Es cierto que el maoísmo
acabó con 150 años de decadencia, de
caos y de miseria. China estaba fragmentada, devastada por la invasión japonesa
y la guerra civil. Mao la unificó. En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era
alrededor de la mitad del de África y
menos de tres cuartas partes del de la India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció
de forma regular (2,8 % de media
anual), el país se industrializó y
la población pasó de 552 a 1.017
millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron espectaculares y se erradicaron
las principales epidemias. El indicador que resume todo, la esperanza de vida pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Es un hecho indiscutible. A pesar del fracaso del «Gran salto
adelante» y a pesar del embargo occidental –que siempre se olvida
mencionar- la población china ganó 24
años de esperanza de vida con Mao.
Los progresos en materia de educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de población
analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980. Finalmente las mujeres chinas
–que «sostienen la mitad del cielo»,
decía Mao- fueron educadas y
liberadas de un patriarcado
ancestral. En 1950 China estaba
en ruinas. Treinta años después
todavía era un país pobre desde el
punto de vista del PIB por
habitante. Pero era un Estado soberano unificado, equipado y dotado de
una industria naciente. El ambiente era
frugal, pero la población estaba
nutrida, cuidada y educada como no había estado en el siglo XX.
Esta revisión del período maoísta es necesaria para
comprender la China actual. Fue
entre 1950 y 1980 cuando el socialismo puso
las bases del desarrollo futuro. En los años 70, por ejemplo, China
recogía el fruto de sus esfuerzos en materia de desarrollo agrícola. Una silenciosa revolución verde había hecho su camino aprovechando los trabajos de
una Academia
China de Ciencias Agrícolas creada por el régimen comunista. A partir
de 1964 los científicos chinos obtienen sus primeros éxitos en la reproducción
de variedades de arroz de alto
rendimiento. La restauración progresiva del sistema de riego, los progresos realizados en la reproducción de semillas y la producción de abonos nitrogenados transformaron
la agricultura. Como los progresos sanitarios
y educativos, esos avances agrícolas hicieron posibles las reformas de Deng
que han constituido la base del desarrollo posterior. Y ese esfuerzo de
desarrollo colosal solo podía ser posible bajo el impulso de un Estado
planificador. La reproducción de las semillas, por ejemplo,
necesitaba inversiones imposibles en el marco de las explotaciones
individuales.
/////
EL SOCIALISMO CHINO Y EL MITO DEL FIN DE LA
HISTORIA.
*****
Bruno Guigue.
Le grand soir.
Rebelión jueves 29 de noviembre del 2018.
Traducido del francés para Rebelión por Caty R.
En
1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se atrevió a anunciar el
«fin de la historia». «Con
el hundimiento de la URSS, dijo, la humanidad entra en una nueva era. Conocerá
una prosperidad sin precedentes». Aureolada con su victoria sobre el
imperio del mal, la democracia liberal proyectaba su luz salvadora sobre el
planeta asombrado. Desembarazada del comunismo, la economía de mercado debía
esparcir sus bondades por todos los rincones del globo, unificando el mundo
bajo los auspicios del modelo estadounidense La desbandada soviética parecía
validar la tesis liberal según la cual el capitalismo –y no su contrario el
socialismo- se adaptaba al sentido de la historia. Todavía hoy la ideología
dominante reitera esta idea simple: si la economía planificada de los regímenes
socialistas cayó, es porque no era viable. El capitalismo nunca estuvo tan bien
y ha conquistado el mundo.
Los
partidarios de esta teoría están tanto más convencidos en cuanto que el sistema
soviético no es el único argumento que habla en su favor. Las reformas
económicas emprendidas por la China
popular a partir de 1979, según ellos, también confirman la superioridad
del sistema capitalista. ¿Acaso no han
acabado los comunistas chinos, para estimular su economía, admitiendo las
virtudes de la libre empresa y el beneficio, incluso pasando por encima de la
herencia maoísta y su ideal de igualdad?
Lo
mismo que la caída del sistema soviético demostraría la superioridad del
capitalismo liberal sobre el socialismo dirigista, la conversión china a las
recetas liberales parece asestar el
golpe de gracia a la experiencia «comunista».
Un
doble juicio de la historia, al fondo, ponía el punto final a una competición
entre los dos sistemas que atravesaron el siglo XX.
El
problema es que esa narración es un cuento de hadas. Occidente repite encantado que China se desarrolla convirtiéndose en
«capitalista». Pero los hechos desmienten esa simplista afirmación. Incluso la prensa
liberal occidental ha acabado admitiendo que la conversión china al capitalismo
es un cuento. Los propios chinos lo dicen y dan argumentos sólidos.
Como punto de partida del análisis hay que empezar por la definición habitual del capitalismo:
un
sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción e
intercambio. Ese sistema fue erradicado progresivamente
en la China popular en el período
maoísta (1950-1980) y efectivamente se reintrodujo en el marco de las
reformas económicas de Deng Xiaoping a
partir de 1979. De esta forma se inyectó una dosis masiva de capitalismo en la economía, pero –la
precisión es importante- esa inyección tuvo lugar bajo la impulsión del Estado.
La liberalización parcial de la economía y la apertura al comercio
internacional muestran una decisión política deliberada.
Para
los dirigentes chinos se trataba de incrementar los capitales extranjeros para
acrecentar la producción interna. Asumir
la economía de mercado era un medio, no un fin. En realidad el significado
de las reformas se entiende sobre todo desde un punto de vista político
«China
es un Estado unitario central en la continuidad del imperio. Para preservar su control absoluto
sobre el sistema político, el partido debe alinear los intereses de los
burócratas con el bien político común, a saber la estabilidad, y proporcionar a
la población una renta real aumentando la calidad de vida. La autoridad política debe dirigir la economía de manera que produzca
más riqueza de forma más eficaz. De donde se derivan dos consecuencias: la economía de mercado es un instrumento,
no una finalidad; la apertura es una
condición de eficacia y conduce a esta directiva económica operativa: alcanzar
y superar a Occidente»
Es por lo que la apertura
de China a los flujos internacionales fue masiva pero
rigurosamente controlada. El mejor ejemplo lo proporcionan las Zonas de
Exportación Especiales (ZES).
«Los
reformadores chinos quieren que el comercio refuerce el crecimiento de la
economía nacional, no que la destruya», señalan Michel Aglietta y Guo Bai. En los ZES un
sistema contractual vincula a las empresas chinas y las empresas extranjeras.
China importa los componentes de la fabricación de bienes de consumo
industriales (electrónica, textil, química). La mano de obra china hace el
ensamblaje, después las mercancías se venden a los mercados occidentales. Este
reparto de las tareas está en el origen de un doble fenómeno que no ha dejado
de acentuarse desde hace 30 años: el crecimiento económico de China y la
desindustrialización de Occidente. Medio siglo después de las «guerras
del opio» (1840-1860) que emprendieron las potencias occidentales para
despedazar China, el Imperio del Medio tomó su revancha.
Porque
los chinos aprendieron la lección de una historia dolorosa,
«esta vez la liberalización del
comercio y las inversiones es competencia de la soberanía de China y están controladas por el Estado. Lejos de ser los enclaves que
solo benefician a un puñado de “compradores”,
la nueva liberalización del comercio fue uno de los principales mecanismos que
han permitido liberar el enorme potencial de la población»
Mao Tse Tung, el forjador y arquitecto de la China Popular .
***
Otra característica de
esta apertura, a menudo desconocida, es que beneficia esencialmente a la diáspora china, que entre 1985 y 2005
poseía el 60 % de las inversiones
acumuladas, frente al 25 % por los
países occidentales y el 15 % por
Singapur y Corea del Sur. La apertura al capital «extranjero» fue en primer lugar un asunto chino. Movilizando los
capitales disponibles, la apertura económica creó las condiciones de una
integración económica asiática de la que la China popular es la locomotora industrial.
Decir que China se
convirtió en «capitalista» después de haber sido
«comunista» indica, pues, una
visión ingenua del proceso histórico. Que haya capitalistas en China no convierte el país en
«capitalista», si se entiende con esta expresión un país donde los dueños de
capitales privados controlan la economía y la política nacionales. En
China es un partido comunista con 90 millones de afiliados, que irriga
al conjunto de la sociedad, el que
tiene el poder
político. ¿Hay que hablar de sistema mixto, de capitalismo de Estado? Es más conforme a la realidad, pero todavía
insuficiente. Cuando se trata de clasificar el sistema chino, el apuro de los
observadores occidentales es evidente. Los
liberales se dividen en dos
categorías: los que reprochan a China que siga siendo comunista y los que se alegran de que se haya hecho capitalista. Unos solo
ven «un régimen comunista y leninista» disfrazado,
aunque ha hecho concesiones al capitalismo ambiental Para otros China se ha vuelto «capitalista» por la fuerza
de las cosas y esa transformación es irreversible.
Sin
embargo algunos observadores occidentales intentan captar la realidad con más
sutileza. Así Jean-Louis Beffa, en
una publicación económica mensual, afirma directamente que China representa
«la única alternativa creíble al
capitalismo occidental». «Después de más de 30 años de un
desarrollo inédito, escribe, ¿no es hora de concluir que China ha encontrado la receta de
un contramodelo eficaz al capitalismo occidental? Hasta ahora no había
surgido ninguna solución alternativa y el hundimiento del sistema comunista en
torno a Rusia en 1989 consagró el
éxito del modelo capitalista. Pero la China
actual no lo suscribe. Su modelo económico híbrido combina dos dimensiones
que saca de fuentes opuestas. La primera procede del marxismo leninismo, está
marcada por un poder controlado del partido
y un sistema de planificación vigorosamente aplicado. La segunda se refiera más a las prácticas occidentales, que se centra
en la iniciativa individual y en el espíritu emprendedor. Cohabitan así el control del PCC sobre los negocios y un sector privado
abundante»
Este
análisis es interesante pero vuelve a las dos dimensiones –pública y privada- del régimen chino, puesto que es la esfera
pública, obviamente, la que está al mando. Dirigido
por un poderoso partido comunista, el Estado chino es un Estado fuerte. Controla la moneda nacional, incluso
la deja caer para estimular las exportaciones, lo que Washington le reprocha de forma recurrente. Controla casi la
totalidad del sistema bancario. Vigilados de cerca por el Estado, los mercados financieros no desempeñan el papel desmesurado
que se arrogan en Occidente. Su apertura
a los capitales, por otra parte, está sometida a condiciones draconianas
impuestas por el Gobierno. En resumen, la
conducción de la economía china está en la férrea mano de un Estado soberano y no en la «mano invisible del mercado» querida
por los liberales. Algunos se lamentan. Un liberal autorizado, un banquero
internacional que enseña en París
revela que
«la
economía china no es
una economía de mercado ni una economía
capitalista. Tampoco un capitalismo
de Estado, porque en China es el
propio mercado el que está controlado por el Estado» Pero si el régimen chino
tampoco es un capitalismo de Estado, ¿entonces es «socialista», ya que es el
propietario de los medios de producción o al menos ejerce el control de la
economía? La respuesta a esta pregunta es claramente positiva.
Xi Jinping el actual Secretario General del partido Comunista y Presidente de la China Popular. Conduce China como potencia global en el Nuevo Milenio.
***
La dificultad del
pensamiento dominante para nombrar el régimen chino, como vemos,
viene de una ilusión contemplada desde hace mucho tiempo: al abandonar el dogma comunista China entraría por fin
en el maravilloso mundo del capitalismo ¡Sería estupendo poder decir que China
ya no es comunista! Convertida al
liberalismo, esta nación entraría en el derecho común. Con la vuelta al
orden de las cosas, la capitulación validaría la teología del homo
occidentalis. Pero sin duda se ha malinterpretado la célebre fórmula
del reformador Deng Xiaoping: «poco importa que el gato sea blanco o
negro si caza ratones».
Eso
no significa que de igual el capitalismo
o el socialismo, sino que se juzgará a cada uno por sus resultados. Se ha
inyectado una fuerte dosis de capitalismo
en la economía China, controlada por el Estado, porque era necesario
estimular el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero China permanece en un Estado fuerte que dicta su ley a los
mercados financieros y no al revés. Su élite dirigente es patriota. Incluso
aunque conceda una parte del poder económico a los capitalistas «nacionales», no pertenece a la oligarquía financiera
globalizada. Adepta a la ética de
Confucio, dirige un Estado que solo es legítimo porque garantiza el bienestar de 1.400
millones de chinos.
Además
no hay que olvidar que la orientación económica adoptada en 1979 ha sido posible por los esfuerzos
realizados en el período anterior. Al
contrario que los occidentales, los comunistas chinos subrayan la continuidad
–a
pesar de los cambios efectuados- entre el maoísmo y el posmaoísmo.
«Muchos
tuvieron que sufrir por el ejercicio del poder comunista. Pero la mayoría se adhiere a la
apreciación emitida por Deng Xiaoping,
el cual tenía alguna razón para querer a Mao
Zedong: 70 % positivo y 30 %
negativo. Hoy existe una frase muy extendida entre los chinos que revela su opinión sobre Mao Zedong: Mao nos puso de pie, Deng nos hizo ricos. Y esos chinos consideran perfectamente normal
que el retrato de Mao figure en los
billetes de banco. Todo el apego que todavía hoy tienen los chinos a Mao Zedong se debe a que lo identifican
con la dignidad nacional recuperada»
Es
cierto que el maoísmo acabó con 150 años
de decadencia, de caos y de miseria. China estaba fragmentada, devastada por la
invasión japonesa y la guerra civil. Mao la unificó. En 1949 era el país más pobre del mundo. Su PIB per cápita era
alrededor de la mitad del de África y
menos de tres cuartas partes del de la India. Pero de 1950 a 1980, durante el período maoísta, el PIB creció
de forma regular (2,8 % de media
anual), el país se industrializó y
la población pasó de 552 a 1.017
millones de habitantes. Los progresos en materia de salud fueron espectaculares y se erradicaron
las principales epidemias. El indicador que resume todo, la esperanza de vida pasó de 44 años en 1950 a 68 años en 1980. Es un hecho indiscutible. A pesar del fracaso del «Gran salto
adelante» y a pesar del embargo occidental –que siempre se olvida
mencionar- la población china ganó 24
años de esperanza de vida con Mao.
Los progresos en materia de educación fueron masivos, especialmente en la primaria: el porcentaje de población
analfabeta pasó del 80 % en 1950 al 16 % en 1980. Finalmente las mujeres chinas
–que «sostienen la mitad del cielo»,
decía Mao- fueron educadas y
liberadas de un patriarcado
ancestral. En 1950 China estaba
en ruinas. Treinta años después
todavía era un país pobre desde el
punto de vista del PIB por
habitante. Pero era un Estado soberano unificado, equipado y dotado de
una industria naciente. El ambiente era
frugal, pero la población estaba
nutrida, cuidada y educada como no había estado en el siglo XX.
Esta revisión del período maoísta es necesaria para
comprender la China actual. Fue
entre 1950 y 1980 cuando el socialismo puso
las bases del desarrollo futuro. En los años 70, por ejemplo, China
recogía el fruto de sus esfuerzos en materia de desarrollo agrícola. Una silenciosa revolución verde había hecho su camino aprovechando los trabajos de
una Academia
China de Ciencias Agrícolas creada por el régimen comunista. A partir
de 1964 los científicos chinos obtienen sus primeros éxitos en la reproducción
de variedades de arroz de alto
rendimiento. La restauración progresiva del sistema de riego, los progresos realizados en la reproducción de semillas y la producción de abonos nitrogenados transformaron
la agricultura. Como los progresos sanitarios
y educativos, esos avances agrícolas hicieron posibles las reformas de Deng
que han constituido la base del desarrollo posterior. Y ese esfuerzo de
desarrollo colosal solo podía ser posible bajo el impulso de un Estado
planificador. La reproducción de las semillas, por ejemplo,
necesitaba inversiones imposibles en el marco de las explotaciones
individuales.
En realidad la China
actual es hija de Mao y Deng, de la economía dirigida
que la unificó y de la economía mixta
que la ha enriquecido. Pero el capitalismo
liberal al estilo occidental no aparece en China.
La prensa burguesa cuenta con lucidez la indiferencia de los chinos hacia nuestros caprichos. Se
puede leer en Les Echos,
por ejemplo, que los occidentales
«han cometido el error de pensar que
en China el capitalismo de Estado podría ceder el paso al capitalismo de
mercado». ¿Qué se reprocha en definitiva a los chinos?
La
respuesta no deja de sorprender en las columnas de un semanario liberal:
«China
no tiene la misma noción del tiempo que los europeos y los americanos. ¿Un
ejemplo? Nunca una empresa occidental financiaría un proyecto que no fuera
rentable. No es el caso de China,
que piensa a largo plazo. Con su poder financiero público acumulado desde hace
dos decenios, China no se preocupa
prioritariamente de una rentabilidad a corto plazo si sus intereses
estratégicos lo exigen». Después el analista de Les E chos concluye: «Así es mucho más
fácil que el Estado mantenga el
control de la economía. Lo que es
impensable en el sistema capitalista tal y como lo practica Occidente no lo es
en China». ¡No se puede decir mejor!
Obviamente
este destello de lucidez es poco habitual. Cambia la letanía
acostumbrada según la cual la dictadura
comunista es abominable, Xi Jinping
es dios, China se desmorona bajo la corrupción,
su economía se tambalea, su deuda
es abismal y su tasa de crecimiento
se halla a media asta. Un escaparate de tópicos y falsas evidencias en apoyo de
la visión que dan de China los
medios dominantes que pretenden entender a China
según categorías preestablecidas muy apreciadas en el pequeño mundo mediático. ¿Comunista, capitalista, un poco de ambos u
otra cosa? En las esferas mediáticas pierden los chinos. Es difícil
admitir, sin duda, que un país dirigido
por un partido comunista haya conseguido en 30 años multiplicar por 17
su PIB por habitante. Ningún país capitalista lo ha conseguido nunca.
Como
de costumbre los hechos son testarudos. El Partido Comunista de China no renuncia a su
papel dirigente en la sociedad y proporciona su armazón a un Estado fuerte. Heredero del maoísmo, este Estado conserva el control de la política monetaria y del sistema bancario.
Reestructurado en los años 90, el sector público
sigue siendo la columna vertebral de la economía china, representa el 40 % de los activos y el 50 % de los beneficios generados por la
industria, predomina en el 80-90 %
en los sectores estratégicos: siderurgia, petróleo, gas, electricidad, energía
nuclear, infraestructuras, transportes, armamento. En China todo lo que es importante para el desarrollo del país y
para su proyección internacional está estrechamente controlado por el Estado soberano. Un presidente de la
República china nunca malvendería al capitalismo estadounidense una joya
industrial comparable a Alstom, ofrecida por Macron envuelta en papel de
regalo.
Si se lee la resolución
final del Decimonoveno Congreso del Partido Comunista Chino
(octubre de 2017), se comprueba la amplitud de los desafíos. Cuando dicha
resolución afirma que
«el
Partido debe unirse para alcanzar la victoria decisiva de la edificación
integral de la sociedad de clase media,
hacer que triunfe el socialismo chino de la nueva era y luchar sin descanso
para lograr el sueño chino de la gran
renovación del país», hay que tomar esas declaraciones en serio. En Occidente la visión de China está
oscurecida por las ideas recibidas. Se imagina que la apertura a los mercados
internacionales y la privatización de numerosas empresas hacen doblar las
campanas por el «socialismo chino». Nada más lejos de la realidad. Para los chinos esa apertura es la
condición del desarrollo de las fuerzas productivas, no el preludio de un
cambio sistémico. Las reformas
económicas han permitido salir de la pobreza a 700 millones de personas, es
decir, el 10 % de la población
mundial. Pero se inscriben en una
planificación a largo plazo en la que el Estado chino conserva el control.
Hoy nuevos desafíos esperan al país: la consolidación
del mercado interior, la reducción
de las desigualdades, el desarrollo de las energías verdes y la conquista
de las altas tecnologías.
Al
convertirse en la primera potencia económica del mundo, la China popular elimina el pretendido «fin de la historia». Envía al
segundo puesto a un Estados Unidos moribundo minado por la
desindustrialización, el sobreendeudamiento, el desmoronamiento social y el
fracaso de sus aventuras militares. Al
contrario que Estados Unidos China es un
imperio sin imperialismo. Ubicado en el centro del mundo, el Imperio
del Medio no necesita expandir sus fronteras. Respetuosa del derecho internacional, China se conforma con
defender su esfera de influencia natural. No
practica el «cambio de régimen» en el extranjero. ¿No quieren vivir como los
chinos? No importa, ellos no pretenden convertirlos. Centrada en sí misma, China no es conquistadora ni
proselitista. Los occidentales libran una batalla contra su propio declive
mientras los chinos hacen negocios para desarrollar su país. En los últimos
treinta años China no ha hecho ninguna
guerra y ha multiplicado su PIB por 17. En el mismo período Estados Unidos
ha emprendido una decena de guerras y ha precipitado su decadencia. Los chinos
han erradicado la pobreza mientras Estados Unidos desestabiliza la economía
mundial y vive a crédito. En China
retrocede la miseria mientras en Estados Unidos avanza. Nos guste o no el «socialismo chino» humilla al capitalismo occidental.
Decididamente el «fin de la historia» puede ocultar otro.
*****
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