“La exacerbación individualista produce resultados
funestos en el terreno político. La defensa
egoísta de la propia persona puede llevar incluso a la violencia contra el
prójimo o a la justificación de la misma. El compañero de trabajo, el vecino del
barrio, el colega de profesión o de gremio, puede ser visto como el causante de
los males a superar, el chivo expiatorio. Las clases dominantes,
conocedoras de ese mecanismo, expandirán la idea de la “meritocracia” y la “igualdad
de oportunidades”, que disimulan o niegan las desigualdades abismales de recursos económicos, sociales y culturales que
expresan las contradicciones antagónicas
entre explotadores y explotados, beneficiarios y víctimas de la alienación”.
“Todo apunta a una noción reaccionaria del “orden”, ligada a sus
intereses como consumidor, propietario, y sobre todo
como hombre o mujer que lo ha conseguido todo mediante su capacidad y empeño. No quiere compartir con nadie el
goce de lo obtenido y es contrario a que se destinen recursos a quienes supone
no son portadores de las aptitudes que él si posee. Al mismo tiempo está deseoso de despejar todo lo que pueda perturbar su
supuesta tranquilidad. Por eso apoyará las iniciativas del poder político
para “limpiar las calles” de
cualquier forma de protesta explícita o implícita contra el estado de cosas
existente.
“La xenofobia tiene también articulación con la percepción ultra-individualista. Si el inmigrante puede conseguir trabajo, será
rechazado como competencia desleal que amenaza el empleo del trabajador local. Y si no tiene posibilidades de acceder
a un empleo satisfactorio también sufrirá rechazo, al vérselo como potencial
delincuente. Se legitima el orden socioeconómico existente, todas y todos deben
trabajar para ganar el sustento, salvo el que puede obtenerlo mediante el
usufructo de sus propiedades y riquezas, lo que no se cuestiona. No
hay ningún camino de inserción económica valiosa que el propio trabajo,
con excepción de
la pertenencia a una familia privilegiada que facilite los beneficios de una
importante herencia”.
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EL
PENSAMIENTO DE MARX Y LA TRADICIÓN OBRERA Y SOCIALISTA SIGUEN MARCANDO EL
CAMINO.
*****
Daniel Campione.
Rebelión viernes 20 de setiembre del 2019.
En nuestra época vivimos una ofensiva renovada de las clases dominantes,
a escala mundial, con el propósito de clausurar, de modo definitivo, o
al menos por un largo tiempo la
perspectiva revolucionaria y liberadora que constituye el núcleo de la obra de Marx.
La burguesía actual propende a una “reforma intelectual y moral”, en
términos de Gramsci, que tiende a
extirpar de los actos e incluso del pensamiento, todo el saber obrero y popular acumulado en un siglo y medio de combates
sociales y de construcciones intelectuales que los acompañaron, incluida
en primer lugar la reflexión de tradición marxista.
Esa reforma se complementaría con un debilitamiento de la identidad de
los miembros de la clase trabajadora y el reemplazo de toda idea de emancipación colectiva
por una engañosa redención individual o a lo sumo de pequeño grupo. Esa
salvación consistiría básicamente en la esperanza de abandonar la condición de
trabajador. No ya para abordar el sueño muy difícil de integrarse en la clase
dominante, sino para “independizarse”
mediante el abandono de la relación salarial. Ese abandono puede ser real, al
convertirse en pequeño (o pequeñísimo) empresario; o ilusorio, al disimular o
mediatizar la relación salarial.
El gran capital va contra la tradición obrera y
socialista en todas sus dimensiones. Busca ahogar desde la perspectiva de las
reivindicaciones económicas motorizadas por los sindicatos, hasta la proyección orientada a la emancipación de la
clase obrera y con ella del conjunto de la sociedad.
El objetivo de máxima a esos efectos es borrar de las
conciencias la propia condición de trabajador, la autopercepción como vendedor
de fuerza de trabajo a cambio de un salario que le permite reproducir las
condiciones de vida y de trabajo del
propio trabajador y su familia. Quien deja de percibirse como asalariado
mal puede comprender el mecanismo de explotación contenido en la expropiación del plusvalor por parte del
capitalista, ni el de alienación que tiene su punto de partida en el
sometimiento del ritmo y condiciones de trabajo a los dictados del capital.
La idea es que el productor de bienes o prestador de
servicios debe “salir al mercado”
para beneficiarse de ese gran mecanismo equilibrador que premiará su laboriosidad, su inteligencia, su
habilidad, o cualquier otra virtud o valor que pueda atribuirse al
individuo, nunca al colectivo.
El capital quiere trabajadores que no tengan siquiera
el nivel más básico de solidaridad
económico-corporativa con sus compañeros más cercanos de trabajo. Procuran
un trabajador que se encuentre a solas frente a la empresa, que sería a su vez
el trampolín para su ilusoria pero deseada transformación en “empresario”. Nada lo une a sus “competidores” que comparten su trabajo
y podrían dificultar u obturar sus posibilidades de convertirse en “independiente”. Si adopta ese ideal,
el trabajador ya no confía en mejorar en su condición de asalariado, sino
quiere “emprender”, alejarse rápido
de su situación de empleado en relación de dependencia. Su pasaporte de “emprendedor” puede variar mucho en
calidad y estabilidad, incluso ser miserable. Pero, en una lógica perversa, el
mismo sistema social que no le proporciona un trabajo estable o hace penoso el
que consigue, lo inducirá a percibir un “mundo
de oportunidades” abiertas a su laboriosidad e iniciativa.
Tal vez el “emprendedor”
termine pedaleando sin descanso en medio de un tránsito infernal y con pesados
bolsos a su espalda, como vemos hoy a millares de jóvenes privados de sus más
básicos derechos, en aras de la sofisticación digital y de un espejismo de
libertad que encubre apenas la esclavitud real.
En otros casos se intentará conducirlo a la creencia
de que no es un empleado sino un “socio”
de la empresa; en ocasiones llevándolo a un plano más formal, otorgándole algún
tipo de participación en las ganancias y otras de un modo imaginario,
estimulándolo a identificarse con la patronal, a “ponerse la camiseta” de la empresa y, como consecuencia, a
privilegiar una relación amigable con sus empleadores, en detrimento de los
vínculos con sus compañeros de trabajo, asuman o no estos formas organizadas.
Aún en el interior del ámbito colectivo de trabajo se puede inducir la dilución
de la condición laboral, a través de la idea de que cada trabajador o grupo de
trabajadores es “proveedor” de algunos
sectores o grupos, y “cliente” de
otros, dentro mismo de la unidad productiva.
La gran empresa y la dirigencia política, intelectual y comunicacional ligada a ella,
tiene como objetivo que los miembros de la clase obrera y otros sectores
oprimidos y explotados se identifiquen sobre todo como individuos, productores
y consumidores aislados. Esos individuos serían “libres” de las limitaciones a su iniciativa individual implicadas
en la adscripción a una organización, sea sindical, cultural o política. Y más
aún, ajenos a las restricciones más fuertes que impondría su participación en
cualquier forma de acción colectiva. Un
trabajador así “formateado” debiera elegir su “libertad de trabajo” en circunstancias de huelgas u otros
conflictos.
Otra faceta del extrañamiento con la condición de
trabajador radica en visualizarse como propietario.
Puede ser de su vivienda, de un auto,
pero también de un electrodoméstico o un celular. El objetivo es que
aprecie sus posesiones por encima de todo, así sean ínfimas, y genere el
consecuente rechazo hacia cualquiera que pueda amenazarlas de algún modo, sobre
todo por medio de la violencia, lo que lleva a la demanda de “seguridad”. Pero también verá como
amenaza a los beneficiarios de alguna forma de “apropiación injusta” de los recursos estatales que él sustenta con
sus impuestos. Así puede construirse un enemigo que abarcará al marginal
volcado al delito violento, pero también al receptor de planes sociales, al que
divisa como viviendo a costillas suyas y de todos los que “trabajan” (noción que, en este caso, puede incluir a los
empresarios.)
La protección de “lo
suyo” (dinero, bienes, familia), por escaso que sea, primaría frente a
cualquier perspectiva de bienestar colectivo. Portador de una mirada centrada
en el esfuerzo personal verá como innecesario e injusto que se asista a
desocupados, pobres, o a cualquiera que no haya sabido ganar el sustento con su
esfuerzo. Escribimos “sabido” y no “podido”, porque allí radica un
componente necesario de esa conformación ideológica. El que no trabaja o
haciéndolo no gana lo suficiente es visto como víctima de su propia incapacidad
o pereza. Las condiciones sociales adversas se esfuman como causa del
infortunio
En el día a día los hábitos de consumo serán tanto o
más gravitantes que el goce de los bienes. Desde un viaje, así sea breve y a
lugares cercanos, hasta la compra de golosinas o cigarrillos “de calidad” se tornan en costumbres
percibidas como valiosas, sin cuestionarse nunca en qué proporción responden a
la acción embrutecedora de la publicidad
y el marketing.
Todo esto cuenta con extensas complicidades sindicales, de una dirigencia que pretende preservar su poder, aún a costa de ser
cómplice de reformas destructivas impulsadas desde la gran empresa. Su
dependencia crónica de las empresas y del Estado, la aversión a la movilización
de las bases, la práctica de la negociación permanente que rehúye el conflicto,
todo contribuye a la aceptación de la erosión
de la identidad obrera. Son en esos casos los líderes sindicales los que
procuran disuadir a las bases de decisiones conflictivas, los que negocian la
autonomía y condiciones de trabajo de sus supuestos representados; en el mejor
de los casos a cambio de compensaciones salariales pasajeras.
La exacerbación individualista produce resultados
funestos en el terreno político. La defensa egoísta de la propia persona puede
llevar incluso a la violencia contra el prójimo o a la justificación de la
misma. El compañero de trabajo, el vecino del barrio, el colega de profesión o
de gremio, puede ser visto como el causante de los males a superar, el chivo
expiatorio. Las clases dominantes, conocedoras de ese mecanismo,
expandirán la idea de la “meritocracia”
y la “igualdad de oportunidades”,
que disimulan o niegan las desigualdades abismales de recursos económicos,
sociales y culturales que expresan las contradicciones antagónicas entre
explotadores y explotados, beneficiarios y víctimas de la alienación.
Todo apunta a una noción reaccionaria del “orden”, ligada a sus intereses como
consumidor, propietario, y sobre todo como hombre o mujer que lo ha conseguido
todo mediante su capacidad y empeño.
No quiere compartir con nadie el goce de lo obtenido y es contrario a que se
destinen recursos a quienes supone no son portadores de las aptitudes que él si
posee. Al mismo tiempo está deseoso de despejar todo lo que pueda perturbar su
supuesta tranquilidad. Por eso apoyará las iniciativas del poder político para “limpiar las calles” de cualquier forma
de protesta explícita o implícita contra el estado de cosas existente.
La xenofobia tiene también articulación con la percepción ultra-individualista. Si el inmigrante puede conseguir trabajo, será rechazado como
competencia desleal que amenaza el empleo
del trabajador local. Y si no tiene posibilidades de acceder a un empleo
satisfactorio también sufrirá rechazo, al vérselo como potencial delincuente.
Se legitima el orden socioeconómico existente, todas y
todos deben trabajar para ganar el sustento, salvo el que puede obtenerlo
mediante el usufructo de sus propiedades y riquezas, lo que no se cuestiona. No
hay ningún camino de inserción económica valiosa que el propio trabajo,
con excepción de la pertenencia a una familia privilegiada que facilite los
beneficios de una importante herencia.
El individualista extremo odiará a la corrupción que se apodera de los
impuestos que paga. En la valoración negativa dará preferencia a los
desvíos directos producidos por funcionarios, mientras que las trapacerías de
los capitalistas se disculparán en parte como apartamientos ocasionales de la “legítima” búsqueda de ganancias.
La
defensa del camino emancipatorio.
Si la lógica que venimos describiendo logra
predominar, quedarían arrasadas no sólo la tradición
revolucionaria en la línea de Marx, sino la
reformista, expresada sobre todo en las socialdemocracias del siglo XX,
parcialmente reemplazadas en el siglo XXI por la noción comodín del “populismo”, el gran adversario
construido en reemplazo del “comunismo”
como enemigo a destruir en beneficio de la libertad y la democracia, medidas
con los parámetros excluyentes de la “libertad
de mercado”.
Ninguno de los componentes de la reforma intelectual y moral que hemos reseñado deja de ser una
maniobra ocultadora de la sustancia destructiva y deshumanizante del sistema
capitalista.
La depredación de la naturaleza empeora día a día, el saqueo de los
bienes comunes se incrementa, las desigualdades se acentúan (el 1% de la población mundial se apropia del 80% de los recursos).
Las relaciones de explotación se modifican en modos
que combinan el refinamiento que permite la alta tecnología con la brutalidad
instalada por la búsqueda desembozada de la maximización de la ganancia.
No hay lugar hoy para lograr “emancipaciones” parciales, del tipo de las ofrecidas por los Estados de Bienestar. Todas ellas se
revelan temporarias y reversibles. La posibilidad de ascenso social desde el
lugar de trabajador asalariado a
un status al menos de pequeña burguesía próspera se vuelve
cada vez más arduo y azaroso. Contra lo predicado por la ideología del triunfo en la competencia universal de acuerdo a las
leyes del mercado, los ricos son cada vez más ricos, y los trabajadores quedan
cada vez más apartados de la supuesta “carrera
abierta al talento”
La necesidad de un movimiento socialista de vocación revolucionaria e
internacionalista es hoy más fuerte, si cabe, que en los tiempos en que Marx fundó
la Asociación Internacional de Trabajadores.
Una de las principales dificultades para hacerlo
realidad está en el terreno de la subjetividad. La conciencia social está todavía marcada por grandes derrotas, las
consecuencias de la disolución de la URSS
y del “socialismo real” siguen
teniendo vigencia.
Incluso más atrás en el tiempo, el mundo continúa bajo
los efectos del apotegma de Margaret Thatcher, “no hay alternativa”,
expandiendo la creencia de que el capitalismo podrá ser mejor o peor, pero no
hay otra forma de organización social, salvo en el terreno de las utopías, sean
éstas ingenuas o “totalitarias”. Otra frase thatcheriana que ha hecho
fortuna es aquélla de “la sociedad no
existe, sólo los individuos”. La consigna del Manifiesto, “proletarios del mundo
uníos” trata de ser reemplazada por “proletarios
del mundo separáos, aún en el interior de la misma fábrica o del mismo barrio.”
Ir al reencuentro de los ideales socialistas y hacerlos tomar contacto con millones y
millones de trabajadores es tarea ardua, pero no inalcanzable. La injusticia
del sistema es cada vez más clara, por debajo de la cobertura que le presta su
amplia red de sustentos intelectuales y
comunicacionales
El capitalismo acentúa sus contradicciones en el
terreno económico, y también en el político. La aspiración a un empleo estable y seguro, está en caída libre,
mientras los empresarios tratan de hacer de necesidad virtud. La desigualdad
se incrementa y el interés de las grandes corporaciones se impone de manera
prepotente. La fantasía del libre
mercado cruje frente a la monopolización u oligopolización reciente de
vastos sectores de la economía
Luego de promover durante largas décadas la democracia
representativa como el sistema de gobierno apto para cualquier tiempo y
latitud, el gran capital está destruyéndola al convertir la idea de “soberanía del pueblo” en un cuento
inverosímil. El propio sistema político engendra personajes como Donald Trump o Jair
Bolsonaro, vivas imágenes de la brutalidad creciente del orden social.
Hoy es urgente la recuperación de la Tesis
XI, en su plena dimensión de comprender el mundo para
transformarlo. Esa voluntad de transformación basada en el conocimiento
requiere la búsqueda de nuevas articulaciones que cuestionen al sistema
capitalista desde todos los ángulos posibles, el de la explotación y alienación de los
trabajadores, el consumismo desenfrenado, el desastre ecológico, la pervivencia
del orden patriarcal, la violencia creciente en la vida cotidiana. El
desafío es compatibilizar y potencializar los múltiples motivos de descontento,
las diversas formas de protesta, hacer que las luchas parciales se visualicen
como una impugnación general al predominio del capital.
La multiplicidad de líneas de tensión con el dominio
del capital no anula, al contrario, la
centralidad de la lucha de clases. Los intelectuales del capital tratan de
demostrar que las clases ya no existen, o las reducen a distintos niveles de
ingresos o categorías profesionales. El
trabajo asalariado, sin embargo, está allí. Y sobre todo está viva la lucha de clases, expresada en las acciones de las
clases subalternas que intentan poner límites al dominio del capital.
La gran deficiencia viene de que no se logra superar
una modalidad de resistencia, y no toma aún carnadura real e inmediata una
perspectiva de contraofensiva, que
aproveche las múltiples fisuras del predominio del gran capital para
reconstruir una proyección de alternativa radical. Esa radicalidad tiene
que apuntar a la totalidad del orden social, proyectándose sobre el plano económico, político y cultural.
Las reivindicaciones de una sociedad sin
explotadores ni explotados, sin un estado
represor al servicio de los poderosos, de un orden de efectiva democracia e
igualdad que reemplace las pantomimas
al servicio del capital, todas siguen estando disponibles y se conjugan con
otras nuevas, o percibidas con fuerza y centralidad renovada. La apuesta a un mundo socialista y
comunista puede y debe volver a ser la bandera de los trabajadores, de los
pobres, de las mujeres, de los marginados por cualquier razón, de los asqueados
por múltiples motivos de un orden social injusto.
Las ideas de Marx siguen iluminando el camino hacia un mundo signado por
la igualdad y la justicia.
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