“Tengamos en cuenta un hecho
fundamental que nos ha llevado a la situación actual. La flexibilidad del
mercado laboral era la panacea
para disminuir el riesgo de paro; las agencias internacionales que
promovieron esta varita mágica en los años 90 eran conocedoras de que tras
la flexibilidad amagaban la precariedad y la pobreza; pero las clases
dominantes siempre han apreciado el estímulo que supone el hambre para
los trabajadores. En el caso español, la intensa precarización no nos ha
evitado llegar incluso hasta el momento en tres ocasiones a superar el 20 y el 25% de trabajadores desocupados. Tras años de desregulación,
mercantilización y precarización, la falta de protección social y
laboral produce un fuerte daño en actividades y ocupaciones vitales para la
subsistencia. Ahí destaca el trabajo realizado por un sector de
servicios invisible, estigmatizado, feminizado y precarizado: trabajadoras
de la limpieza, camareras de piso, cajeras, trabajadoras sanitarias, sociales y
de cuidados, que al no poder confinarse han tenido que elegir entre no
perder el empleo o exponerse al contagio. Entre 2011 y 2019, en España se produjo un aumento de la precarización
en casi todas las profesiones calificadas de
“esenciales”, con fuertes aumentos en
la enfermería, reponedores, trabajadoras de cuidados, la industria
alimentaria, la sanidad, las residencias, el comercio, etc. Muchas de
esas ocupaciones son estigmatizadas como “no cualificadas”, para justificar
su bajo sueldo o sus leoninas condiciones de empleo y trabajo. En 2019,
el porcentaje de nuevos contratos indefinidos entre profesiones esenciales del sector de la sanidad,
los servicios sociales o el trabajo de cuidados varía entre el 2-6%.
Una ocupación paradigmática que muestra el grado en que el sistema desprecia la vida y a las trabajadoras es el cuidado de ancianos. Se trata de una
ocupación que debiera ser altamente cualificada pero donde la implantación de políticas neoliberales recortó el
gasto en residencias públicas, incrementó el déficit de
plazas, redujo el papel de entidades sin ánimo de lucro, y externalizó
servicios a grandes empresas, aseguradoras y fondos
especulativos que hallaron en la atención a las personas mayores un mercado
rentable para hacer negocio”.
/////
LA “NUEVA” NORMALIDAD NO PUEDE SER UNA
“NUEVA” PRECARIEDAD.
*****
Joan Benach, Ramón Alós, Pere Jódar. | 20/05/2020 |
España.
Rebelión miércoles 20 de mayo del 2020.
Ante
la progresiva destrucción de derechos laborales y la extensión global de la
precarización, la pandemia puede ser una ocasión para reivindicar la
importancia de luchar por la democracia y la justicia social.
Durante
estos meses de pandemia, la palabra “normalidad” está en la boca de todo el
mundo. El presidente del Gobierno español explica el proceso de transición
hacia una “nueva normalidad” al tiempo que el reconocido tenista Rafael Nadal
añora volver a la “antigua”, algo que muchas empresas esperan pueda ocurrir ya
en junio. Un informe del ejército de Tierra español señala que tardaremos año y
medio en volver a la normalidad, sin definirse por ninguna de las dos opciones,
al tiempo que el filósofo esloveno Slavoj Žižek
nos advierte que no volveremos a la antigua pero que la
“nueva” normalidad tendrá que construirse sobre las ruinas de nuestras antiguas
vidas; el dilema estará entre una nueva forma de comunismo o un capitalismo de
barbarie. Cientos
de artistas y científicos firman manifiestos en contra de
regresar a la anterior “normalidad”, llamando a la acción mediante un cambio
estructural y de valores para evitar el colapso global y salvar la vida del
planeta. Y
alcaldes del mundo (grupo C40) declaran que no se puede
volver al mundo del mercado total y hacer negocios como siempre (el business
as usual). Señalan que hay que construir una “nueva
normalidad”, en la que sean fundamentales tanto la acción ante la crisis
climática, cómo conseguir una mayor equidad social. Ahora bien, si la
“normalidad” sólo hace referencia a lo que hasta ahora ha sido habitual en la
sociedad, volver a ella significa abrir comercios y bares y abrazar a
familiares o amigos, pero también mantener muchos de los peores rasgos que
atraviesan el mundo actual. Cómo
bien ha señalado la profesora, ensayista y activista ecofeminista Yayo Herrero:
la actual excepcionalidad “ofrece un corto minuto de luz para dejar al
descubierto los monstruos que habitan la normalidad”. Es decir: pobreza y
desigualdad, recortes y mercantilización de la sanidad y residencias
geriátricas, personas en infraviviendas que malviven o son desahuciadas,
discriminación y violencia estructural, crisis climática y ecológica,
explotación y precariedad…
Vivimos
bajo la perversa lógica de una economía de crecimiento sin fin que, cuando
frena y entra en “crisis”, nos impide vivir, y que cuando acelera y “funciona
bien” también nos impide vivir: nos introduce en una perversa espiral de
inflación de tiempos, tareas, culpas, precariedad y pobreza. Un ejemplo de ello
es la mortalidad. Durante los periodos de crecimiento aumenta la mortalidad
general debido a que hay más producción industrial (hay más accidentes laborales),
un mayor número de automóviles (hay más contaminación y accidentes de tráfico),
y más consumo de alimentos perjudiciales (alcohol, grasas saturadas, carne). En
los periodos de recesión, en cambio, aumenta el
sufrimiento y la mortalidad por suicidios (aumenta el desempleo, la pobreza y
el estrés social) pero se reduce la mortalidad general.. Parafraseando el clásico poema de
Nicolás Guillén, vivimos bajo una economía que “destruye la salud y la vida
cuando crece, y que cuando no crece destruye la vida y la salud.”
La
pandemia muestra, aunque sea de manera forzada, la razón de la poesía en boca
de Quevedo y de Machado, “sólo el necio confunde valor y precio”. Lo
indispensable y lo fútil, lo necesario y lo evitable, el trabajo cualificado y
el no cualificado; el valor real de las personas, de los trabajos, de las cosas
útiles para lo indispensable, y la ignominia de los precios cuando un
mecanismo, más digno de la magia denostada que del conocimiento científico,
como el ‘mercado libre’, lo transforma todo, absolutamente todo, en valor de
cambio. Descubrimos sobre las virtudes del capitalismo desbocado, que aquello
indispensable no es el turismo, ni el consumo desenfrenado, ni el fútbol o el
deporte mercantilizado, tampoco la privatización, ni la mercantilización de las
cosas y, aún menos, la de las personas y la naturaleza. Aquello imprescindible
y necesario es el cuidado, la atención, la dedicación, la relación, un medio
ambiente sostenible que nos acoja; es decir, servicios públicos de sanidad,
educación, asistencia social, de cuidados a mayores, niños y dependientes y una
economía que haga florecer la Tierra. No es imprescindible especular en bolsa,
ni que los milmillonarios engrosen más sus arcas, tampoco necesitamos un
‘progreso’ alarmantemente destructivo que, sin piedad, socava los cimientos
naturales sobre los que se asientan nuestras sociedades. En cambio, sí que es
imprescindible, vital y necesario, producir alimentos en la cercanía; también
manufacturar, sin largos, costosos y contaminantes viajes de transporte, los
productos necesarios para asegurar la vida y un mínimo de confort y seguridad;
y, naturalmente, incluso en esta época de tecnologías complejas y sofisticadas,
de algoritmos e inteligencias artificiales, no podríamos tirar para adelante
sin que alguien nos muestre afecto y respeto en nuestra infancia, en nuestra
vejez, en nuestra enfermedad; sin persona alguna que nos apoye en la desgracia
o en las alegrías.
La historia
del trabajo asalariado es la historia de una inseguridad y precariedad masivas.
Tras la segunda Guerra Mundial, el pacto histórico entre fuerzas sociales de
diversos países occidentales reguló durante tres décadas, y mediante la
legislación laboral y la negociación colectiva, el mundo del trabajo,
aumentando el acceso a los derechos sociales y laborales de gran parte de la
población, aunque a costa de las otras dos terceras partes de la humanidad. A
finales de los años 70 del siglo pasado, sin embargo, las elites, las clases
opulentas y sus organismos internacionales (OMC, FMI, BM, OCDE) optaron por
globalizar, financiarizar y flexibilizar economías y trabajos. Ello implicó,
por una parte, pérdida de soberanía de los países frente a las grandes multinacionales
y financieras y, por otra, desocupación y precariedad. Presentando
la precariedad como “solución” a la desocupación, han ido extendiendo ambas.
Una estrategia de hegemonía política perfecta para defender sus privilegios e
intereses. El hambre, penuria y deudas, junto a la presión ejercida sobre los
sindicatos, y la “destrucción” del derecho y la protección al trabajo, han sido
factores esenciales para que la población tuviera que aceptar trabajar por un
menor salario, con mayor dependencia y mayor vulnerabilidad. Desde entonces, la
desregulación y la flexibilidad promovida por las agencias internacionales y
las políticas neoliberales abrazan nuestras vidas, hogares y familias. Durante
un cuarto de siglo, gota a gota, la aprobación de decenas de reformas laborales
fue degradando y precarizando las condiciones de empleo y trabajo en España, un
proceso que se acrecentó con las políticas austericidas y reformas implantadas
tras el shock de la crisis de 2008.
La
precariedad es también la imposición de un sentido común neoliberal; significa
romper la visión idealizada de un empleo con la ocupación estable, que aporte
cierta seguridad a un proyecto de vida al acompañarse de políticas sociales,
para dar paso a un puesto de trabajo que socava derechos y resta capacidad de
negociación colectiva. Nos dicen “seamos libres”, liberémonos de las cadenas
del trabajo asalariado, seamos empresarios de nosotros mismos, fuera de la
burocracia estatal, de las acotaciones del derecho y de las protecciones
sociales que nos infantilizan. Y, mientras tanto, nos imponen la burocracia
kafkiana de los servicios privatizados, un estado que deja de lado a los
trabajadores y ciudadanos, para dedicarse en cuerpo y alma, al orden, la
represión y a ampliar el supuesto mercado libre. Insisten: abajo el contrato
estable, fijo, a tiempo completo, la plena ocupación. Un contrato único… Eso
sí, precario. Y bajo la precariedad, el mismo puesto de trabajo es ocupado por
varias personas, de manera que se borran las fronteras entre situaciones ocupacionales
y se promueve una ideología individualista y alienante, basada en la falsa
“libertad de elección” de unos “emprendedores” subordinados, autodisciplinados
y endeudados que deben autoexplotarse para sobrevivir. La lógica del tiempo y
el espacio fordista se disuelve: se debe estar disponible para trabajar en
cualquier lugar y momento y surgen nuevas formas de precariedad, disciplina y
dependencia. Aparecen nuevas formas de gestión basadas en la disciplina del
pago por tareas, proyectos, objetivos y resultados. La precarización se hace
ubicua, afecta la situación laboral-contractual y la trayectoria laboral,
mientras genera vulnerabilidad y desprotección. El empleo precario, inestable,
inseguro, con derechos y protecciones limitados, borra la frontera entre
situaciones de empleo (fijo, temporal, a tiempo completo y parcial), y entre
situaciones ocupacionales (asalariados y autónomos, formales e informales,
contratados y subcontratados, ocupados y subocupados). Al tiempo, el trabajo de
reproducción de cuidados, social, política y económicamente indispensable,
permanece oculto y sin reconocimiento, a la espera de que las mujeres
practiquen el doble trabajo y la doble presencia. En general, los trabajadores
asalariados o autónomos se convierten en ‘sospechosos habituales’ y se mira de
reojo a los migrantes que nos sacan las castañas del fuego mientras se les
tacha, como señaló el escritor John Berger, de “delincuentes latentes”. En la Gran Recesión del 2008, unos
cuantos dirigentes políticos y empresariales tuvieron el descaro de decir que
‘habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades’ y que ‘se había acabado
la fiesta’; tocaba trabajar más y cobrar menos (cosa que ya estábamos haciendo
desde 1980).
Ahora, pasado el primer susto, junto a los arrepentimientos y actos de contrición (recordemos que en 2008 algunos en un primer momento, hablaban de ‘refundar el capitalismo’), ya se alzan voces (por ejemplo, la patronal francesa) pidiendo no sólo trabajar más, sino trabajar gratis. Y para eso nos han ido preparando paulatinamente, ya desde la educación secundaria con determinadas prácticas y becas; por supuesto, a las mujeres con su dedicación al trabajo doméstico gratis et amore (sobre todo con mucha emoción y amor). El trabajo gratis, tanto mediante la extracción de datos de nuestros dispositivos móviles, como a través del sistema generalizado de prácticas, nos dejan aún más inermes. Con ello, la precariedad laboral, unida a la consiguiente “precarización vital”, se convierte en un modo de dominación nuevo, donde quienes trabajan se ven obligados a aceptar la explotación, donde el sentido común hegemónico es un “destino”, el de quienes deben vender su tiempo y energía para malvivir. Se trabaja por una promesa, o por una emoción, como la del rider conocedor de la peligrosa combinación de afición y necesidad contenidas en su trabajo, y que nos habla de “la libertad de sentir el aire en la cara pedaleando sobre la bicicleta en la noche”, mientras reconoce la falta de control, la baja remuneración, la monotonía y aburrimiento de la espera, la posibilidad del accidente. A su vez, el becario, el ayudante, el pasante, realiza jornadas interminables y soporta la escasa destreza emocional de sus jefes (el viejo ordeno y mando; o el palo y la zanahoria), por la promesa de obtener un puesto o plaza estable.
Ahora, pasado el primer susto, junto a los arrepentimientos y actos de contrición (recordemos que en 2008 algunos en un primer momento, hablaban de ‘refundar el capitalismo’), ya se alzan voces (por ejemplo, la patronal francesa) pidiendo no sólo trabajar más, sino trabajar gratis. Y para eso nos han ido preparando paulatinamente, ya desde la educación secundaria con determinadas prácticas y becas; por supuesto, a las mujeres con su dedicación al trabajo doméstico gratis et amore (sobre todo con mucha emoción y amor). El trabajo gratis, tanto mediante la extracción de datos de nuestros dispositivos móviles, como a través del sistema generalizado de prácticas, nos dejan aún más inermes. Con ello, la precariedad laboral, unida a la consiguiente “precarización vital”, se convierte en un modo de dominación nuevo, donde quienes trabajan se ven obligados a aceptar la explotación, donde el sentido común hegemónico es un “destino”, el de quienes deben vender su tiempo y energía para malvivir. Se trabaja por una promesa, o por una emoción, como la del rider conocedor de la peligrosa combinación de afición y necesidad contenidas en su trabajo, y que nos habla de “la libertad de sentir el aire en la cara pedaleando sobre la bicicleta en la noche”, mientras reconoce la falta de control, la baja remuneración, la monotonía y aburrimiento de la espera, la posibilidad del accidente. A su vez, el becario, el ayudante, el pasante, realiza jornadas interminables y soporta la escasa destreza emocional de sus jefes (el viejo ordeno y mando; o el palo y la zanahoria), por la promesa de obtener un puesto o plaza estable.
La precarización es un fenómeno multidimensional. Afecta la trayectoria laboral, a las condiciones de empleo (tipo de contrato o despido) y de trabajo (salario, jornada, intensidad del trabajo), de manera que una menor protección y derechos (indemnización, representación o negociación) da lugar a más inseguridad, incertidumbre y vulnerabilidad (con miedo, indefensión, despido), y discriminación (amenazas y violencia). Y se implanta en todas las ocupaciones y actividades, ya sea en el ámbito privado y público, en la industria, agricultura y servicios, en el hogar y la vida cotidiana. Antes de la pandemia, casi dos tercios de los trabajadores precarios de Barcelona tenían una contratación inestable y un sueldo menor a los mil euros, tres de cada cuatro ganaban un salario que no permitía cubrir imprevistos, y su elevada vulnerabilidad ante la amenaza de despido, les hacía sentir miedo a ser represaliados y a no ser indemnizados si reclamaban mejores condiciones laborales. La precarización afecta la vida de modos muy diversos. Introduce condicionalidad, vulnerabilidad y pobreza en la vida cotidiana y el hogar (no llegar a final de mes, no poder hacer frente a los pagos de la vivienda o de los servicios indispensables, no poder planificar la vida cotidiana, no poder formar una familia). La precarización se relaciona también con la pobreza energética, con no disponer de conexión a internet, con tener más dificultades para pagar el alquiler, padecer un desahucio o tener cortes de suministros básicos. No es sólo que exista un 14% de trabajadores pobres, aun y estando ocupados, o que justo antes de la pandemia superáramos los tres millones de desempleados, es también la pobreza que afecta a una cuarta parte de la población y que cuestiona la subsistencia, una de las funciones claves de la reproducción. Por si ello fuera poco, la precarización es desigual, ya que ésta es mucho más común entre mujeres, jóvenes, inmigrantes, trabajadores que realizan un trabajo manual y que tienen un menor nivel educativo, es decir, en una parte muy importante de la sociedad que constituye la clase trabajadora.
El
desempleo y la precarización vital constituyen una epidemia social tóxica que
impide llegar a fin de mes, que genera personas pobres que no pueden calentarse
en invierno o llenar la nevera, lo cual genera miedo y desesperación que
empeora la salud y la salud mental. De hecho, al entrar en nuestros cuerpos y
mentes la precariedad puede precarizar nuestra conciencia, devolvernos a la
condición más frágil de la humanidad. Como señala el economista y ensayista Guy
Standing, los
precarios no sólo no tienen control sobre su tiempo ni seguridad económica,
sino que son “incapaces de forjarse una identidad, mariposeando
electrónicamente o entre actividades que hacen perder el tiempo”, lo cual puede
hacer que se sientan atraídos por el neo-fascismo. Su expresión en términos de
salud es muy diversa: malestar, enfermedad, muerte prematura, etc. Conforme
aumenta la precariedad laboral el impacto negativo sobre la salud es mayor, tanto
en el nivel de salud mental como en la autopercibida, produciéndose un
gradiente social de la salud. Por ejemplo, el impacto sobre la salud
mental es mucho mayor (más de 3 veces mayor riesgo) en los trabajadores más
precarios. La precariedad aumenta el riesgo de enfermar, de empeorar la salud y
de morir prematuramente, no sólo para quienes trabajan en esas condiciones,
sino también para sus familias, todo lo cual conlleva desigualdades de salud.
La peor situación se observa en las mujeres, inmigrantes, obreras, y jóvenes, cuya
precariedad es elevadísima (alrededor del 90%). La precarización no es un
fenómeno natural sino una política impuesta, que hoy es endémica; es la otra
cara de la demanda de flexibilidad. Además del empleo asalariado, la
precarización se hace omnipresente en un sinnúmero de trabajos sin relaciones
contractuales; ocupaciones informales y ocultas, como las de aquellos que
trabajan por un alojamiento y manutención sin ningún sueldo, en situaciones de
servidumbre y esclavitud; también en el enorme número de mujeres que realizan
el trabajo doméstico y el trabajo de cuidados y de atención a las personas
dependientes, especialmente entre las internas. La crucial importancia del
trabajo reproductivo femenino, invisible y no remunerado, precarizado, radica
en que constituye un factor clave en la organización de la producción y en el
proceso de acumulación capitalista. La
pandemia de la covid-19 amplificará aún más las desigualdades existentes.
Tengamos
en cuenta un hecho fundamental que nos ha llevado a la situación actual. La
flexibilidad del mercado laboral era la panacea para disminuir el riesgo de
paro; las agencias internacionales que promovieron esta varita mágica en los
años 90 eran conocedoras de que tras la flexibilidad amagaban la precariedad y
la pobreza; pero las clases dominantes siempre han apreciado el estímulo que
supone el hambre para los trabajadores. En el caso español, la intensa
precarización no nos ha evitado llegar incluso hasta el momento en tres
ocasiones a superar el 20 y el 25% de trabajadores desocupados. Tras años de
desregulación, mercantilización y precarización, la falta de protección social
y laboral produce un fuerte daño en actividades y ocupaciones vitales para la
subsistencia. Ahí
destaca el trabajo realizado por un sector de servicios invisible,
estigmatizado, feminizado y precarizado: trabajadoras de la
limpieza, camareras de piso, cajeras, trabajadoras sanitarias, sociales y de
cuidados, que al no poder confinarse han tenido que elegir entre no perder el
empleo o exponerse al contagio. Entre 2011 y 2019, en España se produjo un
aumento de la precarización en casi todas las profesiones calificadas de
“esenciales”, con fuertes aumentos en la enfermería, reponedores, trabajadoras
de cuidados, la industria alimentaria, la sanidad, las residencias, el
comercio, etc. Muchas de esas ocupaciones son estigmatizadas como “no
cualificadas”, para justificar su bajo sueldo o sus leoninas condiciones de
empleo y trabajo. En 2019, el porcentaje de nuevos contratos indefinidos entre
profesiones esenciales del sector de la sanidad, los servicios sociales o el
trabajo de cuidados varía entre el 2-6%. Una ocupación paradigmática que
muestra el grado en que el sistema desprecia la vida y a las trabajadoras es el
cuidado de ancianos. Se trata de una ocupación que debiera ser altamente
cualificada pero donde la
implantación de políticas neoliberales recortó el gasto en residencias públicas,
incrementó el déficit de plazas, redujo el papel de entidades sin ánimo de
lucro, y externalizó servicios a grandes empresas, aseguradoras y fondos
especulativos que hallaron en la atención a las personas mayores un mercado
rentable para hacer negocio.
La
crisis del coronavirus está exacerbando la precarización global con
consecuencias laborales, sociales y sanitarias devastadoras. Millones de
personas en todo el mundo se hallan al borde de la supervivencia y, fruto de
los problemas financieros, el aumento creciente de deuda externa, y la
reducción de ayuda al desarrollo, unas 500
millones de personas pueden caer en la pobreza.Según la
Organización Internacional del Trabajo (OIT), a finales de abril cuatro de cada
cinco trabajadoras y trabajadores (más de 2.700 millones) estaban total o
parcialmente desempleadas, y se
prevé que más de 300 millones lo estén completamente a lo largo del año.
Las peores consecuencias de las medidas de confinamiento y contención tendrán
lugar entre la mayoría de los 2.000 millones de trabajadoras/es de la economía
informal de países pobres (hostelería y restauración, industria manufacturera,
venta al por mayor y por menor, y cientos de millones de agricultores), que
están desprotegidos social y sanitariamente, bajo el “peligro inminente de ver
desaparecer sus fuentes de sustento.” En Europa se estima que unos 60 millones
de puestos de trabajo están en riesgo, y en España el desempleo podría aumentar
desde un 13,7% en enero (3,2 millones de personas, un tercio de las cuales no
recibían prestaciones), hasta más del 20% durante los próximos meses. En apenas
unas semanas, un elevado número de personas en situaciones precarias (sobre
todo obreros/as, mujeres y migrantes con contratos temporales) han quedado en
el paro. Alrededor de 4 millones de personas pueden quedar afectadas por
Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE), una autorización temporal
para suspender los contratos de trabajo durante un tiempo determinado, que
puede ayudar a sostener empresas, pero empobrecen a gran parte de la clase
trabajadora, parte de la cual tiene un elevado riesgo de pasar de ERTE a ERE
(expediente de regulación de empleo) y perder definitivamente su empleo.
Además, muchas situaciones laborales no forman parte de los ERTE al tratarse de
empleos externalizados, eventuales o fijos discontinuos, autónomos,
dependientes, trabajadores informales. Hasta el momento la mitad de la
destrucción de empleo ha tenido lugar entre los menores de 35 años y parece
probable que se reduzcan salarios, aumente la precarización y se consoliden
muchos despidos en forma de desempleo crónico. Además del aumento de la
pobreza, esta crisis puede ser el caldo de cultivo ideal para el incremento de
la tensión y conflictos sociales y que aumente la influencia de grupos
ultraderechistas y neofascistas, hoy emergentes en muchos países.
Vivimos
tiempos postfactuales, tiempos donde los bulos y las fake
news son difundidos por una internacional neofascista que,
con planificación y recursos, trata de imponer su relato hegemónico (con ideas
sobre lo “qué ocurre”, “por qué ocurre”, “qué se debe hacer” y “adónde vamos a
llegar”), en una batalla cultural que es políticamente decisiva. Tiempos
de normalización de la mentira, donde la información se falsea y
las mentes tienden a ser colonizadas. Tiempos donde las escuelas y
universidades son crecientemente mercantilizadas, cuando no infantilizadas. Y
tiempos también de “hipernormalización” donde todo el mundo sabe que algo es
falso pero, cómo nadie puede imaginar una alternativa, la mayoría sostiene la
mentira. La precarización del trabajo no es un destino o una fatalidad, sino el
resultado de un régimen político y un modelo económico impuesto a conciencia
para disciplinar en la sumisión. La excepcionalidad de esta pandemia ha
generado el relato de una “nueva” normalidad que, caso de no poner en práctica
propuestas radicalmente alternativas, recreará la “antigua” precariedad. En
relación con la crisis actual, la ministra de Trabajo Yolanda Díaz ha
manifestado recientemente algunas necesidades esenciales: hay
que evitar los recortes realizados tras la crisis financiera de 2008 y desplegar un “escudo
social”para proteger a las trabajadoras/es y al sistema
productivo; y hay que democratizar las relaciones laborales para
que sea la ciudadanía quien decida cómo salir de la crisis.
La
ministra tiene razón. Precisamos un modelo de sociedad y economía radicalmente
alternativo y democrático que proteja la vida en todos los órdenes. Un
modelo que asegure el pleno empleo, como mecanismo básico de redistribución
social, donde la producción sea socialmente útil, realmente sostenible y se
trabaje menos tiempo y con menos estrés, donde la industria se centre en
fabricar bienes necesarios para la población y las capacidades de las personas
se utilicen para vivir mejor con bastante menos consumo. Un modelo que aumente
la protección social y la seguridad material y habitacional, al margen de tener
o no empleo, y establezca políticas públicas que defiendan y completen el
Estado del Bienestar y los servicios públicos. Junto a la sanidad y la salud
pública (prevención y vigilancia de la enfermedad y protección y promoción de
la salud), la educación, pensiones y vivienda social, junto a los servicios
sociales y de ayuda a las familias (escuelas de infancia y servicios
domiciliarios a mayores y personas dependientes) deben
poner la vida, la ecología, la cultura y los cuidados en el centro político.
Habrá que poner en marcha mecanismos que alejen la miseria económica de un
sinnúmero de “trabajadores pobres”, que vayan más allá del ingreso mínimo vital
(un subsidio mínimo transitorio para los más pobres, aún pendiente de ser
aprobado) e implanten algún tipo de medida que garantice los ingresos o
el trabajo, ya sea una renta básica universal no condicional y/o una renta o
trabajo garantizado, que evite la incertidumbre, el miedo y la arbitrariedad en
la que hoy tantas personas viven, al tiempo que se realizan trabajos social y
ecológicamente necesarios. Además,
habrá también que nacionalizar o tratar como servicios públicos una gran parte
de sectores y servicios indispensables: energía, transporte,
telecomunicaciones, farmacéutica y financiero entre otros. Y habrá también que
poner en marcha una transición socioecológica profunda y masiva que nos pueda
preparar lo mejor posible para un cambio sistémico y radical del sistema
económico, ambiental y cultural que nos lleve hacia un decrecimiento de
determinadas producciones, que la crisis ecosocial y energética, y los límites
biofísicos del planeta hacen inevitable y, a la vez, nos conduzca a un
crecimiento exponencial social y cultural: un buen trabajo, una buena vida, con
tiempo para vivirla y disfrutarla. Para que todo ello sea posible, es esencial
realizar una reforma fiscal, justa y progresiva, radical, con fuertes impuestos
al capital, las grandes fortunas y los procesos antiecológicos. El desafío es
enorme, pero, como repite a menudo el profesor, ensayista y activista Jorge
Riechmann, no es posible seguir siendo “negacionistas” de todo lo que hoy
conocemos sobre la realidad social, laboral y ambiental.
La
ministra Díaz ha señalado también una situación política muy real y preocupante
al indicar que el mayor problema del mercado laboral español es la gran
precariedad existente bajo unas relaciones laborales “debilitadas” y
“patológicas”, pero que, “con los mecanismos que tenemos”, el gobierno puede
amortiguar, pero no suspender esas relaciones. Y es que mientras los
poderes fácticos nacionales, europeos y globales (económicos, institucionales,
políticos y mediáticos) sigan intactos, ganar las elecciones o formar parte del
gobierno no es tener el poder, sino tan sólo un pedazo de él. Hoy día, la
pérdida de soberanía económica hace que los países dependan de las decisiones de
organismos supranacionales como la Unión Europea, el FMI, el Banco Mundial, la
OCDE, y la OMC y de grandes corporaciones tecnológicas como las GAFAM (Google,
Amazon, Facebook, Apple, Microsoft), etc. Los movimientos sociales y
sindicales, con sensibilidades diferentes pero coordinados transversalmente,
junto a una sinergia efectiva entre la sociedad civil y el poder político,
deben movilizarse para presionar y exigir que se respeten y desarrollen los
derechos de las trabajadoras/es y democratizar radicalmente la organización y
condiciones de trabajo. También deben organizarse para generar una red de
cooperativas económicas que incentiven la solidaridad y el intercambio mediante
proyectos creativos alternativos, que generen esperanza y sean igualitarios, ecológicamente
sostenibles y socialmente útiles; en el interior de una economía social,
ecológica y feminista que se centre en el bien común y la habitabilidad del
planeta.
Tras
la fase aguda de la pandemia, las decisiones políticas de estos meses son el
“laboratorio social” donde la humanidad se juega su futuro. Tras
el relato oficial de la pandemia del coronavirus existe una crisis
civilizatoria que obliga a pensar en políticas sistémicas
que transformen radicalmente la lógica de crecimiento exponencial, la
destrucción de la naturaleza, la desigualdad social y la precarización hoy
existentes. Como
advierte Chomsky: La catástrofe que se avecina es mucho más
importante que todo lo que ha ocurrido hasta ahora… Nos acercamos a un punto de
no retorno…”. Para ello, es imprescindible construir un poder político
alternativo que debe ser radical en su objetivo, aunque contenga numerosos
elementos reformistas parciales. Y es imprescindible tejer redes internacionales
cómo la Internacional
Progresista de nuevo cuño,recientemente impulsada por
DiEM25 y el Instituto Sanders para fomentar la unión, coordinación y
movilización de activistas,
asociaciones, sindicatos, movimientos sociales y partidos en
defensa de la democracia, la solidaridad, la igualdad y la sostenibilidad. La
“nueva” normalidad está aún por construir. Ante la progresiva destrucción de
derechos laborales y la extensión global de la precarización, ante la
desigualdad global y el reto crucial de hacer frente con urgencia a la crisis
climática y ecológica, la pandemia puede ser una ocasión –quizás la última–
para reivindicar la importancia decisiva de luchar por la democracia y la
justicia social, dentro y fuera del medio laboral, y con ello proteger la salud
y la vida. Sólo creando una gran mayoría social,
unida, persistente e insobornable, capaz de construir una nueva hegemonía,
parece posible que eso pueda llegar a suceder.
*****
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