El socialismo se convirtió en un gran movimiento popular a fines del
siglo XIX,
cuando encarnó un viejo anhelo de emancipación social. Recogió la vieja
aspiración de los oprimidos de construir una sociedad de igualdad y justicia. Los
partidarios consecuentes de ese ideal confrontaron abiertamente con el
capitalismo y adoptaron un perfil revolucionario, al comprender que este
sistema no puede ser reformado, ni humanizado. El socialismo se define por oposición al capitalismo. Es la
antítesis de un régimen que funciona acrecentando los sufrimientos populares,
las tensiones bélicas y la destrucción del medio ambiente. El proyecto socialista apunta a gestar una sociedad sin opresores ni
oprimidos. Esa meta es incompatible con la explotación actual que sufren
los trabajadores. Aspira a revertir la desigualdad que recrea un sistema
asentado en la competencia para incrementar el lucro. Postula erradicar
progresivamente una rivalidad que socava la convivencia humana, desatando
dramáticos choques entre distintos grupos de la sociedad.
El socialismo no se limita a pregonar un genérico ideal
pos-capitalista,
ni postula mayor atención a la dimensión social de las relaciones humanas. Propone una modalidad específica de
sociedad alternativa, basada en regímenes económicos de mayor expansión de
la propiedad pública y sistemas políticos de creciente auto-administración popular.
Pero al cabo de un siglo perdura la discusión sobre las formas concretas que
asumiría este esquema. Marx percibió un anticipo de esa estructura en la Comuna de París, supuso que emergería en
Europa y se expandiría posteriormente al resto del mundo. Pero la victoria
bolchevique de 1917 inauguró otro rumbo. Una sucesión de revoluciones triunfantes en China, Cuba y
Vietnam determinó el debut de la construcción socialista en los países
periféricos.
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IMAGINARIOS
SOCIALISTAS.
*****
Miércoles 10 de diciembre del 2014.
Claudio Katz (especial para ARGENPRESS.info)
Cuatro modalidades de
actualización del socialismo en América Latina retoman la tradición de un
proyecto que promueve la igualdad, la expansión de la propiedad pública y la
auto-determinación popular. Los primeros éxitos de ese programa atemorizaron a
los dominadores y generaron grandes conquistas sociales.
El socorro de los bancos refuta las objeciones neoclásicas al estatismo socialista y la adaptación heterodoxa al neoliberalismo contradice la existencia de variados modelos capitalistas. La economía soviética logró enormes avances, pero nunca amenazó la supremacía estadounidense.
El socorro de los bancos refuta las objeciones neoclásicas al estatismo socialista y la adaptación heterodoxa al neoliberalismo contradice la existencia de variados modelos capitalistas. La economía soviética logró enormes avances, pero nunca amenazó la supremacía estadounidense.
La URSS colapsó por las
ambiciones de enriquecimiento de sus dirigentes, pero el intento socialista fue
válido en la secuencia histórica de ensayos igualitaristas. Los tormentos del
capitalismo inducen a recrear esas experiencias, que corresponde denominar
socialistas sin ningún titubeo. Este proyecto implica en América Latina
convergencias con el antiimperialismo y estrategias de unidad continental.
El socialismo reapareció en América
Latina en la última década en cuatro proyectos de futuro. En Venezuela adoptó
un enunciado centenario (socialismo del siglo XXI), en Bolivia un perfil
singular (socialismo comunitario), en Cuba una impronta actualizadora
(renovación socialista) y en el ALBA una formulación continental (socialismo
latinoamericano). En todos los casos el horizonte de largo plazo ha sido
combinado con propuestas nacionales (o regionales) inmediatas.
¿Pero qué significa el socialismo?
¿Cuál es el balance de sus experiencias? ¿Cómo se replantea en estos momentos?
Sentido y
propósitos.
El socialismo se convirtió en un
gran movimiento popular a fines del siglo XIX, cuando encarnó un viejo anhelo
de emancipación social. Recogió la vieja aspiración de los oprimidos de
construir una sociedad de igualdad y justicia.
Los partidarios consecuentes de ese
ideal confrontaron abiertamente con el capitalismo y adoptaron un perfil
revolucionario, al comprender que este sistema no puede ser reformado, ni
humanizado. El socialismo se define por oposición al capitalismo. Es la
antítesis de un régimen que funciona acrecentando los sufrimientos populares,
las tensiones bélicas y la destrucción del medio ambiente.
El proyecto socialista apunta a
gestar una sociedad sin opresores ni oprimidos. Esa meta es incompatible con la
explotación actual que sufren los trabajadores. Aspira a revertir la
desigualdad que recrea un sistema asentado en la competencia para incrementar
el lucro. Postula erradicar progresivamente una rivalidad que socava la
convivencia humana, desatando dramáticos choques entre distintos grupos de la
sociedad.
El socialismo no se limita a
pregonar un genérico ideal pos-capitalista, ni postula mayor atención a la
dimensión social de las relaciones humanas. Propone una modalidad específica de
sociedad alternativa, basada en regímenes económicos de mayor expansión de la
propiedad pública y sistemas políticos de creciente auto-administración popular.
Pero al cabo de un siglo perdura la discusión sobre las formas concretas que
asumiría este esquema.
Marx percibió un anticipo de esa
estructura en la Comuna de París, supuso que emergería en Europa y se
expandiría posteriormente al resto del mundo. Pero la victoria bolchevique de
1917 inauguró otro rumbo. Una sucesión de revoluciones triunfantes en China,
Cuba y Vietnam determinó el debut de la construcción socialista en los países
periféricos. (1)
Este escenario aterrorizó a las
clases dominantes de todo el mundo, que debieron otorgar concesiones sociales
inéditas. El estado de bienestar, la gratuidad de ciertos servicios básicos, el
objetivo del pleno empleo y el aumento del consumo popular fueron mejoras
impensables en la época de Marx o Lenin, que fueron aceptadas por los
opresores. En el contexto de recuperación económica de posguerra, esas
conquistas aparecieron como consecuencia directa del temor al comunismo que
invadió a los capitalistas.
Los grandes avances de posguerra no contuvieron el ímpetu de la izquierda. En los años 70-80 los emblemas del socialismo eran tan populares, que resultaba imposible computar cuántos partidos y movimientos reivindicaban esa denominación. Un número significativo de esas corrientes se proclamaba también revolucionaria, para evitar cualquier confusión con los defensores socialdemócratas del status quo.
Los grandes avances de posguerra no contuvieron el ímpetu de la izquierda. En los años 70-80 los emblemas del socialismo eran tan populares, que resultaba imposible computar cuántos partidos y movimientos reivindicaban esa denominación. Un número significativo de esas corrientes se proclamaba también revolucionaria, para evitar cualquier confusión con los defensores socialdemócratas del status quo.
Objeciones y
comparaciones.
La masiva adhesión al proyecto de
emancipación comenzó a trastabillar con el levantamiento
en Hungría, las tensiones chino-soviéticas, la rebelión de Solidaridad en
Polonia y el cuestionamiento de los regímenes antidemocráticos vigentes en
el denominado bloque socialista.
Hubo intentos de renovación durante
la Primavera Checoslovaca (1968) que
fueron sofocados por las burocracias gobernantes. Las propuestas de
rehabilitación del socialismo que afloraron en ese período se extinguieron en
medio del desencanto.
El
derrumbe de la URSS
y el consiguiente afianzamiento del neoliberalismo marcaron un giro radical en
todos intentos por forjar una sociedad pos-capitalista. Desde los años 90 las
clases dominantes perdieron el miedo al socialismo y comenzaron a restaurar los
mecanismos clásicos de su opresión, mediante la flexibilización laboral, la
masificación del desempleo y el ensanchamiento de las brechas sociales.
Los viejos argumentos
anti-socialistas de endiosamiento del mercado, glorificación de la
competitividad y justificación de la precariedad laboral recobraron primacía.
Volvió a imperar la impugnación del proyecto igualitario, a partir de supuestos
antropológicos que presentan a la desigualdad como un dato inevitable, a la
propiedad como una institución invulnerable y al mercado como un pilar
intocable de cualquier sociedad humana.
Con esos fundamentos se justifica al
capitalismo, ocultando que este sistema favorece a los acaudalados y afecta a
todos los oprimidos. Con los inconsistentes mitos de la mano invisible y la
soberanía del consumidor se ha propagado una ideología que naturaliza el
desempleo, reivindica el egoísmo y legitima la explotación.
Ese pensamiento retoma la
presentación del socialismo que planteó Hayek, como un sistema que anula el
funcionamiento natural de la economía. Afirman que este descalabro irrumpe con
la introducción de la planificación en desmedro del mercado, la expansión de
empresas públicas afectando la competencia y la aparición de estímulos morales
a costa del lucro (Pellicani, 1990).
Esta misma visión fue asimilada en
las últimas décadas por todos los social-demócratas, que se adaptaron al
neoliberalismo y difunden mensajes apologéticos de la globalización.
La severa crisis que estalló en el
2008 en las economías capitalistas centrales ha perturbado ese escenario
ideológico. Los gigantescos desórdenes financieros, comerciales y productivos
que generaron los gobiernos neoliberales superan con creces todo lo objetado al
socialismo. El socorro concedido a los banqueros con fondos públicos ha
implicado costosos gastos del estado, sin ninguno de los beneficios que
introduciría el socialismo.
La convulsión bancaria internacional
puso de relieve la inconsistencia de los argumentos derechistas contra el
“socialismo estatista”. Los objetores del intervencionismo han recurrido a una
gran injerencia en la economía, con propósitos opuestos al proyecto
igualitario. Para rescatar a los banqueros aumentaron la injerencia económica
discrecional del estado, olvidando todas sus críticas a la obstrucción
mercantil. Los cuestionamientos neoclásicos al socialismo han perdido
consistencia a la luz de ese auxilio a los financistas con recursos del tesoro.
La crisis en curso también socava
las objeciones que formulan los economistas heterodoxos al socialismo.
Contraponen las desventajas de este sistema con los méritos del capitalismo
regulado y afirman que este modelo supera el descontrol neoliberal, sin padecer
el estancamiento que generaría el igualitarismo (Bresser Pereira, 2012).
Pero este contraste choca en la
actualidad con la creciente disolución de las diferencias que separan a los
esquemas controlados y desregulados de capitalismo. Basta observar la enorme
aproximación de la política económica alemana con su contraparte norteamericana
para notar esas convergencias.
Los tradicionales exponentes del
modelo social intervencionista se han convertido en fanáticos neoliberales, que
implementan políticas deflacionarias de mayor ajuste. La crisis ha reforzado la
confluencia entre esos dos esquemas, confirmando que están sujetos a las mismas
contradicciones. Si se opta por uno de esos caminos se terminan aplicando las
recetas propiciadas por el otro.
La crítica al socialismo inspirada
en las virtudes del capitalismo regulado elude reconocer esas tendencias
contemporáneas. Si fuera tan sencillo optar por ese curso (en contraposición a
las variantes neoliberales), el esquema heterodoxo ganaría espacio. Pero en los
hechos pierde posiciones, ante la dinámica competitiva que gobierna a todas las
modalidades del capitalismo. Este sistema tiende a imponer la primacía de la
vertiente más rentable y no el curso socialmente óptimo (Husson, 2008: cap 6-7-8).
Algunos cuestionamientos más
benévolos del socialismo suelen destacar que este proyecto incluye principios
morales atractivos pero inaplicables. Pondera sus intenciones pero cuestiona su
viabilidad. Ejemplifica esta inoperancia con el fracaso de la competencia
económica que intentó la Unión Soviética frente a Estados Unidos.
Esa comparación olvida que Rusia era
una economía semiperiférica en acelerado desarrollo, que soportaba el
sistemático hostigamiento de la principal potencia del planeta. Los dos países
nunca estuvieron situados en el mismo plano.
La guerra fría provocó la
distorsionada presentación de Estados Unidos y la URSS como competidores
equivalentes. Esta contraposición fue iniciada por la diplomacia norteamericana
(“no podrán alcanzarnos”) y aceptada por los gobernantes rusos (“en poco tiempo
los alcanzaremos”). En esta pugna quedó diluida la diferencia cualitativa que
separaba a dos economías ubicadas en lugares muy distintos del ranking global.
Los integrantes del denominado
bloque socialista no lograron consumar el catch up con las economías centrales,
pero superaron ampliamente a sus equivalentes. Si se toma este último
contraste, la balanza se inclinaba en los años 50 o 60 a favor de los sistemas
no capitalistas, tanto en las tasas de crecimiento como en los índices de
desarrollo humano (Li, Piovani, 2011).
Rusia estaba mejor que Turquía,
China avanzaba más que la India y Europa del Este no padecía las desgracias de
América Latina. Los resultados de estas comparaciones eran contundentes no sólo
en el PBI per cápita, sino especialmente en la calidad de vida. Las diferencias
eran particularmente abrumadoras en el terreno de la salud (expectativa de
vida) y la educación (niveles de alfabetización y escolaridad) (Navarro, 2014).
Significado y balance.
El desplome de la URSS y sus socios
de Europa del Este no obedeció sólo a problemas económicos. Fue consecuencia de
procesos políticos. Los gobernantes de esos regímenes no apostaban a un
desarrollo comunista de la sociedad, sino a su propia conversión en burgueses.
Envidiaban el confort de los millonarios de Occidente e idealizaban el estilo
de vida norteamericano. Cuando encontraron la oportunidad para reconvertirse en
capitalistas, abandonaron el incómodo maquillaje socialista.
La mayoría de la población
continuaba prefiriendo las mejoras sociales alcanzadas, pero se mantuvo
inactiva y toleró el viraje hacia el capitalismo. Esta actitud coronó décadas
de inmovilidad y despolitizaron ciudadana, impuesta por censuras y
prohibiciones que generalizaron la apatía popular. Por esta razón, nadie
defendió las conquistas sociales del viejo sistema cuando esos regímenes se
auto-destruyeron.
El aplastamiento burocrático de la
actividad popular fue la principal causa de la restauración capitalista. Los problemas
económicos ocuparon un lugar secundario. Ciertamente el sistema cargaba con
graves lastres de improductividad, desabastecimiento y escasa variedad de
consumos. Pero no arrastraba ninguno de los dramas del desempleo, el
endeudamiento personal o la explotación que agobian a los trabajadores de
Occidente.
La implosión de la URSS tuvo un
enorme impacto sobre el escenario internacional y la conciencia política de los
trabajadores. Constituyó el principal acontecimiento de las últimas décadas e
indujo a algunos historiadores a caracterizar acertadamente la centuria pasada
como un “siglo corto”, fechado por el surgimiento y desaparición de ese sistema
(1917-1989) (Hobsbawm, 1998: 552-575).
Esa conceptualización del siglo XX
es más adecuada que la mirada de una “centuria larga” propuesta por otros
analistas. Esta visión adopta el auge y declinación de Estados Unidos como
principal referencia para conceptualizar un proceso gestado a fines del siglo
XIX y concluido en las primeras décadas del siglo XXI (Wallerstein, 1992; Aguirre Rojas, 2007).
Al asignarle mayor gravitación a la
pujanza y declive de la potencia hegemónica que a la existencia de la URSS se
pierde de vista la trascendencia histórica de la revolución rusa. El mismo
problema se verifica cuando se atribuye mayor incidencia en la lucha popular al
proceso de descolonización que a la batalla por metas socialistas.
La experiencia legada por el primer
ensayo de gestión estatal no capitalista en gran escala ha sido enorme. Aporta
un cimiento para las futuras batallas por objetivos anticapitalistas. Este
proceso necesariamente incluirá fracasos, que deberán ser revisados sin
sepultar lo realizado. No es muy fructífero suponer que en el futuro los
proyectos de emancipación empezarán desde cero, sin retomar las enseñanzas del
pasado.
Comprender por qué razón se desplomó
la Unión Soviética es la condición para rehabilitar el proyecto socialista. Esa
evaluación exige reconocer la naturaleza no capitalista que tuvo este ensayo
durante un prolongado período. También requiere registrar cómo los ideales
socialistas se disiparon con la estabilización de una burocracia, hostil al
igualitarismo y a la democracia.
Existen variados
enfoques para caracterizar qué fue exactamente la URSS.
¿Era
“comunista”, “socialista”, “un capitalismo de estado”, “un estado obrero
burocratizado”, “una formación burocrática”? Revisamos ese problema en nuestro
libro sobre el tema, pero la principal discusión no gira en torno a cuál fue la
naturaleza exacta de ese sistema. Existe un amplio campo de situaciones
intermedias entre las distintas posiciones en debate (Katz, 2006a: 53-72).
El debate más importante está
referido a la validez de ese intento de construcción socialista (frustrado por
Stalin, Kruschev o Gorbachov). Esa legitimidad se plantea en polémica con
quiénes interpretan que esa empresa nunca debió ensayarse o que fue
irrelevante, ante la simple continuidad del capitalismo bajo un disfraz de
socialismo.
Estos cuestionamientos no se limitan
sólo a los autores neoliberales o keynesianos hostiles al objetivo del
socialismo. También incluye a pensadores que en su etapa de izquierda objetaban
la sensatez del intento anticapitalista, en un país económicamente retrasado
como era Rusia. Partiendo del acertado precepto que el socialismo sólo podrá
realizarse a escala global, suponían que esa construcción nunca debió comenzar
en un país subdesarrollado (Sebreli, 1975: 215-242).
Esa visión retomaba la vieja idea
social-demócrata de imaginar al socialismo como un proceso evolutivo, que
comenzará en las economías más avanzadas y se propagará paulatinamente al resto
del mundo. De hecho suponía un extraño debut socialista desde economías
opulentas que irradiaría luego al conjunto del planeta.
En todas estas controversias es
importante distinguir el debut de la conclusión del proceso transformador. Que
la construcción socialista resulte imposible en un solo país o región, no
invalida su inicio en donde ese cambio sea necesario. Una transformación
pos-capitalista exigirá muchas generaciones y deberá experimentarse en
distintos lugares (Amin, 1988).
Esta discusión remite a viejas
controversias sobre la viabilidad del socialismo en la periferia. La respuesta
negativa solía subrayar la ausencia de condiciones materiales para esa
gestación, omitiendo que el problema se planteó en esas regiones por el
carácter más acentuado de la crisis capitalista. Es un contrasentido afirmar
que el socialismo no es factible en las zonas que más requieren su
instrumentación.
Esta acción debe probarse en los
países y circunstancias que exijan cambios revolucionarios. Si estos procesos
no empiezan donde son requeridos, el ideal socialista nunca podrá ponerse en
práctica.
La construcción de una sociedad
igualitaria seguramente exigirá muchas generaciones y supondrá un funcionamiento
mucho más complejo que la simple “administración de las cosas”, imaginada en
los proyectos iniciales. Pero a través de distintas experiencias cobrará forma
la construcción pos-capitalista. A pesar de sus limitados recursos, la mayor
parte de las economías periféricas cuenta con importantes márgenes para
instrumentar programas populares que comiencen a reducir la desigualdad.
Replanteos y
denominaciones.
Los críticos del proyecto socialista
impugnan la introducción de medidas anticapitalistas en todas las
circunstancias. En las coyunturas de intensa crisis suelen afirmar que la
prioridad es resolver la catástrofe económico-social inmediata y no imaginar
soluciones para el porvenir. En los períodos de alto crecimiento y estabilidad
económica subrayan el carácter innecesario de cualquier transformación
socialista.
Pero en ambas situaciones omiten las
desventuras de pobreza, desempleo y explotación que impone el capitalismo.
También desconocen que la alternativa socialista está concebida para toda una
época y puede comenzar en cualquier fase del ciclo económico. Las experiencias
del siglo pasado indican que los detonantes de la revolución socialista han
estado más ligados a las convulsiones bélicas que al derrumbe productivo.
El desenvolvimiento soviético fue un
ensayo frustrado de socialismo que será revalorizado con el tiempo. Como ha
ocurrido tantas veces en la historia constituyó una anticipación frustrada, que
servirá de fundamento a otros intentos de eliminar la desigualdad. Lo mismo
sucedió con la revolución francesa, que introdujo ideales de igualdad política
plasmados en períodos posteriores a su formulación inicial.
Lo
ocurrido en la URSS
permite notar que los obstáculos para forjar una sociedad de igualdad, justicia
y libertad no son inherentes al género humano. No radican en el egoísmo o en un
desinterés natural del individuo hacia sus semejantes. Son barreras políticas,
sociales e ideológicas. Bajo el capitalismo esas obstrucciones provienen de la
dominación ejercida por la minoría capitalista y en el modelo soviético
derivaron de la regimentación y el papel coercitivo impuesto por la burocracia
gobernante.
La frustración creada por la
implosión de la URSS afectó
duramente la expectativa socialista de varias generaciones de trabajadores.
Pero no es la primera derrota que han sufrido los oprimidos en su larga batalla
contra el capital. La historia de la humanidad se ha desenvuelto en una
sucesión de inesperadas victorias y amargas decepciones. Desde una mirada de
largo plazo, el debut revolucionario de 1917 perdurará como un precedente de la
gesta para liberar al individuo de las cadenas del mercado.
La continuidad de esta batalla exige
especificar el ideal buscado y renovar la utilización de la terminología
socialista. Es un error renunciar a este concepto argumentando que arrastra una
pesada carga de distorsiones, a partir de su asociación con el régimen
represivo vigente en la URSS. Muchos conceptos sufrieron una deformación
semejante y nunca fueron reemplazados.
La bandera de la democracia ha sido
utilizada para todo tipo de tropelías. Es el estandarte predilecto del
imperialismo para justificar sus “intervenciones humanitarias” en todos los
rincones del planeta. Esta usurpación no ha erradicado el uso habitual del
concepto democracia como síntesis de la soberanía popular. Lo mismo ocurre con
el socialismo. Al igual que otros principios centrales de la acción política,
no tiene sustituto para definir el ideario pos-capitalista. Hay términos
irreemplazables para denotar ciertos fenómenos.
Transcurridas dos décadas del
colapso de la URSS, el descrédito de los conceptos socialismo o comunismo ha
perdido relevancia frente a su contraparte capitalista. Especialmente después
de la crisis del 2008, esta última denominación es crecientemente identificada
con el desempleo, la pobreza y la desigualdad. El ingenuo embellecimiento del
capitalismo que intentó el neoliberalismo a principio de los años 90 ha quedado
severamente golpeado.
Retomar la identidad socialista no
sólo es posible y conveniente frente a la pérdida de credibilidad de los
cuestionamientos neoliberales. También es importante para lidiar con las
concepciones fatalistas, que auguran una inexorable continuidad del
capitalismo. Esa visión resalta la inexistencia de horizontes socialistas
inmediatos, deduciendo de este dato la perdurabilidad del régimen vigente. (2)
Durante años el marxismo fue acusado
de postular una ley de la historia determinante del destino socialista. Esta
misma objeción debería ser extendida en la actualidad a los abogados de la eternidad
capitalista. Si no existe un desemboque inevitable de la evolución humana en el
devenir comunista, tampoco cabe imaginar la interminable recreación de un
régimen de competencia por beneficios surgidos de la explotación.
Marxismo
latinoamericano.
Los balances de experiencias
internacionales y regionales socialistas recobraron interés en América Latina
en la última década. Las victorias de
los años 60 (Cuba), las derrotas de los 70 (Chile) y las frustraciones de
los 80 (Nicaragua) comenzaron a ser
evaluadas en un nuevo escenario. El socialismo ha reaparecido como proyecto en
Venezuela y Bolivia, recupera nuevas modalidades en Cuba y ha sido concebido a
escala regional por el ALBA.
En todos los casos vuelve a
reaparecer la necesidad de una confluencia de la izquierda regional con el
nacionalismo revolucionario. Ese empalme es un resultado de la incidencia del
antiimperialismo en todos los proyectos de transformación social. La batalla
contra el intervencionismo estadounidense determina esas convergencias.
La lucha por el socialismo siempre
fue concebida en América Latina en un plano regional. Pero esta dimensión se
tornó más gravitante en los últimos años. Salta a la vista que en la actualidad
cualquier proyecto estratégico debe ser planteado a ese nivel. Las clases
dominantes formulan sus políticas en ese terreno y los sectores populares no
pueden restringir sus iniciativas al campo meramente nacional.
En los últimos años el ALBA aportó una interesante propuesta
regional con horizontes socialistas. Promueve formas de integración solidaria,
contrapuestas a los Tratados neoliberales de Libre Comercio y diferenciadas del
regionalismo capitalista del MERCOSUR.
Postula medidas para avanzar en la soberanía financiera (moneda común),
alimenticia (reformas agrarias y rechazos del agro-negocio) y energética (Petrocaribe, Petrosur).
El ALBA incentiva auditorías de la
deuda externa, exige acelerar la concreción del Banco del Sur, alienta la
creación de un fondo de estabilización cambiaria regional y sugiere coordinar el
manejo regional de las reservas y los movimientos de capitales. Este tipo de
medidas podrían aportar una base común para los procesos políticos radicales,
que determinaría un sólido basamento para un futuro socialista (Katz, 2006b:
65-107).
La unidad popular de América Latina
es una meta ordenadora del proyecto socialista en nuestra región. Se inscribe
en una batalla de dos centurias para conquistar el objetivo pendiente de la
Segunda Independencia.
Al igual que en Europa existe
actualmente en América Latina una
referencia estratégica de unidad continental. Pero en el Nuevo Continente esa
meta constituye un objetivo irrealizado de larga data. No surgió como respuesta
a guerras interiores por la supremacía imperial, ni apareció para forjar un
bloque competitivo en la disputa global por los mercados.
El proyecto de unidad
latinoamericana tampoco está corroído por la variedad de exigencias
soberanistas que impera en Europa. Es ajeno a demandas separatistas por
autonomías vulneradas o a rivalidades por la tajada de un presupuesto
continental.
La aspiración unitaria regional en América Latina tiene otras raíces.
Deriva de la existencia de estructuras nacionales históricamente incompletas y
obstruidas por la dominación imperial.
El objetivo de la emancipación continental
fue retomado por los teóricos del marxismo latinoamericano, que reivindicaron
la gesta de la Independencia (San Martín y Bolívar), la fórmula de construir
Nuestra América (Martí) y la necesidad de considerar las especificidades nacionales
(Mella, Mariátegui).
Pero este regionalismo también
confluye con una veta internacionalista, que el socialismo latinoamericano
desarrolló con gran intensidad desde la revolución cubana. Esta inclinación
impulsó la creación de organismos revolucionarios continentales como la OLAS,
generó las conferencias Tricontinentales y se verificó en misiones de
solidaridad militante en varias partes del mundo. En la última década este
legado reapareció tangencialmente en las distintas iniciativas que concibió Chávez, para crear alguna organización
socialista sucesora de la I, II, III y IV Internacional.
América Latina ha sido también desde
el 2001 el principal escenario de los Foros Sociales Mundiales. Esos eventos
impulsaron la protesta global contra el capitalismo mundializado y confrontaron
directamente con las cumbres anuales que realizan en Davos las corporaciones más transnacionalizadas.
El marxismo latinoamericano actual
remarca esta dimensión global del capitalismo contemporáneo y la consiguiente
necesidad de acciones comunes de todos los explotados y subyugados del planeta.
Pero también percibe que esa confluencia de los oprimidos no surgirá en forma
espontánea o contraponiendo solamente los intereses comunes de los desposeídos
con las conveniencias globales de los capitalistas.
Las tradiciones nacionales y
regionales diferenciadas mantienen una influencia decisiva y el socialismo
actual recupera la necesaria convergencia de procesos de emancipación nacional
y social. Busca relanzar un proyecto con raigambres nacionales y respuestas
mundiales al capitalismo globalizado. Encarna la mayor esperanza del siglo XXI y aporta una brújula
para todos los pueblos que anhelan la igualdad y justicia.
*****
Claudio
Katz es
economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI.
Notas:
1) Dos caracterizaciones de ese proceso en: Bensaid (2003) y Anderson (2002).
2) Un ejemplo en: Fiori, (2009).
1) Dos caracterizaciones de ese proceso en: Bensaid (2003) y Anderson (2002).
2) Un ejemplo en: Fiori, (2009).
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