"Este nuevo
frentismo confunde los efectos con las causas; pretende
combatir el populismo de derechas sin reparar en las circunstancias que lo han
engendrado; aspira a legitimar instituciones que están en crisis en todas partes
y hace de la conservación de lo existente el fundamento y el horizonte de lo que está por venir. ¿Realmente se cree que desde estos supuestos
es posible rearmar política y culturalmente un movimiento de oposición a las
derivas autoritarias que experimentan nuestras sociedades? ¿Alguien piensa seriamente que desde estos
puntos de partida se generarán el entusiasmo, la adhesión y el imaginario
necesarios para una movilización social
capaz de ganar y activar a las mayorías sociales? No lo creemos. Más bien pensamos que será lo contrario. Defender
instituciones en crisis y socialmente deslegitimadas únicamente propiciará el
fortalecimiento de populismos autoritarios y nacionalistas que acabarán por
desviar las demandas de protección hacia fórmulas securitarias que impliquen la
restricción de las libertades y de los derechos. Si la izquierda acaba defendiendo este nuevo frentismo, terminará por romper sus ya debilitadas
relaciones con las clases populares, perpetuando un camino que la llevará de
desaparecer como alternativa de gobierno".
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¿UN FRENTE ANTIFASCISTA EUROPEO?.
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Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita.
Cuarto Poder. Lunes 19 de noviembre del 2018.
“Quien no
quiere hablar acerca del capitalismo
debería callarse también respecto del fascismo”
(Max Horkheimer)
Era previsible, aunque quizás no tan pronto. La
consigna que se está difundiendo es construir un frente político antifascista
europeo. Lo estamos viendo estos días. Con gesto adusto y semblante grave,
algunos intelectuales proclaman el nuevo credo: “¡Frente a la amenaza del fascismo, unidad de los demócratas!” El
asunto tiene cierta lógica: si lo que está emergiendo en la Unión Europea (UE)
es algo más que populismo de derechas, o sea, fascismo puro y duro, hace falta
una gran alianza política que haga de freno, de dique, a algo que se presume
como un mal absoluto al que hay que derrotar, cueste lo que cueste. En el
centro de la propuesta, la defensa de unas instituciones que hay que
estabilizar y consolidar. Nos referimos, naturalmente, a la UE y a la democracia
liberal.
¿Un frente
antifascista europeo? Vivimos la cultura del instante y la memoria
desaparece de nuestro horizonte, que es donde realmente juega su papel. Grecia y Tsipras han desaparecido del
debate público y no debería ser así. El país heleno fue escarmiento,
experimento y, en muchos sentidos, castigo. La presencia del gobernante griego
en septiembre pasado en el Parlamento Europeo no mereció la atención debida. Tsipras compareció con el orgullo del
deber cumplido y del trabajo bien hecho en representación de un país
transformado. Tres años después de haber sido propuesto como presidente de la
Comisión por la izquierda alternativa bajo la orientación de “otra Europa posible”, aparecía como el
defensor de esta UE frente a la barbarie populista. Es más, propuso una alianza
que vaya desde Macron hasta la
izquierda, abierta a los liberales y a los conservadores moderados. Se podría
decir que estos tres años han dado para mucho y que han terminado por oscurecer
cualquier proyecto que no sea la defensa de la UE realmente existente.
Efectivamente, Grecia ha cambiado mucho. Ha pasado de tener una deuda pública
del 135 por ciento del PIB en 2009 al 180 por ciento en la actualidad, el paro
ha pasado del 10 al 20 por ciento y el país ha perdido 400 mil habitantes. Una
tragedia asumida a mayor gloria de esta UE y de los mercados.
La realidad acaba siempre chocando con el dominio de
lo políticamente correcto. Lo primero
que no se quiere analizar es si las políticas que ha venido realizando la UE
antes y después de la crisis tienen que ver con el surgimiento y desarrollo de
nacionalismos excluyentes y de fuerzas políticas que, por comodidad,
definiremos como populismos de derechas. A estas alturas pocos dudan de que las
políticas de la Unión hayan ido desmontando sistemáticamente el Estado social en cada uno de los
países, erosionando los mecanismos de control social y político de los mercados
capitalistas y debilitando el poder contractual de las clases trabajadoras y
sus sindicatos. La UE ha terminado por constitucionalizar las políticas
neoliberales hasta hacerlas obligatorias y, lo que es más grave, sancionables,
con duras multas para los países que osen infringirlas. La idea de fondo, el
dogma que se impone hoy en el debate de la Comisión con España e Italia, no es otro que frenar y reducir el gasto público.
El objetivo no es ya el 3 por ciento, sino el superávit en la fase alta del
ciclo. La democracia ha devenido en
limitada porque, gobierne quien gobierne, tiene que aplicar políticas
monetarias y fiscales de corte neoliberal bajo amenaza de los mercados, del
todopoderoso Banco Central Europeo y de una Comisión intransigente en la
aplicación de los Tratados. ¿Realmente puede sorprender el auge del populismo
de derechas en la UE?.
Hay que decirlo
también aquí y ahora: en momentos en los que el mundo está cambiando de
base y atraviesa una transición geopolítica de grandes dimensiones, donde la
tendencia de fondo es la multipolaridad, es decir, en pleno proceso de
redistribución del poder a nivel global, la UE carece de un proyecto autónomo
identificable. La ausencia de una política internacional propia capaz de
orientar una transición que se presume conflictiva, condenará a Europa a la subalternidad respecto a la
política norteamericana. La “trampa de
Tucídides” no es un asunto menor ni una elucubración intelectual. EE. UU.
no va a renunciar de forma pacífica a las posiciones de dominio conquistadas
tras la Segunda Guerra Mundial, lo que sitúa la guerra como instrumento
prioritario para definir los grandes problemas estratégicos. Para Europa, la OTAN implica perpetuar
la supeditación a los intereses geoestratégicos norteamericanos, el incremento
de los presupuestos militares y convertir las demandas de seguridad en un
problema de orden público y de fortaleza del Estado penal.
¿Un frente
antifascista europeo? Hay una paradoja que no siempre se tiene en cuenta cuando se reclama
la defensa de la democracia. Sabemos lo que se quiere decir: defensa de los
derechos y las libertades democráticas. Ahora bien, la paradoja es que, en
muchos sentidos, la propuesta que hay delante y detrás de la UE es el retorno a una democracia liberal,
es decir, poner fin al constitucionalismo social, a las democracias avanzadas
producto del conflicto de clases y de dos guerras mundiales que tuvieron a
Europa en su centro. La rebelión de las
élites, una vez caído el “imperio
del mal” y desaparecido el enemigo interno socialista, tenía como objetivo
la restauración de una democracia funcional al mercado, supeditada a él, que
expropia la soberanía económica y despolitiza la política. En cierto sentido,
se puede hablar de “norteamericanización”
de la vida pública europea y de una escisión cada vez más clara entre la
democracia como procedimiento y la democracia como autogobierno.
Sin embargo, lo peor de este nuevo frentismo emergente
es que no es capaz de entender las relaciones existentes entre la integración
europea (la UE) y la crisis de
nuestras debilitadas democracias, ni tampoco las profundas transformaciones que
se están operando en nuestras sociedades. No deberíamos engañarnos ni dejarnos
engañar: la restauración de democracias
de mercado requiere, necesita del
miedo como fundamento; de personas aisladas, socialmente desvinculadas e
inseguras frente al futuro. El tipo de capitalismo hoy dominante necesita
personas que actúen según las reglas y modos que éste exige. Cuando hablamos
del “momento Polanyi” nos estamos
refiriendo a un fenómeno que aparece en todas partes: una reclamación fundante
de protección, de seguridad e identidad, de nostalgia de un orden basado en la
comunidad.
Este nuevo
frentismo confunde los efectos con las causas; pretende
combatir el populismo de derechas sin reparar en las circunstancias que lo han
engendrado; aspira a legitimar instituciones que están en crisis en todas partes
y hace de la conservación de lo existente el fundamento y el horizonte de lo que está por venir. ¿Realmente se cree que desde estos supuestos
es posible rearmar política y culturalmente un movimiento de oposición a las
derivas autoritarias que experimentan nuestras sociedades? ¿Alguien piensa seriamente que desde estos
puntos de partida se generarán el entusiasmo, la adhesión y el imaginario
necesarios para una movilización social
capaz de ganar y activar a las mayorías sociales? No lo creemos. Más bien pensamos que será lo contrario. Defender
instituciones en crisis y socialmente deslegitimadas únicamente propiciará el
fortalecimiento de populismos autoritarios y nacionalistas que acabarán por
desviar las demandas de protección hacia fórmulas securitarias que impliquen la
restricción de las libertades y de los derechos. Si la izquierda acaba defendiendo este nuevo frentismo, terminará por romper sus ya debilitadas
relaciones con las clases populares, perpetuando un camino que la llevará de
desaparecer como alternativa de gobierno.
Creemos que hay
que aprender de la historia. La democracia, nuestros clásicos así lo
entendieron, se defiende desarrollándola, ampliándola, extendiéndola. Esto
significa poner en primer plano la contradicción entre la democracia y el
capitalismo. Más concretamente, exige
desmercantilizar, garantizar los derechos sociales básicos y entablar
relaciones armoniosas con la naturaleza. También significa democratizar la
democracia llevándola a las empresas, a las grandes instituciones financieras,
fomentando formas alternativas de organizar la economía y la democracia
participativa. Despatriarcalizar la
sociedad potenciando la igualdad sustancial y una democratización de la vida
cotidiana de las personas. Desglobalizar,
recuperar la soberanía popular como fundamento del orden político, como
derecho al autogobierno y a la definición constitucional de un proyecto
colectivo basado en una sociedad de mujeres y hombres libres e iguales,
comprometidos con la emancipación.
Merece la pena
recordar una reflexión que nos dejó Perry Anderson hace algún tiempo en un
excelente artículo:
“para las corrientes anti-sistema de izquierdas, la
lección que hay que sacar de estos últimos años está clara. Si quieren dejar de
ser eclipsados por sus homólogos de derechas, ya no pueden permitirse ser menos
radicales y menos coherentes que ellos en su oposición al sistema. En otras
palabras, el futuro de la Unión Europea depende tanto de las decisiones que la
han moldeado que ya no podemos contentarnos con reformarla: hay que salir de
ella o deshacerla para poder construir en su lugar algo mejor, con otros
fundamentos, lo que equivaldría a arrojar al fuego el Tratado de Maastricht” (Le
Monde Diplomatique, marzo de 2017).
Nuestra línea
de pensamiento está muy próxima a la del historiador británico: se trata de
defender el proyecto europeo contra su principal amenaza, que no es otra que la
UE, y apostar por una Europa
confederal que defienda la paz, las libertades públicas, los derechos sociales
y la igualdad entre pueblos y naciones. Para
ello, los Estados, la soberanía popular y el autogobierno de las poblaciones
europeas no pueden ser considerados como obstáculos a derrotar, sino como
instrumentos indispensables que permiten tejer relaciones de cooperación entre
los pueblos y garantizar los derechos humanos fundamentales. El debate real en
Europa no es entre fascismo y antifascismo. El debate real es continuar con el proyecto
neoliberal de la UE o defender un proyecto europeo que realmente lo sea. La
respuesta la dará la historia.
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