Hay que reconocer que
ninguno de los graves problemas de la humanidad se puede resolver sin
interacción entre los Estados y los pueblos a nivel internacional. Todo
acto de envergadura realizado en una parte del planeta repercute en todo en
términos económicos, ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la
violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen
de una responsabilidad común. Si
realmente queremos un cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra
interdependencia, es decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción
no es sinónimo de imposición, no es subordinación de unos en función de los
intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países
pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra
violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males que vienen de la
mano… precisamente porque al poner la periferia en función del centro les niega
el derecho a un desarrollo integral. Y
eso, hermanos es inequidad y la inequidad genera violencia que no habrá
recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO, entonces, a
las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos SÍ al encuentro entre
pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema
importante. Porque alguno podrá decir, con derecho, que “cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de
ciertas acciones de la Iglesia”. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y
graves pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo
han reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal
Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido
que la Iglesia –y cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón
por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula
Incarnationis mysterium, 11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo fue san Juan
Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la
propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la
llamada conquista de América. Y
junto, junto a este pedido de perdón y para ser justos, también quiero que
recordemos a millares de sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la
lógica de la espada con la fuerza de la Cruz. Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso
pedimos perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde
hubo abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que
defendieron la justicia de los pueblos originarios.
Les pido también a
todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de tantos Obispos, sacerdotes
y laicos que predicaron y predican la buena noticia de Jesús con
coraje y mansedumbre, respeto y en paz –dije obispos, sacerdotes, y laicos, no
me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien–,que
en su paso por esta vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de
amor, muchas veces junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios
movimientos populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la identidad de los
pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en otros países
algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria, porque nuestra
fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy vemos con espanto como
en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue, se tortura, se asesina
a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso también debemos denunciarlo:
dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie
–fuerzo la palabra– de genocidio en marcha que debe cesar.
/////
DISCURSO DEL PAPA FRANCISCO ANTE LOS MOVIMIENTOS POPULARES EN SANTA
CRUZ, BOLIVIA.
*****
Francisco
en Nuestra América.
Discurso del papa Francisco durante el II encuentro
mundial de movimientos populares en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia:
Pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia sino
por los crímenes contra los pueblos originarios durante la llamada conquista de
América.- Papa Francisco
Hermanas
y hermanos, buenas tardes.
Hace algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón y en mis
oraciones. Y me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los mejores caminos
para superar las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en
todo el mundo. Gracias Señor Presidente Evo Morales por acompañar tan
decididamente este Encuentro.
Aquella vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed
de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo mismo. Gracias
por eso. También he sabido por medio del Pontificio Consejo Justicia y Paz, que
preside el Cardenal Turkson, que son muchos en la Iglesia los que se sienten
más cercanos a los movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con
las puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre sistematizar
en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz, una colaboración real,
permanente y comprometida con los movimientos populares. Los invito a todos,
Obispos, sacerdotes y laicos, junto a las organizaciones sociales de las
periferias urbanas y rurales, a profundizar ese encuentro.
Dios permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios
escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la
de Ustedes: las famosas tres “t”,tierra, techo y trabajo para todos nuestros
hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena,
vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en
América Latina y en toda la tierra.
1. Primero de todo. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio.
Quiero aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los problemas
comunes de todos los latinoamericanos y, en general, también de toda la
humanidad. Problemas que tienen una matriz global y que hoy ningún Estado puede
resolver por sí mismo. Hecha esta aclaración, propongo que nos hagamos estas
preguntas:
— ¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo donde hay
tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo, tantos trabajadores
sin derechos, tantas personas heridas en su dignidad?
— ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas guerras
sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de nuestros barrios?
¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el suelo, el agua, el aire y
todos los seres de la creación están bajo permanente amenaza?
Entonces, si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos
un cambio.
Ustedes –en sus cartas y en nuestros encuentros– me han relatado las
múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad laboral, en
cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan diversas como tantas y
diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin embargo, un hilo invisible que
une cada una de exclusiones. No están aisladas, están unidas por un hilo
invisible. ¿Podemos reconocerlo? Porque no se trata de cuestiones aisladas. Me
pregunto si somos capaces de reconocer que esas realidades destructoras
responden a un sistema que se ha hecho global. ¿Reconocemos que ese sistema ha
impuesto la lógica de las ganancias a cualquier costo sin pensar en la
exclusión social o la destrucción de la naturaleza?
Si esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un cambio
real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan
los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las
comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo aguanta la Tierra, la
hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago
chico, en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al mundo
entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a
los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los
Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la
exclusión y de la indiferencia.
Quisiera hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y
necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los problemas del
cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un cambio en otro sentido.
Un cambio positivo, un cambio que nos haga bien, un cambio –podríamos decir–
redentor. Porque lo necesitamos. Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo
ustedes: en los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que
existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos los
Pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más reducida que cree
beneficiarse con este sistema reina la insatisfacción y especialmente la
tristeza. Muchos esperan un cambio que los libere de esa tristeza
individualista que esclaviza.
El tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera agotando;
no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos ensañamos con
nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo que hace ya desde mucho
tiempo denuncian los humildes: se están produciendo daños tal vez irreversibles
en el ecosistema. Se está castigando a la tierra, a los pueblos y a las
personas de un modo casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y
destrucción, se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los
primeros teólogos de la Iglesia– llamaba “el estiércol del diablo”. La ambición
desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es “el estiércol del diablo”. El
servicio para el bien común queda relegado. Cuando el capital se convierte en
ídolo y dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el
dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al
hombre, lo convierte en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta
pueblo contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común, la hermana y madre tierra.
No quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil
dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas
estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos cierto
exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo charlatán o a
regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra de cada día, creemos que no
hay nada que se puede hacer salvo cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de
la familia y los afectos.
¿Qué puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a
tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo artesano,
vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si ni siquiera tengo
derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo, campesina, indígena, pescador que
apenas puedo resistir el avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué
puedo hacer yo desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando
soy diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese estudiante, ese
joven, ese militante, ese misionero que patea las barriadas y los parajes con
el corazón lleno de sueños pero casi sin ninguna solución para sus problemas?
Pueden hacer mucho. Pueden hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los
explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles
que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su
capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda
cotidiana de “las tres t”, ¿de acuerdo? (trabajo, techo y tierra) y también, en
su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, cambios
nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!
2. Segundo. Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado
una frase que me gusta mucho: “proceso de cambio”. El cambio concebido no como
algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción política o porque se
instauró tal o cual estructura social. Dolorosamente sabemos que un cambio de
estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes
y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la imagen del
proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por regar serenamente lo
que otros verán florecer, remplaza la ansiedad por ocupar todos los espacios de
poder disponibles y ver resultados inmediatos. La opción es por generar
procesos y no por ocupar espacios. Cada uno de nosotros no es más que parte de
un todo complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por
una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por “vivir bien”,
dignamente, en ese sentido.
Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre
motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social.
Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del campesino amenazado,
del trabajador excluido, del indígena oprimido, de la familia sin techo, del
migrante perseguido, del joven desocupado, del niño explotado, de la madre que
perdió a su hijo en un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico,
del padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud; cuando
recordamos esos “rostros y esos nombres” se nos estremecen las entrañas frente
a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos conmovemos… Porque “hemos visto y
oído”, no la fría estadística sino las heridas de la humanidad doliente,
nuestras heridas, nuestra carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta
o la indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro para
movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se comprende
únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que sólo los pueblos
entienden y que da su mística particular a los verdaderos movimientos
populares.
Ustedes viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han
hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde Buenos Aires,
y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos, trabajan muchas veces en lo
pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no
se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que
excluye, degrada y mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y
la agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la
dignificación de la economía popular, por la integración urbana de sus villas y
asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y el desarrollo de
infraestructura barrial, y en tantas actividades comunitarias que tienden a la
reafirmación de algo tan elemental e innegablemente necesario como el derecho a
“las tres t”: tierra, techo y trabajo.
Ese arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse
en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus miserias, porque
las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos, es lo que permite ejercer el
mandato del amor, no a partir de ideas o conceptos sino a partir del encuentro
genuino entre personas, necesitamos instaurar esta cultura del encuentro,
porque ni los conceptos ni las ideas se aman, nadie ama un concepto, nadie ama
una idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge del amor
a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y comunidades… rostros, rostros
y nombres que llenan el corazón. De esas semillas de esperanza sembradas
pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de
ternura que lucha por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán
árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este
mundo.
Veo con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes;
pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la arboleda.
Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad sectorial que cada
uno de ustedes representa y a la que felizmente está arraigado, sino que
también buscan resolver de raíz los problemas generales de pobreza, desigualdad
y exclusión.
Los felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación de
sus legítimos derechos, los Pueblos y organizaciones sociales construyan una
alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del
cambio. Que Dios les dé coraje, les dé alegría, les de perseverancia y pasión
para seguir sembrando. Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los
frutos. A los dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a
lo cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles,
promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si ustedes
construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales y la experiencia viva
de sus hermanos, de los campesinos e indígenas, de los trabajadores excluidos y
las familias marginadas, seguramente no se van a equivocar.
La Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio del
Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una enorme tarea
acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el mundo, junto a
cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo viviendas, trabajando
abnegadamente en los campos de salud, el deporte y la educación. Estoy convencido
que la colaboración respetuosa con los movimientos populares puede potenciar
estos esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde muchacha de
un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran imperio, una madre sin
techo que supo transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos
pañales y una montaña de ternura. María es signo de esperanza para los pueblos
que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Yo rezo a la Virgen
María, tan venerada por el pueblo boliviano para que permita que este Encuentro
nuestro sea fermento de cambio.
3. Tercero. Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas
importantes para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo
para el bien de todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos. Queremos un
cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de los gobiernos, los
movimientos populares y otras fuerzas sociales, eso también lo sabemos. Pero no
es tan fácil definir el contenido del cambio, podría decirse, el programa
social que refleje este proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es
fácil de definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el
Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la realidad
social ni la propuesta de soluciones a problemas contemporáneos. Me atrevería a
decir que no existe una receta. La historia la construyen las generaciones que
se suceden en el marco de pueblos que marchan buscando su propio camino y
respetando los valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera, sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el
decisivo aporte del conjunto de los movimientos populares.
3.1. La primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los
seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero. Digamos NO
a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero reina en lugar de
servir. Esa economía mata. Esa economía excluye. Esa economía destruye la Madre
Tierra.
La economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la adecuada
administración de la casa común. Eso implica cuidar celosamente la casa y
distribuir adecuadamente los bienes entre todos. Su objeto no es únicamente
asegurar la comida o un “decoroso sustento”. Ni siquiera, aunque ya sería un
gran paso, garantizar el acceso a “las tres t” por las que ustedes luchan. Una
economía verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de inspiración
cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad, «prosperidad sin exceptuar
bien alguno» (Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra [15 mayo 1961], 3: AAS
53 [1961], 402). Esta última frase la dijo el Papa Juan XXIII hace cincuenta
años. Jesús dice en el Evangelio que aquél que le dé espontáneamente un vaso de
agua al que tiene sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los Cielos. Esto
implica “las tres t”, pero también acceso a la educación, la salud, la
innovación, las manifestaciones artísticas y culturales, la comunicación, el
deporte y la recreación. Una economía justa debe crear las condiciones para que
cada persona pueda gozar de una infancia sin carencias, desarrollar sus
talentos durante la juventud, trabajar con plenos derechos durante los años de
actividad y acceder a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía
donde el ser humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema de
producción y distribución para que las capacidades y las necesidades de cada
uno encuentren un cauce adecuado en el ser social. Ustedes, y también otros
pueblos, resumen este anhelo de una manera simple y bella: “vivir bien”, que no
es lo mismo de “pasarla bien”.
Esta economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible. No
es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente realista.
Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo, fruto del trabajo
intergeneracional de los pueblos y los dones de la creación, son más que
suficientes para el desarrollo integral de «todos los hombres y de todo el
hombre» (Pablo VI, Carta enc. Popolorum progressio [26 marzo 1967], 14: AAS59
[1967], 264). El problema, en cambio, es otro. Existe un sistema con otros
objetivos. Un sistema que además de acelerar irresponsablemente los ritmos de
la producción, además de implementar métodos en la industria y la agricultura
que dañan a la Madre Tierra en aras de la “productividad”, sigue negándoles a
miles de millones de hermanos los más elementales derechos económicos, sociales
y culturales. Ese sistema atenta contra el proyecto de Jesús, contra la Buena
Noticia que trajo Jesús.
La distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es
mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la carga es aún más
fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles a los pobres y a los pueblos
lo que les pertenece. El destino universal de los bienes no es un adorno
discursivo de la doctrina social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la
propiedad privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos
naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos. Y
estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con dejar caer algunas
gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca derrama por si sola. Los
planes asistenciales que atienden ciertas urgencias, sólo deberían pensarse
como respuestas pasajeras, coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera
inclusión: ésa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y
solidario.
Y en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no sólo
exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes son poetas
sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de
alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial.
He conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores unidos
en cooperativas y otras formas de organización comunitaria lograron crear
trabajo donde sólo había sobras de la economía idolátrica. Y vi que algunos
están aquí. Las empresas recuperadas, las ferias francas y las cooperativas de
cartoneros son ejemplos de esa economía popular que surge de la exclusión y, de
a poquito, con esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la
dignifican. Y ¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal
sean explotados como esclavos!
Los gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al
servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento, mejoramiento,
coordinación y expansión de estas formas de economía popular y producción
comunitaria. Esto implica mejorar los procesos de trabajo, proveer
infraestructura adecuada y garantizar plenos derechos a los trabajadores de
este sector alternativo. Cuando Estado y organizaciones sociales asumen juntos
la misión de «las tres t» se activan los principios de solidaridad y
subsidiariedad que permiten edificar el bien común en una democracia plena y
participativa.
3.2. La segunda tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz y la
justicia.
Los pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino. Quieren
transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren tutelajes ni
injerencias donde el más fuerte subordina al más débil. Quieren que su cultura,
su idioma, sus procesos sociales y tradiciones religiosas sean respetados.
Ningún poder fáctico o constituido tiene derecho a privar a los países pobres
del pleno ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de
colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de justicia
porque «la paz se funda no sólo en el respeto de los derechos del hombre, sino
también en los derechos de los pueblos particularmente el derecho a la independencia»
(Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la
Iglesia, 157).
Los pueblos de Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia
política y, desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y
llena de contradicciones intentando conquistar una independencia plena.
En estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países
latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos. Los
gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su soberanía, la
de cada país, la del conjunto regional, que tan bellamente, como nuestros
Padres de antaño, llaman la “Patria Grande”. Les pido a ustedes, hermanos y
hermanas de los movimientos populares, que cuiden y acrecienten esta unidad.
Mantener la unidad frente a todo intento de división es necesario para que la
región crezca en paz y justicia.
A pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan contra
este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de los países de la “Patria
Grande” y otras latitudes del planeta. El nuevo colonialismo adopta diversas
fachadas. A veces, es el poder anónimo del ídolo dinero: corporaciones,
prestamistas, algunos tratados denominados «de libre comercio» y la imposición
de medidas de «austeridad» que siempre ajustan el cinturón de los trabajadores
y los pobres. Los obispos latinoamericanos lo denunciamos con total claridad en
el documento de Aparecida cuando seafirma que «las instituciones financieras y
las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías
locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más
impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus
poblaciones» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano [2007],
Documento Conclusivo, Aparecida, 66). En otras ocasiones, bajo el noble ropaje
de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo –graves males
de nuestros tiempos que requieren una acción internacional coordinada– vemos
que se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución
de esas problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del mismo modo, la concentración monopólica de los medios de comunicación
social que pretende imponer pautas alienantes de consumo y cierta uniformidad
cultural es otra de las formas que adopta el nuevo colonialismo. Es el
colonialismo ideológico. Como dicen los Obispos de África, muchas veces se
pretende convertir a los países pobres en «piezas de un mecanismo y de un
engranaje gigantesco» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in
Africa [14 septiembre 1995], 52: AAS 88 [1996], 32-33; Id., Cart enc.
Sollicitudo rei socialis [30 diciembre 1987], 22: AAS 80 [1988], 539).
Hay que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se
puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a nivel
internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte del planeta
repercute en todo en términos económicos, ecológicos, sociales y culturales.
Hasta el crimen y la violencia se han globalizado. Por ello ningún gobierno
puede actuar al margen de una responsabilidad común. Si realmente queremos un
cambio positivo, tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es
decir, nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de
imposición, no es subordinación de unos en función de los intereses de otros.
El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los países pobres a meros
proveedores de materia prima y trabajo barato, engendra violencia, miseria, migraciones
forzadas y todos los males que vienen de la mano… precisamente porque al poner
la periferia en función del centro les niega el derecho a un desarrollo
integral. Y eso, hermanoses inequidad y la inequidad genera violencia que no
habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de detener.
Digamos NO, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos
SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan por la paz.
Y aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá decir,
con derecho, que “cuando el Papa habla del colonialismo se olvida de ciertas
acciones de la Iglesia”. Les digo, con pesar: se han cometido muchos y graves
pecados contra los pueblos originarios de América en nombre de Dios. Lo han
reconocido mis antecesores, lo ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal
Latinoamericano y también quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido
que la Iglesia –y cito lo que dijo él– «se postre ante Dios e implore perdón
por los pecados pasados y presentes de sus hijos» (Juan Pablo II, Bula
Incarnationis mysterium, 11). Y quiero decirles, quiero ser muy claro, como lo
fue san Juan Pablo II: pido humildemente perdón, no sólo por las ofensas de
la propia Iglesia sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante
la llamada conquista de América. Y junto, junto a este pedido de perdón y para
ser justos, también quiero que recordemos a millares de sacerdotes, obispos,
que se opusieron fuertemente a la lógica de la espada con la fuerza de la Cruz.
Hubo pecado, hubo pecado y abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos
perdón, y pido perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo
abundante pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que
defendieron la justicia de los pueblos originarios.
Les pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de
tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la buena noticia
de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz –dije obispos, sacerdotes,
y laicos, no me quiero olvidar de las monjitas que anónimamente patean nuestros
barrios pobres llevando un mensaje de paz y de bien–,que en su paso por esta
vida dejaron conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces
junto a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos populares
incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas, son una parte de la
identidad de los pueblos en latinoamericana. Identidad que tanto aquí como en
otros países algunos poderes se empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es
revolucionaria, porque nuestra fe desafía la tiranía del ídolo dinero. Hoy
vemos con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se persigue,
se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe en Jesús. Eso
también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera guerra mundial en cuotas
que vivimos, hay una especie –fuerzo la palabra– de genocidio en marcha que
debe cesar.
A los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano, déjenme
trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar la conjunción de sus
pueblos y culturas, eso –conjunción de pueblos y culturas– eso que a mí me
gusta llamar poliedro, una forma de convivencia donde las partes conservan su
identidad construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece
la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la reafirmación de
los derechos de los pueblos originarios con el respeto a la integridad
territorial de los Estados nos enriquece y nos fortalece a todos.
3.3. Y la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy,
es defender la Madre Tierra.
La casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada, vejada
impunemente. La cobardía en su defensa es un pecado grave. Vemos con decepción
creciente como se suceden una tras otras las cumbres internacionales sin ningún
resultado importante. Existe un claro, definitivo e impostergable imperativo
ético de actuar que no se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos
intereses –que son globales pero no universales– se impongan, sometan a los
Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la creación. Los
Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a movilizarse, a exigir
–pacifica pero tenazmente– la adopción urgente de medidas apropiadas. Yo les
pido, en nombre de Dios, que defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me he
expresado debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les será
dada al finalizar.
4. Para finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad
no está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes potencias y
las élites. Está fundamentalmente en manos de los Pueblos; en su capacidad de
organizarse y también en sus manos que riegan con humildad y convicción este
proceso de cambio. Los acompaño. Y cada uno, repitámonos desde el corazón:
ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador
sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna persona sin dignidad, ningún
niño sin infancia, ningún joven sin posibilidades, ningún anciano sin una
venerable vejez. Sigan con su lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre
Tierra. Créanme, y soy sincero, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con
ustedes y quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga,
que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles abundantemente
esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la esperanza. Y una cosa
importante: la esperanza no defrauda. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de
ustedes no puede rezar, con todo respeto, le pido que me piense bien y me mande
buena onda. Gracias.
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