LA IZQUIERDA
LATINOAMERICANA SE MUEVE A LA DERECHA.
*****
Immanuel Wallerstein.
La Jornada lunes 13 de
julio del 2015.
En más o menos los últimos
15 años hemos visto la ocurrencia de un importante viraje en la orientación
política de América Latina. En un gran número de países los partidos de
izquierda llegaron al poder. Sus programas han enfatizado la redistribución de los
recursos para auxiliar a los segmentos más pobres de la población. Han buscado
también crear y fortalecer aquellas estructuras regionales que incluyeran a
todos los países de América Latina y el Caribe, pero excluyendo a Estados
Unidos y Canadá.
De inicio, estos partidos
tuvieron el logro de reunir a múltiples grupos y movimientos que buscaban
apartarse de los partidos tradicionales orientados a la política de derecha y a
los vínculos cercanos con Estados Unidos. Buscaron probar, como afirma el lema
del Foro Social Mundial, que otro mundo es posible.
Los iniciales entusiasmos
colectivos comenzaron a desvanecerse en múltiples frentes. Elementos de la
clase media comenzaron a sentirse más y más perturbados no sólo por la rampante
corrupción en los gobiernos de izquierda, sino también por los modos más y más
ásperos en que estos gobiernos tratan a las fuerzas de oposición. Este viraje a
la derecha de algunos simpatizantes iniciales de un cambio de
izquierda es normal, en el sentido de que es común que esto ocurra en todas
partes.
No obstante, estos países enfrentan
un problema mucho más importante. Hay, y siempre ha habido, esencialmente dos
izquierdas latinoamericanas, no una. De ellas, una está compuesta por aquellas
personas y aquellos movimientos que desean remontar los más bajos estándares de
vida en los países del Sur, utilizando el poder del Estado para modernizar la
economía y, por tanto, ponerse al corriente respecto de los países del
Norte.
La segunda, bastante
diferente, está compuesta por aquellas clases más bajas que temen esa modernización,
que no mejorará las cosas sino que las pondrá peor, al incrementar las brechas
internas entre los más acomodados y los estratos más bajos del país.
En América Latina, este
último grupo incluye las poblaciones indígenas, es decir, aquellas cuya
presencia data de antes de que varias potencias europeas enviaran sus tropas y
sus colonos al hemisferio occidental. También incluye a las poblaciones
afrodescendientes, es decir, a quienes fueron traídos de África como esclavos
por los europeos.
Estos grupos comenzaron a
hablar de promover un cambio civilizatorio basado en el buen vivir. Estos
segmentos sociales arguyen en favor del mantenimiento de modos tradicionales de
vida controlados por las poblaciones locales.
Estas dos visiones –la de
la izquierda modernizante y la de quienes proponen el buen vivir– pronto
comenzaron a chocar, a chocar seriamente. Así, si en las primeras elecciones
que ganó la izquierda las fuerzas de izquierda contaron con el respaldo de los
movimientos de las capas empobrecidas, eso ya no fue cierto en las subsecuentes
elecciones. ¡Muy por el contrario! Conforme transcurrió el tiempo, los dos
grupos hablaron más y más acremente y dejaron de comprometerse unos con otros.
El resultado neto de esta
partición es que ambos grupos –los partidos de izquierda y las clases más
bajas– se movieron a la derecha. Los representantes de las clases más bajas se
vieron aliados de facto con las fuerzas derechistas. Su demanda
central comenzó a ser el derrocamiento de los partidos de izquierda, sobre todo
del líder. Esto fue algo que podría haber resultado, con toda claridad, en el
advenimiento al poder de gobiernos derechistas que no están más interesados en
el buen vivir que los partidos de izquierda.
Entretanto, los partidos de
izquierda promovieron políticas desarrollistas que ignoraron en grado
significativo los efectos ecológicos negativos de sus programas. En la
práctica, sus programas agrícolas comenzaron a eliminar a los pequeños
productores agrícolas, que habían sido la base del consumo interno, en favor de
las estructuras megacorporativas. Sus programas comenzaron a semejar, de muchas
maneras, los programas de los previos gobiernos de derecha.
En resumen, el progreso de
la izquierda latinoamericana, tan notable en años recientes, se está
desbaratando por la amarga lucha emprendida entre las dos izquierdas
latinoamericanas. Aquellas personas y grupos que han intentado alentar un
diálogo significativo entre las dos izquierdas han constatado que no son
bienvenidos por ninguno de los dos bandos. Es como si ambos lados dijeran,
están con nosotros o están contra nosotros, pero no hay camino intermedio. Es
muy tarde, pero tal vez no sea demasiado tarde para que ambas partes revaloren
la situación y rescaten de la destrucción a la izquierda latinoamericana.
Traducción: Ramón Vera
Herrera
SOSTIENE
FRANCISCO.
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Atilio A Boron.
Página /12 lunes 13 de
julio del 2015.
Después del discurso de
Francisco ante el Encuentro de Movimientos Sociales no tardaron en surgir voces
advirtiendo que sus palabras no debían tomarse en serio habida cuenta de la
larga historia de la Iglesia como guardiana del orden capitalista y responsable
de incontables crímenes. Se imponía la incredulidad e, inclusive, una
vigilancia militante para evitar que el mensaje papal frustrase el ansiado
desarrollo de la conciencia crítica de los pueblos oprimidos.
Discrepo de esas opiniones. Es más: creo que éste no es un tema que debería preocuparnos. Desde el punto de vista de la construcción de un bloque histórico anticapitalista –aunque no desde la abstracción de un juicio ético– el hecho de que Francisco crea o no en su propio discurso es irrelevante y no tiene sentido discutir aquí. Lo que sí interesa es que esas palabras fueron vertidas en una importante reunión de líderes y dirigentes sociales latinoamericanos y que alcanzaron de inmediato una impresionante resonancia mundial.
Que el Papa diga que el capitalismo es un sistema agotado, que ya no se lo aguanta más, que el ajuste siempre se hace a costa de los pobres, que no existe tal cosa como el derrame de la riqueza de la copa de los ricos, que destruye la casa común y condena a la Madre Tierra, que los monopolios son una desgracia, que el capital y el dinero son “el estiércol del demonio”, que se debe velar por el futuro de la Patria Grande y estar en guardia ante las viejas y nuevas formas de colonialismo, entre tantas otras afirmaciones, tiene efectos políticos objetivamente de izquierda que son de una importancia extraordinaria.
Claro, todo esto ya lo habían dicho Fidel, el Che, Camilo, Evo, Correa, Chávez y tantos otros en la teología de la liberación y el pensamiento crítico de Nuestra América. Pero sus juicios eran siempre puestos bajo sospecha y toda la industria cultural del capitalismo se abalanzaba sobre ellos para burlarse de sus certidumbres, descalificándolas como productos de un anacrónico radicalismo decimonónico.
Discrepo de esas opiniones. Es más: creo que éste no es un tema que debería preocuparnos. Desde el punto de vista de la construcción de un bloque histórico anticapitalista –aunque no desde la abstracción de un juicio ético– el hecho de que Francisco crea o no en su propio discurso es irrelevante y no tiene sentido discutir aquí. Lo que sí interesa es que esas palabras fueron vertidas en una importante reunión de líderes y dirigentes sociales latinoamericanos y que alcanzaron de inmediato una impresionante resonancia mundial.
Que el Papa diga que el capitalismo es un sistema agotado, que ya no se lo aguanta más, que el ajuste siempre se hace a costa de los pobres, que no existe tal cosa como el derrame de la riqueza de la copa de los ricos, que destruye la casa común y condena a la Madre Tierra, que los monopolios son una desgracia, que el capital y el dinero son “el estiércol del demonio”, que se debe velar por el futuro de la Patria Grande y estar en guardia ante las viejas y nuevas formas de colonialismo, entre tantas otras afirmaciones, tiene efectos políticos objetivamente de izquierda que son de una importancia extraordinaria.
Claro, todo esto ya lo habían dicho Fidel, el Che, Camilo, Evo, Correa, Chávez y tantos otros en la teología de la liberación y el pensamiento crítico de Nuestra América. Pero sus juicios eran siempre puestos bajo sospecha y toda la industria cultural del capitalismo se abalanzaba sobre ellos para burlarse de sus certidumbres, descalificándolas como productos de un anacrónico radicalismo decimonónico.
Los tecnócratas al servicio
del capital y los “biempensantes” posmodernos decían que aquellos nostálgicos
no comprendían que los tiempos del Manifiesto Comunista habían pasado, que la
revolución era una peligrosa ilusión sin porvenir, y que el capitalismo había
triunfado inapelablemente. Pero ahora resulta que quien lo cuestiona
radicalmente, con un lenguaje llano y rotundo, es Francisco y entonces ese
discurso adquiere una súbita e inédita legitimidad, y su impacto sobre la
conciencia popular es incomparablemente mayor. Con sus palabras se abrió, por
primera vez en mucho tiempo, un espacio enorme para avanzar en la construcción
de un discurso anticapitalista con arraigo de masas, algo que hasta ahora había
sido una empresa destinada a ser neutralizada por la ideología dominante que
difundía la creencia de que el capitalismo era la única forma sensata –¡y
posible!– de organización económica y social. Ya no más.
El histórico discurso de
Francisco en Bolivia instaló en el imaginario público la idea de que el
capitalismo es un sistema inhumano, injusto, predatorio, que debe ser superado
mediante un cambio estructural y que, por eso, no hay que temerle a la palabra
revolución. Dejemos que filósofos, teólogos y psicólogos se entretengan en
discutir si Francisco cree o no en lo que dijo. Lo importante, lo decisivo, es
que gracias a sus palabras estamos en mejores condiciones para librar la
batalla de ideas que convenza a todas las clases y capas oprimidas, a las
principales víctimas del sistema, que hay que acabar con el capitalismo antes
que ese infame sistema acabe con la humanidad y la Madre Tierra.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-276848-2015-07-11.html
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-276848-2015-07-11.html
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