En Cuba, Kennedy heredó la política de Eisenhower
de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El
fracaso de la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera reunión de gabinete después
de la fallida invasión, la atmósfera era casi salvaje, observó en privado
el subsecretario de Estado Chester
Bowles: Hubo una reacción casi frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en sus
declaraciones públicas: “Las sociedades
complacientes y blandas están a punto de ser eliminadas junto con los desechos
de la historia. Sólo los fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba
consciente, según admitió en privado, de que los aliados creen que estamos un
poco dementes por el tema de Cuba. No
sin razón. Las acciones de Kennedy eran acordes con sus palabras. Lanzó una
campaña terrorista asesina, diseñada para llevar los terrores de la Tierra a Cuba, según la frase de su consejero, el historiador Arthur Schlesinger, en
referencia al proyecto asignado por el presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte a
miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de la
Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra
mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los ataques terroristas tan
pronto como la crisis de los misiles se desactivó.
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LA ACCIÓN
HISTÓRICA DE OBAMA.
*****
Noam Chomsky.
La Jornada 26 de enero del 2015.
El establecimiento de
vínculos diplomáticos entre Estados Unidos y Cuba ha sido ensalzado en el mundo
como un suceso de importancia histórica. El corresponsal John Lee Anderson,
quien ha escrito con perspicacia acerca de la región, sintetiza una reacción
general entre los intelectuales liberales cuando escribe, en The New Yorker,
que:
Barack Obama ha mostrado
que puede actuar como estadista de altura histórica. Y también, en este
momento, Raúl Castro. Para los cubanos, este momento será emocionalmente
catártico e históricamente transformacional. Durante 50 años su relación con su
rico y poderoso vecino norteamericano se ha mantenido congelada en la década de
1960. Hasta un grado surrealista, sus destinos también se congelaron. Para los
estadunidenses el suceso es importante también. La paz con Cuba nos devuelve
momentáneamente a aquella era dorada en la que Estados Unidos era una nación
amada en todo el mundo, cuando un joven y apuesto presidente JFK estaba en el
cargo... Antes de Vietnam, de Allende, de Irak y de todas las miserias, y nos
permite sentirnos orgullosos de nosotros mismos por hacer lo correcto.
El pasado no es tan idílico
como lo retrata la persistente imagen de Camelot. JFK no fue antes de Vietnam o
ni siquiera de Allende o Irak, pero dejemos eso a un lado. En Vietnam, cuando
JFK asumió el cargo, la brutalidad del régimen de Diem impuesto por Washington
había finalmente provocado una resistencia nacional que no pudo enfrentar.
Kennedy se vio confrontado por lo que llamó un asalto desde adentro, agresión
interna, según la interesante frase favorecida por su embajador ante la ONU,
Adlai Stevenson.
En consecuencia, Kennedy
aumentó de inmediato la intervención estadunidense a la escala de una agresión,
ordenando a la Fuerza Aérea bombardear Vietnam del Sur (según límites
sudvietnamitas, que no engañaban a nadie), autorizando la guerra química y con
napalm para destruir cultivos y ganado, y lanzando programas para llevar a los
campesinos a virtuales campos de concentración para protegerlos de los
guerrilleros, a quienes Washington sabía que la mayoría de ellos apoyaban.
Hacia 1963, los informes
desde el terreno parecían indicar que la guerra de Kennedy triunfaba, pero
surgió un grave problema. En agosto, la Casa Blanca se enteró de que el
gobierno de Diem buscaba negociaciones con el Norte para poner fin al
conflicto.
Si JFK tenía la menor
intención de retirarse, eso le habría dado una oportunidad perfecta para
hacerlo graciosamente, sin costo político, e incluso afirmando, en el estilo
acostumbrado, que fue la fortaleza estadunidense y la defensa de la libertad lo
que obligó a los norvietnamitas a rendirse. En cambio, Washington respaldó un
golpe militar para instalar halcones militares, más apegados a los compromisos
reales de JFK; el presidente Diem y su hermano fueron asesinados en el proceso.
Con la victoria en apariencia a la vista, Kennedy aceptó a regañadientes una
propuesta del secretario de Defensa Robert McNamara de comenzar el retiro de
tropas (NSAM 263), pero con una condición crucial: después de la victoria.
Kennedy mantuvo con insistencia esa demanda hasta su asesinato, unas semanas
después. Muchas ilusiones se han tejido en torno a esos sucesos, pero se
derrumban con rapidez ante el peso del rico registro documental.
La historia en otras partes
no fue tan idílica como las leyendas de Camelot. Una de las decisiones de
Kennedy que tuvieron mayores consecuencias se dio en 1962, cuando cambió en los
hechos la misión de los militares latinoamericanos de la defensa hemisférica
–remanente de la Segunda Guerra Mundial– a la seguridad interna, eufemismo para
nombrar la guerra contra el enemigo interno, la población. Los resultados
fueron descritos por Charles Maechling, quien dirigió la contrainsurgencia estadunidense
y la planeación de la defensa interior de 1961 a 1966.
La decisión de Kennedy,
escribió, llevó la política estadunidense de la tolerancia a la rapacidad y
crueldad de los militares latinoamericanos a la complicidad directa en sus
crímenes, al apoyo de los métodos de los escuadrones de exterminio de Heinrich
Himmler. Quienes no prefieren lo que el especialista en relaciones
internacionales Michael Glennon llamó ignorancia intencional pueden con
facilidad aportar los detalles.
En Cuba, Kennedy heredó la
política de Eisenhower de bloqueo y planes formales de derrocar al régimen, y
con rapidez los intensificó con la invasión de Bahía de Cochinos. El fracaso de
la incursión causó algo cercano a la histeria en Washington. En la primera
reunión de gabinete después de la fallida invasión, la atmósfera era casi
salvaje, observó en privado el subsecretario de Estado Chester Bowles: Hubo una
reacción casi frenética a un programa de acción. Kennedy expresó la histeria en
sus declaraciones públicas: “Las sociedades complacientes y blandas están a
punto de ser eliminadas junto con los desechos de la historia. Sólo los
fuertes… tienen la posibilidad de sobrevivir”, dijo a la nación, aunque estaba
consciente, según admitió en privado, de que los aliados creen que estamos un
poco dementes por el tema de Cuba. No sin razón.
Las acciones de Kennedy
eran acordes con sus palabras. Lanzó una campaña terrorista asesina, diseñada
para llevar los terrores de la Tierra a Cuba, según la frase de su consejero,
el historiador Arthur Schlesinger, en referencia al proyecto asignado por el
presidente a su hermano Robert como su más alta prioridad. Aparte de dar muerte
a miles de personas junto con una destrucción en gran escala, los terrores de
la Tierra fueron un factor principal en poner al mundo al borde de una guerra
mundial terminal, como revela un estudio reciente. El gobierno reanudó los
ataques terroristas tan pronto como la crisis de los misiles se desactivó.
Una forma común de evadir
los temas desagradables es limitarse a las conjuras de la CIA para asesinar a
Castro, ridiculizar su absurdo. Existieron, sí, pero fueron apenas un pie de
página a la guerra terrorista lanzada por los hermanos Kennedy luego del
fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos, guerra a la que es difícil
encontrar parangón en los anales del terrorismo internacional.
Hoy día existe mucho debate
sobre si Cuba debe ser retirada de la lista de países que apoyan el terrorismo.
Sólo puedo traer a la mente las palabras de Tácito de que el crimen una vez expuesto
sólo tiene refugio en la audacia. Excepto que no está expuesto, gracias a la
traición de los intelectuales.
Al asumir la presidencia
luego del asesinato, Lyndon B. Johnson relajó el terrorismo, que sin embargo
continuó durante la década de 1990. Pero no permitió que Cuba viviera en paz.
Explicó al senador Fulbright que si bien no iba a entrar en ninguna operación
de Bahía de Cochinos, quería asesoría sobre cómo debemos pincharles las bolas
más de lo que lo estamos haciendo. En su comentario, el historiador sobre
América Latina Lars Schoultz observa que pinchar las bolas ha sido la política
estadunidense desde entonces.
Algunos, sin duda, han
sentido que tales métodos delicados no bastan, por ejemplo Alexander Haig,
miembro del gabinete de Richard Nixon, quien pidió a ese presidente: Usted
ordene y convierto esa pinche isla en estacionamiento.
Su elocuencia captura con
vividez la prolongada frustración de los líderes estadunidenses con esa
infernal pequeña república cubana, frase de Theodore Roosevelt al desahogar su
furia por la resistencia de Cuba a aceptar graciosamente la invasión de 1898
para bloquear su liberación ante España y convertirla en una colonia virtual.
Sin duda su valerosa incursión en la colina de San Juan había sido una noble
causa (por lo regular se pasa por alto que esos batallones
africano-estadunidenses fueron en gran medida responsables de conquistar la
colina).
El historiador cubano Louis
Pérez escribe que la intervención estadunidense, ensalzada en Estados Unidos
como una intervención humanitaria para liberar a Cuba, logró sus objetivos
verdaderos: Una guerra cubana de liberación se transformó en una guerra
estadunidense de conquista, la guerra entre Estados Unidos y España en la
nomenclatura imperial, diseñada para oscurecer la victoria cubana, que fue
absorbida rápidamente por la invasión. El desenlace alivió las ansiedades
estadunidenses acerca de lo que era anatema para todos los responsables de las
políticas estadunidenses desde Thomas Jefferson: la independencia de Cuba.
Cómo han cambiado
las cosas en dos siglos.
Ha habido esfuerzos
tentativos por mejorar las relaciones en los pasados 50 años, revisados en
detalle por William LeoGrande y Peter Kornbluh en su reciente estudio integral,
Back Channel to Cuba. Es debatible que debamos sentirnos orgullosos de
nosotros por los pasos que Obama ha dado, pero sí son lo correcto, aunque el
aplastante bloqueo siga en vigor en desafío a todo el mundo (excepto Israel) y
el turismo aún esté prohibido. En su mensaje a la nación en el que anunciaba la
nueva política, el presidente dejó en claro que también en otros aspectos el
castigo a Cuba por no plegarse a la voluntad y a la violencia de Washington
continuará, repitiendo pretextos que son demasiado ridículos para comentarlos.
Sin embargo, son dignas de
atención las palabras del presidente, tales como las siguientes:
“Orgullosamente, Estados Unidos ha apoyado la democracia y los derechos humanos
en Cuba a lo largo de cinco décadas. Lo hemos hecho sobre todo mediante
políticas que apuntan a aislar la isla, evitando los viajes y el comercio más
básicos que los estadunidenses pueden disfrutar en cualquier otro lugar. Y
aunque esta política ha estado fincada en la mejor de las intenciones, ninguna
otra nación nos secunda en imponer estas sanciones y ha tenido poco efecto más
allá de dar al gobierno cubano una justificación para imponer restricciones a
su pueblo… Hoy, les soy sincero: nunca podemos borrar la historia entre
nosotros”.
Uno tiene que admirar la
asombrosa audacia de esta declaración, que nuevamente hace evocar las palabras
de Tácito. Obama sin duda está consciente de la historia verdadera, que no sólo
abarca la asesina guerra terrorista y el escandaloso bloqueo económico, sino
también la ocupación militar del sureste de Cuba durante más de un siglo,
incluyendo su puerto más grande, pese a solicitudes de su gobierno desde la
independencia de devolver el territorio robado a punta de pistola, política
justificada sólo por la adhesión fanática a bloquear el desarrollo económico de
la isla. En comparación, la ilegal anexión de Crimea por Putin parece hasta
benigna. La dedicación a la venganza contra los cubanos impúdicos que resisten
el dominio estadunidense ha sido tan extrema que incluso se ha contrapuesto a
los deseos de normalización de la comunidad de negocios –empresas
farmacéuticas, agronegocios, energéticas–, algo inusitado en la política
exterior estadunidense. La cruel y vengativa política de Washington ha aislado
prácticamente a Estados Unidos en el hemisferio y atraído el desprecio y el
ridículo en todo el mundo. A Washington y sus acólitos les gusta fingir que han
aislado a Cuba, como Obama expresó, pero la historia muestra con claridad que
es Estados Unidos el que está siendo aislado, lo que es probablemente la
principal razón de este cambio parcial de curso.
Sin duda, la opinión
interna es otro factor en la histórica acción de Obama, aunque el público ha
estado durante mucho tiempo en favor de la normalización sin que tenga
relevancia. Una encuesta de CNN de 2014 mostró que sólo uno de cada cuatro
estadunidenses considera hoy día a Cuba una amenaza seria a Estados Unidos, en
comparación con más de dos tercios hace 30 años, cuando Ronald Reagan advertía
sobre la grave amenaza a nuestras vidas planteada por la capital de la nuez
moscada en el mundo (Granada) y por el ejército nicaragüense, a sólo dos días
de marcha de Texas. Ahora que los miedos se han abatido un poco, tal vez
podamos relajar ligeramente nuestra vigilancia.
En los extensos comentarios
a la decisión de Obama, un tema dominante ha sido que los esfuerzos benignos de
Washington por llevar la democracia y los derechos humanos a los sufridos
cubanos, manchados sólo por infantiloides rufianes de la CIA, han sido un
fracaso. Nuestros nobles objetivos no se alcanzaron, así que se impone un
cambio de orden, aun sin desearlo.
¿Fueron un fracaso las
políticas? Depende de cuál fuera el objetivo. La respuesta es clara en el
registro documental. La amenaza cubana era la ya conocida que aparece en toda
la historia de la guerra fría, con muchos precedentes. Fue explicitada
con claridad por el gobierno de Kennedy. La preocupación primordial era que
Cuba pudiera ser un virus que esparciera el contagio, para tomar prestados los
términos de Kissinger sobre el tema de costumbre, en relación con Chile en la
era de Allende. Eso se reconoció de inmediato.
Con la intención de enfocar
la atención en América Latina, antes de asumir el cargo Kennedy estableció una
misión latinoamericana, encabezada por Arthur Schlesinger, quien informó las
conclusiones al presidente entrante. La misión advertía sobre la
susceptibilidad de los latinoamericanos a la idea de Castro de tomar las cosas
en sus propias manos, serio peligro, explicó Schlesinger más adelante, cuando
“la distribución de la tierra y otras formas de riqueza nacional favorecen
grandemente a las clases propietarias… (y) Los pobres y menos privilegiados,
estimulados por el ejemplo de la revolución cubana, demandan ahora
oportunidades de una vida decente”.
Schlesinger reiteraba los
lamentos del secretario de Estado John Foster Dulles, quien se quejaba al
presidente Eisenhower de los peligros representados por los comunistas dentro
del mismo Estados Unidos, que eran capaces de ganar control de los movimientos
de masas, ventaja injusta que no tenemos capacidad de duplicar.
La razón es que los pobres
son a los que convocan, y ellos siempre han querido despojar a los ricos. Es
difícil convencer a gente atrasada e ignorante de seguir nuestro principio de
que los ricos deben despojar a los pobres.
Otros elaboraron sobre las
advertencias de Schlesinger. En julio de 1961, la CIA informó que “la extensa
influencia del castrismo no es función del poderío cubano… La sombra de Castro
se engrandece porque las condiciones sociales y económicas a lo largo de
América Latina invitan a oponerse a la autoridad gobernante y alientan la
agitación por el cambio radical”, del cual la Cuba de Castro es un modelo. El
Consejo de Planeación de Políticas del Departamento de Estado explicó que “el
peligro primordial que enfrentamos con Castro reside… en el impacto que la mera
existencia de su régimen ha dejado en muchos países latinoamericanos… El hecho
simple es que Castro representa un desafío triunfal a Estados Unidos, una
negación de toda nuestra política hemisférica de casi siglo y medio”, desde que
la Doctrina Monroe declaró que la intención estadunidense de dominar el
hemisferio. Para expresarlo en términos simples, observa el historiador Thomas
Paterson, Cuba, como símbolo y realidad, desafió la hegemonía de Estados Unidos
en América Latina.
La forma de tratar con un
virus que podría extender el contagio es acabar con él e inocular a las
víctimas potenciales. Esa razonable política es precisamente la que aplicó
Washington, y en términos de sus objetivos primordiales, ha sido muy exitosa.
Cuba ha sobrevivido, pero sin la capacidad de alcanzar su temido potencial. Y
la región fue inoculada con perversas dictaduras militares para prevenir el
contagio, empezando por el golpe militar inspirado por Kennedy que estableció
un régimen de Seguridad Nacional de terror y tortura en Brasil poco después del
asesinato del presidente estadunidense, régimen al que Washington dio
entusiasta bienvenida. Los generales habían llevado a cabo una rebelión
democrática, telegrafió el embajador estadunidense Lincoln Gordon. La
revolución fue una gran victoria para el mundo libre, que evitó una pérdida
total para Occidente de todas las repúblicas sudamericanas, y debía crear un
clima grandemente mejorado para las inversiones privadas. Esta revolución
democrática fue la victoria más decisiva para la libertad de mediados del siglo
XX, sostuvo Gordon, uno de los mayores puntos de quiebre de la historia mundial
en ese periodo, que eliminó lo que Washington veía como un clon de Castro.
La plaga se extendió luego
por el continente, y culminó en la guerra terrorista de Reagan en Centroamérica
y finalmente en el asesinato de seis destacados intelectuales latinoamericanos,
sacerdotes jesuitas, por un batallón salvadoreño de élite, recién desempacado
del entrenamiento en la Escuela de Guerra Especializada JFK en Fort Bragg,
siguiendo órdenes del alto mando de asesinarlos junto con cualquier testigo, su
ama de llaves y la hija de ella. El 25 aniversario del asesinato acaba de
pasar, y fue conmemorado con el silencio que se considera apropiado para
nuestros crímenes.
Mucho de esto se aplica
asimismo a la guerra de Vietnam, también considerada un fracaso y una derrota.
Vietnam en sí no era causa de ninguna inquietud, pero, como revela el registro
documental, Washington se preocupaba de que un desarrollo independiente exitoso
extendiera el contagio en toda la región y llegara a Indonesia, rica en
recursos, y quizá hasta Japón: el superdominó, como lo describió el historiador
asiático John Dower, que se pudiera adaptar a un este de Asia independiente y
se convirtiera en su centro industrial y tecnológico, al margen del control
estadunidense, que construyera un nuevo orden en Asia. Estados Unidos no estaba
preparado para perder la fase del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial a principios
de la década de 1950, así que se dispuso con rapidez a apoyar la guerra de
Francia para reconquistar su antigua colonia, y luego los horrores que
siguieron, los cuales se intensificaron cuando Kennedy asumió el cargo, y más
tarde sus sucesores.
Vietnam quedó prácticamente
destruido: ya no sería modelo para nadie. Y la región fue protegida con la
instalación de dictaduras asesinas, muy al modo de América Latina en los mismos
años: no es innatural que la política imperial siga líneas similares en diferentes
partes del mundo. El caso más importante fue Indonesia, protegida del contagio
por el golpe de Suharto de 1965, un pavoroso asesinato en masa, como lo
describió con exactitud el New York Times, aunque se unió a la euforia
general por un rayo de luz en Asia (el columnista liberal James Reston). En
retrospectiva, el consejero de seguridad nacional de Kennedy y Johnson McGeorge
Bundy reconoció que nuestro esfuerzo en Vietnam fue excesivo después de 1965,
ya con Indonesia fácilmente inoculada.
La guerra de Vietnam es
descrita como un fracaso, una derrota estadounidense. En realidad fue una
victoria parcial. Estados Unidos no logró su máximo objetivo de convertir a
Vietnam en Filipinas, pero las principales preocupaciones fueron superadas, al
igual que en Cuba. Tales desenlaces, por tanto, cuentan como derrota, fracaso,
decisiones terribles.
La mentalidad imperial es
asombrosa de contemplar. Apenas si pasa un día sin nuevas ilustraciones. Podemos añadir el
estilo del nuevo movimiento histórico en Cuba, y su recepción, a esa
distinguida lista.
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Traducción: Jorge Anaya.
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