Pero el rechazo hacia Podemos es más oscuro, más
sincero. La irrupción de Podemos obliga a cuestionar la arquitectura institucional
sobre la que se ha construido el sistema democrático en los últimos 40 años.
Además pone en entredicho la supuesta solvencia de un esquema de certezas
basado en los paradigmas convencionales de adhesión a la izquierda y la derecha
ideológica europea. Pero más importante
todavía, por una vez la propuesta programática de un partido político con opciones
de gobernar no lleva el sello del paternalismo. Más bien la nueva formación trae consigo el reconocimiento de la
sacudida como método estratégico, al que tanto miedo tenemos no por la crueldad
de su agitar sino por la fuerza de sus consecuencias.
El huracán Podemos va más allá de sí mismo. Su
secreto le trasciende. Su presencia nos interpela. A cierta sección de la izquierda tradicional, que podamos poder nos
asusta. El pataleo de tantos años por la
mayoría de edad despreciada nos imposibilitó abandonar el estigma
identitario de la dependencia. La
Dictadura y la Transición españolas nos hicieron cantores de salmos pero no
profetas. Sin darnos cuenta aplaudimos durante años la tonada que nos ataba a
idéntico perpetuo estribillo. Se mira
por encima del hombro. Se sospecha. ¿Quiénes se creen estos de Podemos, que
se piensan que pueden? No nosotros, claro está. Los luchadores por la igualdad, la justicia y la libertad no podemos,
nunca hemos podido, es definición nuestra no poder: es imposible que este nuevo partido pertenezca
a nuestra estirpe, pues pueden. Peor aún, quieren poder.
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ESPAÑA: PODEMOS Y
EL MIEDO A PODER.
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Carlos de la Rosa de la Vega.
7 Días. Rebelión martes 6 de enero del 2015.
Nada más reconfortante que
hacer honra de las propias limitaciones, especialmente cuando sólo la fuerza de
un desquite puede devolvernos la autoestima robada. “Si estoy desesperado ¡a mí
qué me importa!” dijo el premio Nobel polaco de los campos de exterminio, concentrando
toda su atención en no perder de vista la nueva ruta que se abre tras la
aparente falta de concordancia. Pero el arrojo de Günther Anders no es la norma
a la que nos tiene acostumbrados la historia. Y sobre todo no es un duelo que
estemos nosotros dispuestos a protagonizar. Devenir griegos nos sigue
pareciendo una empresa todavía demasiado inconmensurable. Hasta cierto punto
incomprensible.
Más de siete han sido,
hasta la fecha, las décadas perdidas de España. No los amplios campos de
Castilla; no la rica trayectoria histórica que nuestros propios haitianos
cultivaron y cultivan en la mitad sur de la Península a través de la denostada
cultura romaní; no el Hollywood de la literatura representada en el
mayoritariamente desconocido Siglo de Oro español. España se viene articulando
casi en los últimos cien años a través de las fracturas sociales y de
significado simbólico que han supuesto la precarización de las condiciones
familiares y laborales de las clases trabajadoras (¿a qué clase social pertenecen
porcentualmente las familias desestructuradas?); la predominancia del capital
financiero sobre el capital productivo desde que el banquero Juan March diera
el respaldo económico necesario al golpe antidemocrático del general Francisco
Franco, que arrastra hasta hoy el abandono del estado Español a la pequeña y
mediana empresa y el abrazo de privilegio hacia la grandes corporaciones
financieras; la marca España de Ladrillo y Playa, paradigma del enfangamiento
generacional, elaborado y bendecido por los padres de la patria, esas
quinientas familias que designan el camino de la nación, lo mismo antes que
después de la democracia.
España se ha construido
económica y significativamente en base al saqueo de la riqueza nacional a
través de las privatizaciones de las empresas públicas mejor posicionadas
estratégicamente en sectores clave de la economía, siempre productoras de
amplias ganancias que repercutían positivamente en la generalidad social: las
telecomunicaciones a través de Telefónica; la banca por medio de la
privatización del Banco público Argentaria; la energía a través de la venta
escalonada de Endesa; la privatización de la administración de la red nacional
de ferrocarriles con Adif; la puesta en venta de la gestión de los aeropuertos
españoles mediante el reparto torticero de AENA; el intento fallido de hacer lo
propio con el sistema nacional de loterías del Estado, etc. Sorprendentemente,
procesos todos llevados a cabo por los gobiernos más “progresistas” de la
democracia sufridos por el país, ya fuera de la mano de Felipe González, ya de
José Luís Rodríguez Zapatero, ambos pertenecientes al partido de
centro-izquierda, el PSOE. Comienza el refrán que teniendo amigos así…
Cercano o no a las insuflas
grandilocuentes, consecuencia o no de un seguimiento mediático sin precedentes
en los últimos años, la realidad es que Podemos es la primera fuerza política
con posibilidad de dignificar las condiciones de vida de las clases
trabajadoras y asalariadas en España desde el golpe de Estado derechista de
1936. La oportunidad Podemos es inédita en el país en los últimos 80 años. No
es raro por tanto que su irrupción produzca incomodidades incluso en las
fuerzas políticas y sociales que tradicionalmente se autoproclamaron como las
promotoras del cambio social.
El rechazo hacia Podemos se
presenta la mayor parte de las veces como un fenómeno visceral. Nace en las
profundidades de las emociones. No parte como se insinúa del miedo a políticas
económicas que se desvíen del fruto deseado, como si aún pudiéramos defender de
las actuales algún beneficio oculto, ni del temor a la pérdida de democracia en
lo interno de los partidos políticos o en los centros de decisión del poder
gubernamental, como si por arte de magia pudiésemos empezar a sentir nostalgia
de un sabor al que nunca fuimos llamados a saborear.
Pero el rechazo hacia
Podemos es más oscuro, más sincero. La irrupción de Podemos obliga a cuestionar
la arquitectura institucional sobre la que se ha construido el sistema
democrático en los últimos 40 años. Además pone en entredicho la supuesta
solvencia de un esquema de certezas basado en los paradigmas convencionales de
adhesión a la izquierda y la derecha ideológica europea. Pero más importante
todavía, por una vez la propuesta programática de un partido político con opciones
de gobernar no lleva el sello del paternalismo. Más bien la nueva formación
trae consigo el reconocimiento de la sacudida como método estratégico, al que
tanto miedo tenemos no por la crueldad de su agitar sino por la fuerza de sus
consecuencias.
El huracán Podemos va más
allá de sí mismo. Su secreto le trasciende. Su presencia nos interpela. A
cierta sección de la izquierda tradicional, que podamos poder nos asusta. El
pataleo de tantos años por la mayoría de edad despreciada nos imposibilitó abandonar
el estigma identitario de la dependencia. La Dictadura y la Transición
españolas nos hicieron cantores de salmos pero no profetas. Sin darnos cuenta
aplaudimos durante años la tonada que nos ataba a idéntico perpetuo estribillo.
Se mira por encima del hombro. Se sospecha. ¿Quiénes se creen estos de Podemos,
que se piensan que pueden? No nosotros, claro está. Los luchadores por la
igualdad, la justicia y la libertad no podemos, nunca hemos podido, es
definición nuestra no poder: es imposible que este nuevo partido pertenezca a
nuestra estirpe, pues pueden. Peor aún, quieren poder.
Por una vez no se trata de
elucubrar sobre el Gobierno de Unidad Popular liderado por Salvador Allende, ni
siquiera de la rectísima o degeneradísima línea del PIR en su oposición al
presidente. Ya no es el movimiento argelino del Frente de Liberación Nacional,
ni las certeras flechas de Fanon y Sartre. No es la guerra de las Malvinas ni
la mano de Dios en el Mundial del 86. No se trata de ensalzar el sindicalismo
de mono azul del norte de Europa ni del menosprecio hacia el asociacionismo
francés en el sector agrícola. No es Thomas Sankara tocando la guitarra; no es
lo rústico del movimiento Chipko en la India ni la incisiva mirada feminista de
las combatientes de las FARC; no es Stonewall, no es Martí.
Es algo más concreto si
cabe, más desconcertantemente nuestro: por una vez es España. Esa
insignificancia sobre la que durante años se nos olvidó pensar. Nuestro país es
el fantasma que llevamos arrastrando décadas, pesado y castrante. Histórico
respingo cuando poco a poco empecemos a comprender que las manos que hace tanto
tiempo aprietan nuestro cuello son al tacto nuestras propias manos. No
despertar demasiado tarde es lo único que nos permitirá escapar de la erótica
de la victimización, ebrios de la misma letrilla lastimera, con la música
robada al menor de los Machado, sobre aquel perverso ideal que un día nos rondó: soñado país
sin derrotas ni temores, oh maravilla, España sin españoles.
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