de
supremacía del empleo –que no del
trabajo–, donde la competitividad,
compromiso e identificación con tu entorno
laboral son exigencia sine qua non para la correcta
integración; de hecho, no encajar con los valores
de una organización puede convertirse en un problema agudo en el contexto neolaboral. Así, la combinación de variables como presión de grupo, la
incertidumbre respecto a un contexto
laboral pobre en oportunidades, que impele a aferrarse al puesto como a un
clavo ardiente,
junto a una cultura del trabajo vocacional, se convierte en un caldo de cultivo
para someterse a jornadas de trabajo maratonianas”.
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ADICCIÓN AL TRABAJO: LA PARADOJA DE LA
AUTO-EXPLOTACIÓN LABORAL.
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Es necesario poner en cuestión el carácter
voluntario de las relaciones laborales mantenidas en un contexto
estructuralmente precarizado.
La adicción al
trabajo, workaholism, representa uno de los conceptos clave en el
estudio de las nuevas relaciones laborales. Uno de entre tantos riesgos
psicosociales que se analizan vinculados al empleo, con cierta tendencia al
sobrediagnóstico. Con el sobrediagnóstico de los entornos laborales se incurre
en dos problemáticas claras: la primera de ellas, la aparición de eufemismos de
especificidad progresiva para aquello que, en términos generales, se resume en
condiciones laborales malas o penosas. Este camino a la especificidad es
también ideológico, ya que tiende a centrar causa y solución sobre empleados y
empleadas, y no tanto en las condiciones de los entornos laborales. Por
ejemplo, la intervención en burnout (síndrome de estar quemado
en el trabajo) prioriza el entrenamiento en técnicas de gestión de relaciones
personales entre la plantilla, frente a un análisis integral y transformador de
las organizaciones que lo fomentan. Incluso todavía resulta una rareza mayor
analizar el burnout , así como cualquier otro síndrome de lo
laboral, desde una óptica situada en la estructura de las relaciones laborales
neocapitalistas, que, como en todos los momentos del capitalismo, se basan en
un necesario y complejo conflicto de intereses cruzados, por más que
atravesemos una tendencia negacionista también sobre este particular. Este
proceso que somos capaces de esbozar de manera gruesa en un par de líneas es lo
que la psicología crítica llama “psicologización de las relaciones laborales”:
tomar como individuales conflictos que son colectivos, y hacerlo enterrándolos en
una nueva terminología de inspiración psicologicista.
CONVERTIR
EL CONFLICTO LABORAL COLECTIVO Y SOLIDARIO EN UN PROBLEMA ÍNTIMO, INDIVIDUAL Y
VERGONZANTE, CONFIGURA UNA PIRUETA QUE OBLIGA A LA PREGUNTA OBVIA: ¿QUIÉN SALE
BENEFICIADO CON TODO ESTO?
La
segunda problemática que trae consigo el sobrediagnóstico de las relaciones
laborales resulta más general, y radica en el hecho de que diagnosticar las
relaciones laborales en términos clínicos se antoja erróneo, además de
perverso. De aproximar las relaciones laborales a la terminología clínica de
las ciencias psicológicas se deduce que existe una patología sobre la que
intervenir. De nuevo, de origen individual. Sin embargo, el mundo laboral
resulta, en términos científicos, un entorno experimental de comportamiento
grupal. La fascinación que muchos investigadores a lo largo de la historia
hemos desarrollado por el análisis de las relaciones laborales responde a
enfrentarnos a relaciones sociales de pauta contractual, con lo que las
variables a analizar se controlan fácilmente. Como es lógico, la óptica del
análisis social se encuentra necesariamente en el conflicto. La fricción entre
elementos. El ánimo esterilizante del diagnóstico clínico tiene el objetivo
irrealizable de amputar la fricción de las relaciones laborales, y a pesar de
ello ha logrado crear una ilusión de relaciones laborales carentes de
conflictividad.
El
esperpento es mayúsculo, y da en consecuencia un mundo laboral cínico, en el
que, entre discursos motivacionales y de crecimiento personal, se niega a la
mayor la conflictividad inherente de una realidad laboral extremadamente
precarizada. El diagnóstico clínico incluye un segundo elemento en la ecuación:
el pudor. Algo que los psicólogos conocemos bien, porque todavía hoy, si
casualmente dos conocidos se cruzan en la sala de espera de una consulta
psicológica, el momento suele ser bastante incómodo. Convertir el conflicto
laboral colectivo y solidario en un problema íntimo, individual y vergonzante,
configura una pirueta que obliga a la pregunta obvia: ¿quién sale beneficiado
con todo esto?
Con
ello no aludimos a una situación ni mucho menos nueva. Este asunto lleva
décadas obsesionando a la mitad de la literatura científica del campo, mientras
que la otra mitad ha empleado ese mismo tiempo alimentándola. Sin embargo, de
entre la sucesión de síndromes más o menos conocidos, el de la adicción al
trabajo ( workaholism ) esconde algunas particularidades
definitorias de nuestro momento.
La
adicción al trabajo se comprende como una de las situaciones más frecuentes en
las relaciones laborales en la actualidad. Es definida por primera vez por
Oates en los años 70, en un libro titulado Confesiones de un
workahólico , como una “compulsión incesante a trabajar”. Sin embargo,
no se tardó en deducir que el análisis desde la compulsión resultaba erróneo,
ya que en los casos estudiados tenía más peso la actitud desarrollada sobre el
empleo que el número de horas que una persona dedicaba a su puesto. Así, aunque
ni en términos clínicos ni bajo la concepción coloquial diríamos que se trata
de una adicción en forma alguna, su denominación no parece azarosa: al vincular
este proceso al concepto de adicción se imagina como íntimamente personal.
Además, existe de manera generalizada e injusta una tendencia despectiva a
responsabilizar de su situación a cualquier persona que, por ejemplo,
experimenta adicción a alguna sustancia. La persona “adicta al trabajo”, bajo
esta lógica, lo sería también por su cuenta y riesgo.
La
paradoja se encuentra en el hecho de que en muchos contextos laborales la
denominada adicción al trabajo suma como valor al alza. Da igual que los
encargados de analizar este fenómeno evidencien la improductividad vinculada al
presentismo; en España, por ejemplo, es históricamente valorado. El presentismo,
aparentemente, encaja como un guante con los valores genéricos del new
management : compromiso, arrojo, proactividad... aunque realmente
tenga poco o nada que ver con ellos.
CUANDO
UN GRUPO SOCIAL SOMETIDO PERMANECE APARENTEMENTE ALETARGADO, NO QUIERE DECIR
QUE ESTÉ CONFORME CON SU SITUACIÓN, SINO QUE HACE UN BALANCE DE OPORTUNIDAD, EN
EL QUE VALORA QUÉ POSIBILIDAD DE ÉXITO TIENE UNA CONFRONTACIÓN DIRECTA CON EL
PROBLEMA
Una
óptica alternativa al análisis de la adicción al trabajo la podemos encontrar
en el análisis del comportamiento de grupos en la organización, primero, y una
perspectiva más estructural, después. Las sobrehoras en la jornada suelen
desencadenarse por algo tan corriente como que la persona disfrute de su
trabajo. El hecho de no coartar esa circunstancia desencadenará rápidamente que
una oficina al completo esté desarrollando sobrehoras de manera sistemática.
Los equipos de trabajo, precarizados o no, se encuentran en un entorno social
de inestabilidad, y una cultura de supremacía del empleo –que no del trabajo–,
donde la competitividad, compromiso e identificación con tu entorno laboral son
exigencia sine qua non para la correcta integración; de hecho,
no encajar con los valores de una organización puede convertirse en un problema
agudo en el contexto neolaboral. Así, la combinación de variables como presión
de grupo, la incertidumbre respecto a un contexto laboral pobre en
oportunidades, que impele a aferrarse al puesto como a un clavo ardiente, junto
a una cultura del trabajo vocacional, se convierte en un caldo de cultivo para
someterse a jornadas de trabajo maratonianas.
Existe,
no obstante, una tendencia a presuponer que estas jornadas maratonianas son
“voluntarias”, y ahí es donde está la trampa. Si la adicción al trabajo se
denominase como autoexplotación –o explotación indirecta– lograríamos mayor
precisión. El antropólogo James Scott ha pasado décadas estudiando la sutileza
de las protestas: cuando un grupo social sometido permanece aparentemente
aletargado, no quiere decir que esté conforme con su situación, sino que hace
un balance de oportunidad, en el que valora qué posibilidad de éxito tiene una
confrontación directa con el problema. Ese estado de sometimiento consciente
representa un punto de análisis explicativo de muchas de las situaciones de
precariedad actuales, con las que, efectivamente, las personas transigimos por
puro instinto de supervivencia. Ni mucho menos habría que hablar de voluntariedad.
La adicción al
trabajo, así, no debe explicarse como un síndrome, sino como un síntoma más de
una precariedad laboral disciplinante.
JOSÉ ANTONIO LLOSA es
psicólogo e integrante del Grupo de Investigación Workforall (Universidad de
Oviedo).
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