LA VUELTA
DE TRUMP.- El Donald Trump amigo de los rusos, más preocupado por los granjeros
de Kentucky, áspero con la OTAN o hasta aislacionista de momento
ha desaparecido. O está entre paréntesis, para dar paso a un mandatario
belicoso, audaz, dispuesto a jugar a la guerra sin remilgos. Cuando se pensaba
que el reciente ataque con misiles a Siria era solo una advertencia, un
empujón, ahora resulta que naves de guerra se han posicionado cerca de la península
de Corea. Y que Nikki Haley, la embajadora de EEUU ante la ONU, anuncia más.
En concreto que
Bashar al Assad, el autócrata sirio, debe irse, porque no hay
salida política mientras esté en el poder, y que “hay que deshacerse de la influencia iraní”. Todo un giro de tuerca
que ha desconcertado al propio Washington
y al mundo entero. Como alguna vez lo comentamos, el problema con Trump no es tanto que sea díscolo,
tremebundo, sino
que es impredecible. Esta maniobra,
en principio, parece dirigida a una súbita recuperación de oxígeno en su país y
en el turbado frente exterior.
Hasta la OTAN y
Ángela Merkel, que no eran precisamente sus íntimos, han aprobado
la incursión. El problema es que la resultante de esta estrategia es también
impredecible. Rusia e Irán, aunque
no estén literalmente en pie de guerra, sí han declarado que tomarán
represalias si hay más ataques.
ISIS (siglas en
inglés del “Estado Islámico”), por su parte, debe estar a la expectativa, mientras no deja de
lanzar actos criminales continuos (como el del sábado en Egipto). Ahora tiene a dos de sus más poderosos enemigos –Rusia y EEUU– distanciados hasta nuevo
aviso. ¿Qué gobierno “democrático”
vendría si cae militarmente Al Assad? Obama
sabía que ese futuro era muy nublado y, por eso, no atacó cuando el gobierno
sirio pasó la “línea roja” con otro
ataque químico. Trump,
por lo visto, cree tener la piedra filosofal de la geopolítica. Ramiro Escobar.
La República.
/////
Josetxo Escurra.(Autor)
LA GUERRA DE TRUMP.
*****
Atilio
A. Boron.
Rebelión
lunes 11 de abril del 2017.
Acosado por sucesivas derrotas en el Congreso –el
rechazo a su proyecto de eliminar el Obamacare- y en la Justicia, por el tema
de los vetos a la inmigración de países musulmanes, Donald Trump apeló a un
recurso tan viejo como efectivo: iniciar una guerra para construir consenso
interno. El magnate neoyorquino estaba urgido de ello: su tasa de aprobación
ante la opinión pública había caído del 46 al 38 por ciento en pocas semanas;
un sector de los republicanos lo asediaba “por izquierda” por sus pleitos con
los otros poderes del estado y sus inquietantes extravagancias políticas y
personales; otro hacía lo mismo “por derecha”, con los fanáticos del Tea Party
a la cabeza que le exigían más dureza en sus políticas anti-inmigratorias y de
recorte del gasto público y, en lo internacional, ninguna concesión a Rusia y a
China. Por su parte, los demócratas no cesaban de hostigarlo. En el plano
internacional las cosas no pintaban mejor: mal con la Merkel durante su visita
a la Casa Blanca, un exasperante subibaja en la relación con Rusia y una
inquietante ambigüedad acerca del vínculo entre Estados Unidos y China. Con el
ataque a Siria, Trump espera dotar a su administración de la gobernabilidad que
le estaba faltando.
Los frutos de su iniciativa no tardaron en aparecer. En el flanco interno, el chauvinismo y el belicismo de la sociedad y la cultura política norteamericanas le granjearon el inmediato apoyo de republicanos y demócratas por igual. Quien antes aparecía como un peligroso neofascista o un incompetente populista emergió de los escombros de la base aérea de Al Shayrat como un sabio estadista que “hizo lo que debía hacer”. Tanto la impresentable Hillary Clinton como el anodino John Kerry no ahorraron elogios al patriotismo y la determinación con que Trump enfrentó la inverosímil amenaza del régimen sirio, a quien se le acusó, contra toda la evidencia, de haber utilizado el gas sarín que días atrás produjo la muerte de al menos ochenta personas en un ataque perpetrado en la ciudad de Jan Sheijun.
Mentiras. Fuentes independientes señalan que esa macabra operación no pudo ser causada por Damasco sino por los “rebeldes” amparados y protegidos por Occidente, las tiranías petroleras del Golfo y el gobierno fascista de Israel. El área en donde se produjo la masacre estaba bajo el control del Al-Nusra, rama de Al Qaida que Naciones Unidas y EEUU habían calificado como terrorista. En el 2013 el gobierno sirio firmó su adhesión a la Convención para la Prohibición de Armas Químicas (OPAC) y tres años más tarde el país fue declarado territorio libre de armas químicas. Así reza el informe que esa organización elevó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Claro está que una parte de ese arsenal pudo haber sido capturado y escondido por Al-Nusra, facilitada esta maniobra por la debacle en que estaba sumida Siria a causa de la guerra. Pero al bombardear la base aérea de Al Shayrat Washington destruyó al equipo y el arsenal militar que presuntamente podría haber probado que fue el ejército sirio quien cometió el crimen con el gas sarín. ¿Por qué destruir la evidencia que eventualmente podría culpabilizar (o inocentizar) a Al-Assad, se preguntaba la vocera de la cancillería rusa? Destruir pruebas es un delito, o por lo menos una actitud sospechosa, sobre todo si se atiende a la inevitable pregunta que hace Günter Meyer, director del Centro de Investigaciones del Mundo Árabe, con sede en Maguncia, Alemania, y que reproduce un cable de la Agencia Deutsche Welle. En cualquier película policial-asegura Meyer- cuando se investiga un crimen los detectives se preguntan quién gana y quien pierde con lo ocurrido. En este caso la pregunta tiene una clara respuesta: "De semejante ataque con gas letal solo pueden beneficiarse los grupos opositores armados” y (agrego por mi parte) sus aliados en Occidente, a la vez que sólo puede perjudicarse el gobierno sirio. Entonces, ¿por qué cometería semejante crimen? ¿Puede Al-Assad ser tan estúpido? No parece, porque de haberlo sido ya habría sido derrocado hace años.
Todas estas consideraciones fueron soslayadas por Trump. Y en esto el outsider demostró no serlo tanto porque siguió al pie de la letra el guión al cual se ajustaron los presidentes que le precedieron, desde Bush padre a Barack Obama, pasando por Bill Clinton y Bush hijo: atacar, invadir, ocupar naciones usando como pretexto un torrente de mentiras y difamaciones –eufemísticamente llamadas “posverdad” por los infames manipuladores de la opinión pública mundial- que persiguen justificar lo injustificable. Todos conocemos la historia de las “armas de destrucción masiva” que supuestamente tenía en su poder Saddam Hussein y que jamás se hallaron, ni antes de la destrucción del régimen ni después. Pero la tragedia igual fue consumada a partir del 2003 porque la mentira se había arraigado en la sociedad americana. Todo sabían, además, que el único país de la región que las poseía era Israel, pero como es el gendarme regional del imperio eso es una nimiedad que se oculta cuidadosamente ante los ojos de la opinión pública y que intencionadamente marginan de sus análisis los más sesudos especialistas..
Los frutos de su iniciativa no tardaron en aparecer. En el flanco interno, el chauvinismo y el belicismo de la sociedad y la cultura política norteamericanas le granjearon el inmediato apoyo de republicanos y demócratas por igual. Quien antes aparecía como un peligroso neofascista o un incompetente populista emergió de los escombros de la base aérea de Al Shayrat como un sabio estadista que “hizo lo que debía hacer”. Tanto la impresentable Hillary Clinton como el anodino John Kerry no ahorraron elogios al patriotismo y la determinación con que Trump enfrentó la inverosímil amenaza del régimen sirio, a quien se le acusó, contra toda la evidencia, de haber utilizado el gas sarín que días atrás produjo la muerte de al menos ochenta personas en un ataque perpetrado en la ciudad de Jan Sheijun.
Mentiras. Fuentes independientes señalan que esa macabra operación no pudo ser causada por Damasco sino por los “rebeldes” amparados y protegidos por Occidente, las tiranías petroleras del Golfo y el gobierno fascista de Israel. El área en donde se produjo la masacre estaba bajo el control del Al-Nusra, rama de Al Qaida que Naciones Unidas y EEUU habían calificado como terrorista. En el 2013 el gobierno sirio firmó su adhesión a la Convención para la Prohibición de Armas Químicas (OPAC) y tres años más tarde el país fue declarado territorio libre de armas químicas. Así reza el informe que esa organización elevó al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Claro está que una parte de ese arsenal pudo haber sido capturado y escondido por Al-Nusra, facilitada esta maniobra por la debacle en que estaba sumida Siria a causa de la guerra. Pero al bombardear la base aérea de Al Shayrat Washington destruyó al equipo y el arsenal militar que presuntamente podría haber probado que fue el ejército sirio quien cometió el crimen con el gas sarín. ¿Por qué destruir la evidencia que eventualmente podría culpabilizar (o inocentizar) a Al-Assad, se preguntaba la vocera de la cancillería rusa? Destruir pruebas es un delito, o por lo menos una actitud sospechosa, sobre todo si se atiende a la inevitable pregunta que hace Günter Meyer, director del Centro de Investigaciones del Mundo Árabe, con sede en Maguncia, Alemania, y que reproduce un cable de la Agencia Deutsche Welle. En cualquier película policial-asegura Meyer- cuando se investiga un crimen los detectives se preguntan quién gana y quien pierde con lo ocurrido. En este caso la pregunta tiene una clara respuesta: "De semejante ataque con gas letal solo pueden beneficiarse los grupos opositores armados” y (agrego por mi parte) sus aliados en Occidente, a la vez que sólo puede perjudicarse el gobierno sirio. Entonces, ¿por qué cometería semejante crimen? ¿Puede Al-Assad ser tan estúpido? No parece, porque de haberlo sido ya habría sido derrocado hace años.
Todas estas consideraciones fueron soslayadas por Trump. Y en esto el outsider demostró no serlo tanto porque siguió al pie de la letra el guión al cual se ajustaron los presidentes que le precedieron, desde Bush padre a Barack Obama, pasando por Bill Clinton y Bush hijo: atacar, invadir, ocupar naciones usando como pretexto un torrente de mentiras y difamaciones –eufemísticamente llamadas “posverdad” por los infames manipuladores de la opinión pública mundial- que persiguen justificar lo injustificable. Todos conocemos la historia de las “armas de destrucción masiva” que supuestamente tenía en su poder Saddam Hussein y que jamás se hallaron, ni antes de la destrucción del régimen ni después. Pero la tragedia igual fue consumada a partir del 2003 porque la mentira se había arraigado en la sociedad americana. Todo sabían, además, que el único país de la región que las poseía era Israel, pero como es el gendarme regional del imperio eso es una nimiedad que se oculta cuidadosamente ante los ojos de la opinión pública y que intencionadamente marginan de sus análisis los más sesudos especialistas..
Con el ataque del viernes pasado Washington violó,
por enésima vez, la Carta de las Naciones Unidas demostrando más allá de toda
duda que el presunto “orden mundial” no es tal sino un brutal e inmoral
“desorden mundial “ en donde rige la máxima bárbara del derecho del más fuerte.
Pero no sólo eso: Trump también violó la Carta de la OEA, que en su Capítulo 2,
inciso 9, dice textualmente que “los Estados americanos condenan la guerra de
agresión: la victoria no da derechos”. Sería bueno que el Secretario General de
esa siniestra organización, Luis Almagro, tan preocupado por aplicar la Carta
Democrática a la República Bolivariana de Venezuela tomara nota de esto y
denunciara a Washington, con el mismo ardor con que enjuicia a Caracas, por su
agresión a Siria.
Ante la gravedad de la situación es obvio
que Rusia no permanecerá de brazos cruzados: tiene en Siria una vital base
naval en Tartus que le abre las puertas del Mediterráneo (y de ahí al Atlántico Norte)
a su flota del Mar Negro anclada en Sebastopol y también una base aérea en
Latakia. China e Irán también tienen intereses en juego en Siria y una Rusia
cercada por tierra -con la OTAN estacionada a lo largo de toda su frontera
occidental con lo que algunos observadores consideran como el mayor despliegue
de fuerzas y equipos de toda su historia- y por mar si llegara a producirse la
caída de Al-Assad. En tal caso Moscú no tendría sino dos alternativas: aceptar
mansamente su sumisión a los dictados de Estados Unidos, cosa que obviamente no
está en el ADN de Vladimir Putin y que por lo tanto jamás hará; o activar su
poderoso dispositivo militar y aplicar represalias selectivas intensificando su
campaña en contra del ISIS creado y protegido por Washington e, inclusive,
adoptando una postura más activa en caso de una nueva agresión norteamericana.
Cuesta pensar de otro modo cuando se ataca a un país como Siria que, junto a
Rusia, había logrado grandes éxitos en controlar a la horda de fanáticos que sembró
el terror en Siria y otras partes de Oriente Medio. El inesperado giro de Trump
(que en su campaña había divulgado nada menos que 45 tuits diciendo que “atacar
a Siria era una mala idea porque podría precipitar el estallido de la Tercera
Guerra Mundial”) debe poner en guardia a todos los pueblos y gobiernos del
planeta porque con el ataque a Siria el mundo camina sobre el filo de una
navaja. Esta actitud de vigilancia y preparación para la lucha debe ser
impulsada en Nuestra América, especialmente cuando se analizan las muy
recientes declaraciones del Jefe del Comando Sur, Kurt Tidd, ante el Comité de
Fuerzas Armadas del Senado de Estados Unidos. En esa ocasión textualmente habló
de “una creciente crisis humanitaria en Venezuela que eventualmente podría obligarnos
a una respuesta regional.”
Los latinoamericanos y caribeños sabemos lo que
esas palabras significan y estaremos preparados para desbaratar esos planes.
Suenan los tambores de guerra en la Casa Blanca y no sería de extrañar que
aparte de continuar con sus operaciones bélicas en Siria hubiera en Washington
quienes crean que llegó el momento de ajustar cuentas con Corea del Norte y
Venezuela, dos espinas que hace mucho tiempo Tío Sam tiene clavadas en su
garganta. Cuando comienzan su periplo descendente los imperios potencian su
barbarie y tratan de retrasar lo inevitable apelando a cualquier recurso, entre
ellos, inventando guerras. No sería de extrañar entonces que ante este cuadro
de situación, cuando son los propios estrategas imperiales los que se desvelan
por tratar de detener su declinación, Trump intentara “normalizar” el mapa sociopolítico
latinoamericano y del sudeste asiático recurriendo al lenguaje de los misiles.
Si lo hiciera se llevaría una sorpresa enorme.
*****
No hay comentarios:
Publicar un comentario