Son tan
tremendamente vulgares, que hasta parecen normales. Los políticos, digo. Es difícil concretar cómo
política y televisión se han fusionado en una hilarante degeneración para hacer
de la campaña electoral el último espectáculo de variedades de un circo ambulante en el que aquellos cuyas
principales disciplinas habrían de ser la oratoria, la retórica, e incluso la
erística, se muestran ahora duchos en el arte de la canción, la música, el
baile, el humor o el sexo.
No sé si fue Pedro Sánchez
llamando al mismísimo Jorge Javier en directo, o Albert Rivera en Planeta
Calleja
quien sentó precedente en este ámbito. Sea como fuere, desde que la llegada de
las privadas trajese consigo el hiperrealismo televisivo, lo emocional, aun cuando tenga que pasar por lo banal, lo burdo o lo
zafio, se ha impuesto como libro de estilo en la forma de hacer televisión,
y los políticos, aunque algo tarde, han decidido subirse a ese carro de forma
más o menos acertada.
Primero fueron los programas
con toques cuasi-pueriles de los noventa, pero pronto la audiencia, ávida de hiperrealismo,
necesitó más carnaza: los reality shows. Los reality demostraron una capacidad
de adaptación insólita, y contagiaron su carácter descarado e irreverente al
resto de la parrilla, hasta que nació el primer monstruo híbrido: las tertulias políticas. ‘La Noria’ –y su
sucesor ‘El Gran Debate’– sería el más controvertido de este subgénero, en
el que los tertulianos políticos más polémicos se enzarzaban con argumentos y
calificativos que eclipsaban las disputas que los tertulianos de crónica social
mantenían en la misma emisión. Y dado que en otra tertulia política, ‘La Sexta Noche’, bastante más seria
aunque con argumentos a veces próximos a ese intelectualismo cutre, asistimos
al parto de la ‘nueva política’ –Pablo Iglesias adquirió notoriedad allí–, se produjo
la unión definitiva entre política y espectáculo.
Así es como el cambio
pronosticado se ha vivido primero en los platós televisivos, y la política ha irrumpido en
nuestras pantallas copando hasta los programas de entretenimiento. La honestidad, la
autenticidad y la brutalidad de la verdad, son capaces de vehicular
emociones con una facilidad inimaginable para el postureo impostado, pero
nuestros políticos, inexpertos aún en el barro mediático, parecen ignorar que
el público también aprecia otra cualidad: el sentido del ridículo. El que nos dice que bailar, cantar, tocar
la guitarra, escalar montañas, hablar de bragas o de sexo, no están entre
las cualidades a destacar de un político.
Claro que quiero conocer a mis representantes,
saber cómo son y sentirme partícipe de la política, pero no los quiero en mi
salón haciendo de bufones; quiero poder hablar con ellos, saber cuál es su
agenda, cómo gestionan el país, y cuánto se enriquecen en su labor. Quiero que
el político sea más político que personaje, y no me vale el argumento de la tradición estadounidense, que no supone sino hacer de ese país un paradigma
perpetuo digno del plagio más tosco. Quiero una democracia más participativa y
quiero transparencia, sí, pero no hace falta desnudarse para ser transparente,
exponiéndonos a la visión de sus vergüenzas, a semejante espectáculo
pornográfico. ¿Dónde
está el límite? Creo que esta campaña electoral lo ha sobrepasado sin mesura
alguna.
/////
LA PORNOGRAFÍA POLÍTICA.
*****
Jorge Majfud.
Rebelión sábado 1 de octubre del 2016.
En su reciente libro Progress: Ten Reasons to
Look Forward to the Future, Johan Norberg, más allá de sus cuestionables
omisiones, menciona una encuesta donde se formularon tres preguntas básicas a
británicos y estadounidenses. Sólo el cinco por ciento respondió correctamente.
Es decir, que si se formulase las mismas preguntas a un grupo de chimpancés,
probablemente éstos elegirían sus respuestas al azar y el treinta y tres por
ciento respondería correctamente.
¿Por qué los humanos demostrarían más necedad que
un grupo de chimpancés sobre política y sociedad (humana)? ¿No es la negación
del cambio climático otro ejemplo de lo mismo? El ciego azar de la naturaleza
es más sabio que la Opinión Pública.
El pequeño experimento sugiere al menos dos
posibilidades: (1) una natural tendencia humana a engañarse a sí misma o (2)
una manipulación sistemática de la opinión ajena. Aunque fuese correcta, la
primera posibilidad podría corregirse fácilmente con esa otra dimensión humana
llamada razón o inteligencia.
La segunda posibilidad incluye a la primera: la
propaganda explota las debilidades psicológicas para aceptar, con fanatismo,
cualquier mentira. De otra forma no se comprendería cómo pueblos desarrollados,
que conocieron la Ilustración, sean capaces de marchar, como las ratas y los
niños tras la música del flautista mágico de Hamelín, para ahogarse en el rio
Weser. El flautista es Edward Bernays, el padre de la propaganda política,
autor de La ingeniería del consenso, de la venta de cigarrillos, guerras
y golpes de Estado ; la flauta, los medios masivos de comunicación .
Los integrantes de un país, de una cultura, siempre
se ven y se representan mucho mejor de lo que los hechos dicen de ellos. Las Cruzadas
no se consideran actos de terrorismo de países periféricos y subdesarrollados,
como lo era Europa en el siglo XII, sino de príncipes y héroes al estilo de San
Jorge, montado un caballo blanco y matando infieles con elegancia, como ahora
lo hacen los fanáticos del Estado Islámico, vestidos de negro. En Estados
Unidos, el masivo robo a los indios fue una guerra de defensa ante los
sistemáticos asaltos de los salvajes (los terroristas del siglo XVIII y más
allá). El despojo de la mitad del territorio Mexicano en el siglo XIX fue otra
defensa del Destino manifiesto, atacado luego por bandoleros y asesinos “de
raza hibrida”, sin cultura y con una religión primitiva (la católica). Las
sistemáticas intervenciones y promociones de golpes de Estados que dejaron
millones de muertos y perseguidos en América Latina durante el siglo XX, en
realidad, fueron para luchar contra monstruos como Ernesto Che Guevara, un
asesino impiadoso. Etcétera.
“Qué terrible es la historia de América Latina.
América [EE.UU.] nunca tuvo una dictadura” observó una vez una estudiante que
apenas comenzaba a descubrir la historia reprimida. Este tipo de obviedades es
la norma fuera de las universidades.
“¿Quieres la
verdad o algo mejor?” le pregunté.
La respuesta de un outsider o de un estadounidense
bien informado sería echar mano a la clásica ironía de “eso se debe a que en
Estados Unidos nunca hubo una embajada estadounidense”, o relativizar el valor
de la democracia de este país, restringida por una larga historia de oscuros
poderes económicos y de corrupciones legales.
Sin embargo, no es necesario ser tan sutil.
Bastaría con tomar cualquier afirmación obvia y ponerla entre dos signos de
interrogación: “¿En Estados Unidos nunca hubo una dictadura?” pregunté. “
Durante todo su primer siglo (casi la mitad de su existencia) los indios, los
negros, los marrones y las mujeres no podían votar ni ser elegidos. De hecho
los negros eran esclavos y en algunos estados eran mayoría. De hecho solo entre
el cinco y el quince por ciento de la población, que por pura casualidad eran
hombres blancos y propietarios, por ley o por práctica votaban y podían ser
votados. ¿No es esa la perfecta definición de una dictadura?”
Pero qué importancia tiene un razonamiento
semejante cuando los mitos sociales son, por lejos, más poderosos.
Es decir, la Era de la Pos-verdad no es algo nuevo.
Pero a lo largo del siglo XX la verdad debió ser ocultada al público para que
fuese posible su manipulación. Lo que es nuevo es la voluntad de la población
de ignorar los hechos una vez revelados, su complacencia y fidelidad con una
mentira revelada. Ya no existe la excusa de que no hay acceso a la información,
que los crímenes de las potencias civilizadas y civilizadoras permanecen
ocultos. No. Los documentos originales donde los mismos actores reconocen sus
crímenes ( como Hernán Cortes los confesaba alegremente en sus cartas) están al
alcance de cualquiera. Pero no cualquiera está dispuesto a ir a las fuentes y a
reconocer los hechos por encima de sus pasiones y frustraciones. A juzgar por
los resultados, la mayoría. Eso es lo nuevo: no la manipulación de la verdad a
través de la propaganda sino la importancia casi nula que tiene la verdad ante
una población que lo que quiere no es la verdad sino ganar.
La política se ha vuelto así un acto de catarsis,
como antes lo era el futbol.
Afortunadamente las constituciones occidentales más
antiguas fueron escritas bajo influencia directa de la Ilustración. Pero las
leyes son otra cosa: frecuentemente están dictadas por los poderes que
financian a los políticos o mantienen una desproporcionada representación en
los congresos: más de la mitad de los “representantes del pueblo” son
millonarios, es decir, representan a un dos o tres por ciento de la población.
Ahora un magnate misógino y clasista como Donald Trump es “el candidato de los
trabajadores”.
Hay libertad
de expresión, sin duda. ¿Pero hay libertad de pensamiento?
Responsabilizar a las redes sociales como la causa
de la Era de la Pos verdad es uno de los lugares más comunes de la sociología
actual. Seguramente lo sea. ¿Y qué hay del explosivo consumo de pornografía?
¿No vivimos en una era de pornografía epistemológica, donde la verdad es la
mujer-objeto?
En la pornografía, el consumidor asume que todo es
falso. Pero debe haber un compromiso implícito de autoengaño: lo que importa no
es la verdad sino la excitación a través de la violencia, sea física o moral.
Aunque una vacía vulgarización del erotismo, en sí
misma la pornografía no tendría nada de malo. El problema es que ( al igual que
el requisito de creer por sobre cualquier evidencia, práctica común de los
fanáticos religiosos en cualquier in-doctrinaci ó n infantil y
adulta) los hábitos y las in-habilidades pornográficas se observan en la
narrativa y en la conducta política. De nada importa que los estudios
contradigan todo lo que se atribuye a la inmigración . Lo que importa es
encontrar a alguien que logre articular un discurso fragmentado y primitivo que
sostenga lo contrario. Sus seguidores aplaudirán cada eyaculación, con
entusiasmo.
Quienes se propongan interrumpir semejantes
orgasmos sociópatas, serán vistos como traidores a la patria o a algún otro
tótem social. La frustración de la tribu se exorciza ejercitando el sadismo y sacrificando a
algunas víctimas --entre ellas, la verdad de los hechos, que hasta un grupo de
chimpancés respetaría.
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